Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Ramírez Bravo entre sueños

En los datos que ofrece la contraportada de Hace tanto tiempo que salimos de casa (Praxis, 2005) destaca el desempeño periodístico del autor, Roberto Ramírez Bravo (Ometepec, 1964), de quien de vez en cuando hemos leído acuciosos artículos sobre asuntos políticos y culturales. Por eso, al terminar su libro de cuentos, me aventuré a teclear que quizá el oficio de periodista le soltó la mano y, entre el montón de noticias funestas y lastimosas, lo expulsó a una especie de editorialización narrativa de hechos criminales que, planteados irónicamente, resultan acertados cuentos policiacos: es el caso de La tela de la araña, Cadáver y Sólo cantaba el mar. Supongo que otros cuentos se fraguaron cuando el periodista iba de vuelta a su casa: cuentan una historia, pero también trascienden la anécdota y en ocasiones hasta forcejean en la edificación de un símbolo. Vámonos por partes.
En La tela de la araña, el agente policiaco Buda Soriano busca al asesino de su padre (y de dos personas más), un profesor de música, y se topa con una estructura de poder que está inmiscuida en el caso y que lo premia para que no siga investigando, y, apenas purgado por el amor de una chica, termina envolviéndolo en su telaraña.
“–Lo que es la vida –se dijo–: quién creería que hasta la muerte de papá me traería suerte”.
“En el techo, la araña bajaba y subía, sus patitas temblaban y sólo a veces la reverberación de la luz artificial dejaba entrever una tela finísima que poco a poco se extendía por el cuarto, encima de los amantes”.
Roberto Ramírez es un narrador con muchos recursos: eso de la tela de araña hay que leerlo con el fondo musical de Sólo se vive dos veces (James Bonn), y, si alguien creía que era difícil traer a cuento escenas o frases de una película mexicana de espías o vaqueros, Ramírez lo hace con resultados funcionales: durante su investigación, Buda Soriano recibe un recado que dice: “Yo sé qué le pasó al maestro. Si quiere saberlo, vaya hoy a la media noche adonde está la cruz del diablo”.
Aquí aparecen las “charcas arenosas”, la bruma y el paisaje desolador que surca estos relatos y que destacarán también en la novela de Ramírez Bravo, La pausas concretas (Praxis, 2009). Es el mismo caso de los sueños, que los personajes suelen tener en contraparte de una realidad dudosa, entrecortada o atroz. En Sueños de azahar, los sueños ya no son mera inquietud o enamoramiento, sino una especie de encantamiento personal y familiar, que abarca la historia del pueblo y la de México, dándole a la anécdota la dimensión emblemática que decíamos atrás.
–Los franceses trajeron la mala muerte, por eso el mundo se murió. Sólo nosotros nos salvamos porque tapiamos las ventanas y clausuramos las paredes. Menos una, claro… que es ésta por donde tú te asomas a veces.
Lo dice la tía Damiana, suena a los muertos que viven en la Comala de Pedro Páramo y recuerda nítidamente la frase “La culpa es de los tlaxcaltecas”, que tanto repite la personaje de Elena Garro en el cuento así titulado, y, como los habitantes tapiaron 36 de las 37 ventanas de la casona, es inevitable referir a Casa tomada, de Julio Cortázar, y con eso de que Augusto no salió del caserón durante 14 años, El castillo de la pureza, película de Arturo Ripstein. La casa es húmeda y verdosa, las paredes están carcomidas, y camas y cobijas apestan a orines viejos. El personaje tiene prohibido salir al mundo de afuera, que –le aseguran– hace tiempo que está descompuesto, “putrefacto” y muerto. Entre las cosas posiblemente vivas estaban sus recuerdos de niño, el Cupido de piedra del jardín, el bosque de los limoneros y, acaso (si todavía “viviera”), el mar.
En La tela de araña Ramírez Bravo nos presentó a un músico esforzado en instalar escuelas de música en su región, tema del arte incomprendido en una sociedad represora que hizo de Gregorio Samsa personaje ejemplar. Aquí los sueños son dramáticos, pero dejan la ventana entreabierta. Coartan, pero tienen la llave de salida (aunque resulta que no). Son sueños ambiguos, confusos y, paradójicamente, objetivos. Esto es: por momentos, ciertas metáforas son contadas como si fueran la realidad. El siguiente párrafo parece sacado de El proceso o El castillo, de Kafka:
…Sus sueños lo repetían con precisión. Se veía inmóvil de espanto ante aquellos niños que lo miraban con burla y lo golpeaban y podía apreciar otros detalles que en la realidad llegó a ver, pero que no captó con demasiada precisión, y que sin embargo el sueño le devolvía en su dimensión exacta.
