Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Aurelio Peláez

Mercado central: donde viven las cosas *

Llegar al mercado central siempre ha sido difícil para los de a pie; cuando era niño venir desde el poblado de Las Cruces era una larga jornada: “Voy a Acapulco”, decía uno al vecino, antes de treparse al chilolo que nos trajera al centro. Ahora Las Cruces está aquí al lado.
Pero entonces –hace cuarentaytantos– el chilolo andaba lento, hacía largas paradas esperando al que le chiflaba y bajaba corriendo desde la loma; al llegar, a esperar a que bajara la señora gorda y con canasta; y luego, si no se estaba arreglando una calle, se estaba desarreglando otra.
No sólo lo digo yo. En Viajes a la América ignota –publicado en 1988–, Jorge Ibarguentoitia cuenta: “Cuando yo era niño pasábamos temporadas en Acapulco, pensaba que cuando esa ciudad estuviera terminada y no tuviera uno que andar brincando entre montones de tierra, iba a ser muy bella. Pasaron 30 años y regresé a Acapulco y tuve que brincar entre montones de tierra”. Y es que somos una ciudad no sólo en construcción, sino en permanente reconstrucción. Luego hubo más autos: tráfico; más comerciantes: calles cerradas; nuevas obras, hay que caminar y dar más vueltas. Pero en fin, llegar al mercado ya era la fiesta, y más si se venía en temporada navideña. De regreso las bolsas ni pesaban.

II

Mercado central de Acapulco, leve memoria de los días, son esencialmente estampas de la vida cotidiana de una parte de la ciudad que todos llevamos en el mapa mental y que de ser tan cercana, tan íntima, a veces pasamos de largo. Considero que los cinco fotógrafos que participan en la edición (Karina Tejada, Eric Miralrío, Pedro Pardo, Alejandro Salmerón y Arturo Crispín) prácticamente abarcan toda su anatomía, desde la banqueta de fuera en donde se encuentra el pescado seco listo para freírse en alguna salsa, hasta los puestos de comida, como los de pancita, donde alguna vez una fondera me enseñó el filito del cuchillo cebollero para cortar mis demasiadas preguntas acerca de cómo preparar el rico caldo. Qué se le va a hacer, después de una noche de cervezas uno está preparado para que los misterios necesarios nos sean revelados.

III

“En el principio eran las especias”, narra Stefan Zweig en la introducción de Magallanes, La historia más audaz de la humanidad, que cuenta del primer marinero que circunnavegó la tierra. Y buscando las especias –u otras rutas para allegárselas– fue como la Europa conoció América, y después, desde América, la ruta de la Nao de China.
Occidente, cuenta Zweig, ya no admitía que en sus cocinas faltaran las especias de la India porque hasta entonces, su cocina era “inimaginablemente sosa e insípida. Pasará mucho tiempo todavía hasta que adquieran carta de ciudadanía en Europa productos tan comunes hoy (aportaciones de América), como la papa, el maíz y el tomate”. Antes que el sabor, cuenta éste biógrafo de Magallanes, hasta para los príncipes, la gula encubría la monotonía desabrida de sus comidas…”. Y entonces la consigna para hacerse de los condimentos fue: Navegar necesario es….
Y navegando llegó Hernán Cortés, quien en sus cartas al reino español, de los que en este libro se hace referencia, se maravilla de lo encontrado en los mercados mexicanos, lo mismo que Fray Bernardino de Sahagún en sus crónicas .Ambos quedan deslumbrados por el mercado de Tlatelolco, en donde se dice que las mazorcas de maíz eran tan grandes, que se tenían que llevar rodando por el suelo a patadas.
El asombro de los españoles era a la variedad de productos que ellos desconocían y la cual se vio ampliada por las diversas variedades que llegaron de la China: mangos, cocos, limones, maneras de hacer el marranito y de preparar el pescado a la marinera, es decir, el ceviche. Productos que invariablemente pasaron por el puerto de Acapulco y que aquí se adoptaron y adaptaron, sin hacerla mucho de tos.
Por eso los mercados de Acapulco, a diferencia de los de otros estados fuertemente locales como Puebla, Guanajuato, Mérida, Oaxaca quizá, tienen la característica de ser espacios de tránsito, puerta entre culturas que de tan diversa hace pues, lo acapulqueño.

