Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE 70

* Flores narrativas de Oralia
* Un libro muy sabroso

Flores para la memoria

Oralia llevaba los párpados verdes cuando me dedicó su primer libro de cuentos. Se llama Flores artificiales para la memoria y consta de 11 relatos rehilados por el ambiente social, la particularidad psicológica y dramática de los personajes y el estilo platicado, suelto (pero reconcentrado) de la narración.
Más de un personaje de Oralia Ramírez Cruz discurre alrededor de un conflicto viejo (un hallazgo, un (re)encuentro) pero contemporáneo de sus enigmas, temores y resentimientos. Casi todos buscan signos externos para sobrellevar su interioridad latente, de hecho tienen tan presente el pasado que ya parecen conocer el futuro que los espera. La cierta depre que mueve los motores vitales de algunos personajes, no les impide celebrar. En este mundo hay referencias literarias y las flores de la memoria pueden llevar el germen de un mito infantil o familiar. Las ciudades se llaman Ciudad Inmóvil, Ciudad Impune (unos personajes se llaman Destino, Belleza, Dolor, Sicario), y la violencia está en las calles y en otros lugares recónditos. Este trozo de “Ave Fénix”, por ejemplo:
El abismo en que se convierte su vida adolece de nombre. La confina en una habitación donde los residuos de comida echada a perder llaman visitantes indeseables, atada a la cama como la tiene la obliga a permanecer inmersa en sus propios desechos. La cinta en su boca corta los pliegues de su piel, está irreconocible. Cuando quiere coger entra en su claustro, la rasura y unta un líquido espeso, sus embestidas dejan de producirle sensaciones, cuando lo tiene encima o por detrás se esfuma hacia el punto aquel que la protege. La visita cada tres días, en los últimos meses habla de situaciones espantosas que no comprende mientras le acaricia el clítoris antes de atacarla.
Una noche llegó con una capucha negra en el rostro y dio vida a una micro historia que la paralizó:
–Se coloca sobre el abdomen de alguien una jaula abierta por su base. En el interior se coloca una rata que es hostigada con fuego. El animal despavorido busca la forma de escapar y termina por excavar un túnel en las entrañas del maldito que te quiere alejar de mi protección.
–¿Qué piensas de esta escena? –le pregunta.
¡Ella desea morir!, las conversaciones de su pareja en apariencia sin sentido la horrorizan mientras él llora y se embadurna la cara con sus propios mocos.
–Nadie podrá amarte jamás como yo lo hago –, dice todo el tiempo.
“Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”, sentencia Yasunari Kawabata al final del libro. En la dedicatoria la autora escribe: “La vida nos exige gran valor para habitar nuestra realidad”, y reconozco: Oralia Ramírez es una narradora inteligente y sentimental que parece ir abriéndose camino entre las zarzas para escribir, aun con dolor, lo que pocos se atreven.
Oralia Ramírez Cruz nació en Copala, Guerrero, estudió literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Guerrero y le echa muchas ganas a la promotoría cultural. Flores artificiales para la memoria es una publicación (2011) de Rojo Siena, editorial independiente y con pocos recursos económicos pero tenaz y fiel a la literatura joven e irreverente que impulsa.

Un libro muy sabroso

Para Horacio L. Aragón Calvo, “la cocina ha significado una amplia variedad de trayectorias interesantes que son reflejo de los sabores que hasta la fecha siguen en mi memoria, y que recorren itinerarios culinarios dentro de hogares, restaurantes, banquetes, revistas, mercados, viajes y muchos lugares más, los cuales han tenido que ver con mi vida”.
Así, en su libro: Los sabores de mi mamá (Fundación Aragón, A.C., 2012), con gusto recuerda las frutas y verduras del mercado de San Cosme, “cuyos colores combinados todos al azar producían en mí un gran espectáculo”, las tortas de Armando –en Motolinía– y las de Sidrali, de Madero y Palma, donde vendían un refresco de manzana de “sabor inigualable”. En el fondo de su paladar están dos cocinas entrañables: la de su abuelita Nina, en Chilpancingo, y la de la hacienda de Tepechicotlán, ubicada a pocos kilómetros de la capital.
Horacio se acercaba a doña Nina –en Tepechicotlán– o a su mamá –en Chilpancingo– cuando estaban preparando el chilatequile de pollo, los chiles rellenos, el chile tirado, torrejas, dulce de leche y muchos otros platillos, y poco a poco fue entrando al “fascinante mundo de la cocina”, aprendiendo a darle sabor al caldo. Su primer platillo fue camarones estilo Sinaloa: “comer camarones con tortilla –nos confía– no lo acostumbrábamos en casa, por lo que decidí experimentar con el paladar y prepararlos”.
Mientras Horacio cuenta sus etapas de iniciación y aprendizaje gastronómico, va dejando rastros históricos y, desde luego, familiares. La hacienda de Tepechicotlán (entre cerros torcidos, en náhuatl) se ubicaba en terrenos que estuvieron integrados al círculo de poder azteca. El reparto de encomiendas benefició a Martín De Yrcio, consuegro del virrey Luis de Velasco, quien pasó a posesionarse de estas tierras. La hacienda fue erigida en el siglo XVII, por el capitán Francisco de Oláez, y tuvo épocas de esplendor. En las primeras décadas del siglo pasado ahí se seguía produciendo caña de azúcar y sus derivados. Timoteo Calvo era el propietario de la hacienda cuando el reparto agrario cardenista la volvió inoperante. Don Timoteo Calvo era pariente de Horacio, cuyo segundo apellido es Calvo.