Pero Ramírez Bravo va más allá en esto de los sueños. Augusto conoce a una niña, ella lo invita a jugar y “a partir de entonces, los sueños me siguieron en las noches y los días, lo mismo dormido que despierto”. Tras los años, “sus sueños se fueron transfigurando, moviéndose con independencia y rebeldía en el interior de su conciencia”. En Robo de sueños II, la frase romántica se concretiza en serio: “eres la dueña de mis sueños”, dice el personaje, y ella se lleva de verdad sus sueños y él no vuelve a soñar: “Ahora ella sueña los sueños míos”.
En Las pausas concretas, la novela, adelantaré, Atalo Francisco “de golpe comprendió que todo lo vivido había, también, dejado de existir, y sólo podía recuperarlo en sueños”…Y otros sueños por el estilo.
Quedamos en que muchos de estos cuentos no se conforman con narrar una historia y tienden a completar un ciclo simbólico, mítico o histórico, sugerido –añado– por la noción del renacer, de la renovación, del “volver”. En Soledad, ésta se le aparece al personaje desnuda y portando un penacho azteca entre la neblina azul:
“–Verás y saldrás a buscar los caminos –me dijo–. Entonces volveremos a nacer”.
A los 15 años la muchacha se va del pueblo con un hombre, aunque “yo creí que con un dios”. Cuarenta años después, él supo que:
“Hubo una vez en el pueblo una muchacha llamada Soledad, eso dicen las historias antiguas. Los ancianos nunca aprendieron a descifrar sus mensajes que hablaban de dioses pretéritos, de razas y de sacrificios, de epopeyas sangrientas, de eras de oscuridad y de renacimientos”.
Ojo: la cartomancia simbólica se le anda queriendo parecer demasiado a La panza del Tepozteco, de José Agustín, pero pues aparte de las diferencias “sagrado”-conceptuales, en La Panza se cumple el rito renacedor, y el personaje de Ramírez sigue sentándose, en las noches, “junto a un pino enorme o una acacia florida o una gigantesca parota, para esperar, si es que existe, el momento de renacer”.
Sobre el guerrillero que “se convirtió en una leyenda fantasmagórica”, de quien se decía que encontró “los secretos originales heredados por Jesucristo a sus apóstoles…, y que hacía milagros y curaba a los enfermos con sólo tocarlos”, dice su amigo narrador, en Él:
“Y sólo yo supe que en verdad él no murió, ni sucumbió a los estragos del alcohol, ni su siembra carecerá de frutos, porque ahora está aquí, conmigo, pensando solamente en volver…”
Al personaje de Soldado lo persigue obsesivamente la mirada de un indio (“un número”, una abstracción) que mató a sangre fría. Las hordas soldadescas vienen asesinando guerrilleros y civiles e incendiado pueblos y rancherías, y en una de esas el soldado se encuentra con un indio solitario, que no habla ni se mueve –sólo lo mira–, pero que parece que está a punto de levantar el vuelo, como un ave.
El soldado le mete un tiro y “sólo sé que desde entonces aquel indio me persigue”, manifiesta con angustia. Lo persigue la injusticia de su crimen, pues el indio “no violó a mi mujer ni asesinó a mis hermanos”, y ni siquiera abrió la boca para decirle algo. Y es que “esa palabra (indio) era como un número, nunca una persona”. Lo persigue su conciencia y la mirada “terrible”, “la mirada que es una pregunta, que lo mismo es una condenación o un perdón”.
Aún así, medio diluida por el final controversial (el soldado ve su propio ataúd), la simbología es clara: el indio era viejo, pero “no podría saberse si tenía cien o quinientos años” –equivalentes a los de la resistencia indígena.
Entre los cuentos de Hace tanto tiempo que salimos de casa y Las pausas concretas, la novela de Ramírez Bravo, hay infinidad de conexiones. De hecho, el libro de relatos sugiere una especie de ensayo o preparación de la novela. En ambos textos abundan los sueños, el paisaje desolado, la intención simbólica de la anécdota, la esperanzada renovación de un pueblo reprimido. Pero ya vamos llegando a la palabra 450 y de esto platicaremos en el próximo pozole verde.

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