IV

De las fotos: En el principio hay que encomendarse a la Virgen de Guadalupe. Mercado sin su altar es un espacio mostrenco. Patrona que ayuda a las buenas ventas y nos libra de los incendios y los terremotos –claro, no siempre es perfecta– que aleja las malas vibras de los días lluviosos sin ventas y contiene a los bichos que rondan por las alcantarillas, y de algún güey que quiera dejar por ahí su basura.
Y abren entonces las imágenes del libro ahora en cuestión con la indígena vendedora de bolsas de Chilapa, que recuerda a saber la canción del Jibarito. Qué más quisiera uno que vendiera todo y que nadie le regateara. Camina por la zona de carnes donde está el marchante preferido, el que vende los kilos de a kilo. Cerca la señora de la moronga,  luego la carne enchilada de marrano donde mejor la hacen.
Allá la joven que duerme al fondo de una carnicería por ahora sin clientes y al parecer, sin moscas, y que asoma parte de esa vida que resurge cuando la clientela se va, o que vive entre clientes sin que estos se enteren: la vida de los mercados, de generaciones que se relevan el mandil, que crecen entre las desmañanadas, que comen, viven y conviven entre los pasillos del mercado, entre niños que hacen sus tareas bajo el mostrador y que juegan en lo posible, hasta que un jodido balonazo le desgracia la mercancía al vecino.

V

Hay también en estos paisajes de la lente el espacio para la gastronomía local. En el sabor de la sazón, libro editado por Conaculta en el 2004,  la chef Patricia Quintana cuenta que en este mercado “se ve gran cantidad de puestos con pescados o mariscos frescos que, cocidos con chiles guajillo o enjitomatados, muestran lo exótico de su sabor. Los adobos con mole están hechos a base de chiles anchos colorados, y los pescados a la talla son untados y cocidos a las brazas. Las chilapitas –me imagino que se refiera a las chalupas– son servidas con frijol o pollo, crema y aguacate. El pozole verde preparado con pepitas de calabaza, maíz cacahuazintle, mariscos o puerco, hace su aparición obligada los jueves  (y) en ese mismo mercado se pueden degustar los tamales de iguana…”. Eso escribió, y nadie le blandió el cuchillo cebollero por preguntar demasiado.
Iguana yo no he encontrado, casi al cabo que ni quería, pero otra curiosa remembranza más lejana, en el libro Memorias de cocina y bodega del escritor Alfonso Reyes filósofo, poeta, narrador, crítico literario y gourmet, dice en 1953, “Para cangrejos, Acapulco… ya que no poseemos las costas chilenas”. Y pues yo creo que nuestros cangrejos ya se fueron a Chile, porque por acá en las playas ya no los veo. O Don Alfonso se los comió todos.
Aunque sí, este recorrido de los fotógrafos nos devela una preciosa imagen: del truco de preparar el chilate, porque si algo tiene que cuidarse de esta bebida es que esté en movimiento: fría y bien distribuida en sus sabores, pasearla como en cascada, preámbulo para que después de las mallugaduras del golpe avisa y de las manos entumidas de cargar bolsas, entrarle a las picadas como sólo se hacen en Acapulco. Al relleno, a los tacos de carnitas como tentempié, o bien ya saltando el almuerzo, directo a la pancita acompañada de una buena cerveza, en un vasito de plástico para que parezca sidral. Ya entonados que toque el trío, que cachanee mínimo Tristes recuerdos y de paso que ese eructo se confunda entre las notas. Total, se oye mal pero descansa el animal.

VI

Acomodar, ese es el chiste. Lo saben los vendedores de frutas y legumbres, donde no sólo importa aprovechar el espacio, sino sorprender al cliente con esos artificios de geometría piramidal y de equilibrio, donde una naranja que rueda al suelo es una suerte de fracaso del vendedor; del tricolor del jitomate, la cebolla y los chiles, al colorido de las frutas, por delante las manzanas, peras y las fresas. El acomodar tiene su chiste y su paciencia y es este un arte de exportación, según lo cuenta también Ibarguengoitia en Misterios de la vida diaria. Dice: por ejemplo del exportar fresas: “al llegar fresas mexicanas al mercado inglés protestaron porque no todas estaban iguales. Es una protesta injustificada de gente ignorante: todo mundo sabe que la fresa mexicana se empaca: una paca de primera, otra de segunda, otra de aplastada, otra de pachiche y otra de podrida al fondo… Este proceso de empacar es un proceso mercantil perfectamente aceptado y muy conocido en México. Lo heredamos de nuestros antepasados indígenas, cuyos comerciantes basaban sus operaciones en dos principios fundamentales: “que las buenas defiendan a las podridas” y “lo mallugado va por delante”.