Historia de los chiles en nogada

Luego, Horacio recuerda que “después de firmar los tratados de Córdoba –el 21 de agosto–, Agustín de Iturbide se dirigió hacia la ciudad de México y pasó la noche en Puebla, que se encuentra en la ruta su día del santo: el 28 de agosto. Para halagarle se discurrió por las personas de su amistad y cariño, prepararle un platillo propio de la estación, y de manera de expresarle la lealtad a la reciente consumación de la Independencia y a la creación del pabellón de las Tres Garantías, simbolizadas por los colores verde, blanco y rojo que integran la enseña nacional” y, desde luego, constituyen una de las gracias de los famosos chiles de nogada: el verde de los chiles, el blanco de la crema y para el rojo la granada”.
La cita viene en Historia de la Comida en México, escrito por Agustín Aragón, autor de un Diccionario Gastronómico mexicano y fundador de la Academia Mexicana de Gastronomía y Bromatología. Ascendente de Horacio y quien da nombre a la Fundación Aragón, a la cual debemos la edición que comentamos.

Recetas chilpancingueñas de los años 50-70

El autor recuerda también a sus parientes restauranteros (La Fuente, que quedaba frente a la plaza cívica de Chilpancingo, era de sus tíos Joaquín y Doña Lupita) y a la gran aventura que emprendió con Patricia Elizondo, su esposa, y con sus hijos David y Horacio, con quienes abrió una pozolería en la colonia Clavería, en el DF. Actualmente, Horacio, Patricia y sus hijos (solos o en pareja) atienden el Taller de Cocina Los Sabores del Alma, donde venden y enseñan.
El libro del que hablamos empezó a fraguarse en los años 90, cuando, de vuelta al terruño, Horacio empezó a escribir una columna: “Recetas de cocina y algo más…”, en Diario de Guerrero. Ahí publicaba “recetas que fueron elaboradas en la cocina de mi mamá, pues ella había aprendido de su mamá y sobre todo de mi abuelita Nina, por lo que de una u otra forma dichos alimentos tienen su origen en la comida de Chilpancingo de los años treinta y cuarenta”.
Horacio advierte sobre los problemas que pueden dar a las cocineras novatas las recetas de libros o revistas, y subraya que, “caso contrario, cuando se trata de un sabor o guiso casero heredado generación tras generación, pues estos sabores son elaborados dentro de la cotidianidad del hogar y se da por supuesto que quien heredó dicha receta tuvo que haber presenciado el momento en que se preparó y se probó el platillo no sólo una vez sino muchas veces, de manera que la forma de preparar el alimento y recrear sazones quedaron guardados no sólo en las hojas manchadas por los aceites y salsas, sino también en la memoria gustativa”.
En cada familia hay un libro de cocina, afirma Horacio, y a las pruebas se remite. “En este recetario –confía– trato de transmitir a las generaciones actuales lo que comía en Chilpancingo y en mi casa durante los años cincuenta, sesenta y setenta”. Nada menos.
El libro integra 77 recetas. Hay para desayunar (Flores de colorín, por ejemplo), entradas (chirmole o pico de gallo –que muchos creen que son lo mismo–, Tepechichui, Tacos de longaniza o Cáscaras de papa), salsas (de panile, de dedos, de chile puto, de guajes), sopas (de pan, de huevo, capirotada, ayomole, chilatequile de espinazo, comida de arriero) y ensaladas (de lechuga, de papa, de ejotes). También, guisados: calabacitas y chiles rellenos de queso o picadillo, lengua capeada o en barbacoa, tortas de sesos, rabo de mestiza, adobo, chile tirado, fiambre). Para un buen postre regional Horacio sugiere: torrejas, buñuelos, cacahuacincles o bienmesabes. Bájese todo eso con una sangría con naranja de caldo o un té de toronjil. Si no encuentra toronjil en el campo ni en el mercado, sustitúyalo por uno de pericón.
En caso de que haya comido de más y sufra de asombro estomacal o vil retortijón, reclámele a Horacio en Los sabores del Alma, o prepárese usted mismo un sencillo y efectivo alkaselzer de quelites.

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