VII

Karina y Salmerón nos dan su versión no de naturaleza muerta sino de rastro animado. Las jetas de un pollo, unos chivos y un pescado que según mis cuentas es un robalo, dialogan con los clientes que devendrán en comensales. Al fin, dirá el que cargue con el cerdito, el colesterol es un mito genial y si acaso, el marrano ya nos mira desde un cielo menos enemigo, acaso llamado pozolandia.
Luego, la asamblea de pollos, las patas alzadas aprobando el orden del día o un “sí, protesto!” antes de comenzar el pollicidio.

VIII

En Acapulco en mi vida y en el tiempo, de Alejandro Gómez Maganda (1960), y también en Acapulco, monografía anecdótica contemporánea, de Rosendo Pintos Lacunza (1942), se nos narran de esos tiempos en que la pesca era algo más cercano a los acapulqueños y nos cuentan de una serie de pescados, cuyos nombres ya son olvidados en las mesas de los restaurantes. Se pregunta Pintos Lacunza: ¿Por qué en Acapulco no hay pescado suficiente para el turismo? Porque no hay una empresa seria. Los pescadores de oficio, sacan sus animalitos que venden a precios anárquicos: por lo que hoy cobran 50 centavos mañana piden 2 pesos o poco más… El ojotón a un peso, un abuso… Sería muy conveniente que se abaratara el precio actual del pescado, muy especialmente a favor de las clases media y humilde, pero también sería bueno que se organizaran los pescadores para obtener mayor rendimiento con menor esfuerzo, empleando buenas lanchas y procedimientos modernos…”, un dilema de hace 70 años que sigue siendo vigente.
Y es que, a pesar de la cercanía al mar, la producción del puerto sigue siendo insuficiente para atender la demanda local y pues mucho del producto viene de fuera a pesar de tener el mar tan cerquita. Aunque madrugando se puede hacer uno de pescados locales como una rica boba para el caldo, o en temporada, silíos, porque a la tortuga, que ya ni hay, somos alérgicos. Al cabo que ni quería.

IX

Conjuros y rumores. La nave de las velas, las yerbas y los santos milagrosos. Una visita al lugar donde creer es lo importante y en el que a buen yerbero se arrima es asunto de fe que cobija. Aquí el olor es sólo para iniciados y creyentes en que los menjurjes o menjunjes juegan un papel importante para resolver los asuntos de la vida, ya sea en botellas de colores o en diversas ramas acomodadas cómo sólo saben los que saben en un cono de papel. Donde se resuelven desde asuntos tangibles como afrontar la envidia o evitar los males del ojo, y hasta más complicados como alguna enfermedad que no se quieren ir y que los médicos qué van a saber, y hasta una que otra consulta a las cartas para saber de quién es ese caballo que en mi corral relinchó. Ahora hasta nos topamos con la inevitable Santa Muerte, cuando hace poco bastaba poner a ciertos santos de cabeza.

X

Naves de fantasías y coqueterías. De las piñatas a las frutas y confites, los paseos de la Navidad y en tiempos de posadas donde uno andaba como tejocote, esa fruta que nadie quiere pero que bien hace bulto. Este micromundo sigue igual y emocionando a nuevos niños.
De ahí cerca, la nave o rincón de las flores, donde a uno le afloran los sentimientos contradictorios. Entre la vida y su festejo, o la muerte y dolor, hay sólo el corte de una tijera o un listón y la vasija de ocasión hacen la diferencia en el arreglo y el fin de las flores.

XI

Porque el mercado es además el pulso del estado de ánimo de la población, el latir de la ciudad, y para muestra, es paso obligado de los políticos en tiempos de campaña para ver qué augurio le deparan las elecciones. Competencia no sólo de quién lleva el mejor chile frito, sino a quién reciben mejor, con el consabido baile y el saludo de mano, digamos que su inevitable baño de pueblo.
Mercado Central de Acapulco, leve memoria de los días, crónicas fotográficas de Acapulco al que acompañan los textos de Edgar Pérez y Antonio Salinas –por cierto el tomate rojo se pide mejor como jitomate, que además, vaya a saber por qué sirve a Hacienda para medir la inflación, lo digo por la crónica del tomatito– es la recuperación de una historia inmediata, apabullantemente gráfica, de los sucesores de los clientes y marchantes que hace 40 años se instalaron por aquí, y que antes movieron sus mercancías por otros rumbos. Ante el agobio de los asépticos supermercados, hay que reinvindicar nuestros mercados, un espacio que nos hace más humanos y dignos, que nos hermana con la tierra y sus productos y que nos da la identidad que en este caso, nos hace acapulqueños.

* Participación en la presentación del libro, Mercado Central de Acapulco, leve memoria de los días, editado y presentado por el Instituto Guerrerense de la Cultura el viernes 1 de marzo.

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