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Humberto Musacchio

Cárceles, la otra cara de la derrota

Otro resultado de la llamada guerra contra el crimen organizado, además de los cincuenta mil o más muertos, lo conforman las decenas de miles de aprehensiones realizadas por las fuerzas del Estado. Pero esto, lejos de ser la prueba de una gestión victoriosa, se ha convertido en la evidencia de un nuevo y monumental fracaso.
A la tradicional y nunca bien combatida corrupción que priva en las cárceles, hoy se suman las fugas, los motines y una avanzada descomposición de los funcionarios y custodios encargados de mantener el orden en esos centros de reclusión, lo que da por resultado cada vez más frecuentes evasiones y muertes, muchas más muertes que hace apenas cinco años.
Quienes mandan en las prisiones son los capos de la delincuencia ahí recluidos. La suya no es precisamente una vida regalada, pues disponen de todo, pero a precios exorbitantes. Pero una vez que logran tener el control interno, los jefes criminales buscan evadirse y para cubrir las fugas disponen la realización de motines o enfrentamientos de reos que al llamar la atención general distraen y facilitan la fuga. Por supuesto, corrupción, fugas y motines acompañan desde siempre la historia de las cárceles, pero debe preocupar a las autoridades, y mucho, que estos se produzcan cada vez con más frecuencia y a un costo en vidas y bienes públicos –las cárceles lo son– que tiende a elevarse geométricamente.
Las cárceles mexicanas han sido tradicionalmente insuficientes. El número de presos siempre ha sido mayor al que podrían alojar en condiciones medianamente humanas. La causa, en buena medida, es un sistema judicial que a todo acusado lo considera culpable mientras no demuestre lo contrario y también, vale decirlo, debido a la indolencia de jueces que por delitos menores mandan a prisión a miles de desgraciados que caen en sus manos. Esa ha sido la historia de nuestras prisiones.
Desde luego, toda sociedad que quiera impedir su disolución debe contar con un sistema de castigos para quienes la dañan, pero no toda pena debe incluir privación de la libertad ni es socialmente benéfico que se renuncie a la posibilidad de rehabilitación, que es precisamente lo que ahora priva en la llamada impartición de justicia.
Antes de desatarse la guerra contra el crimen organizado había en las cárceles mexicanas unos 180 mil reos, cantidad que rebasaba por mucho la capacidad de las prisiones. Hoy, se estima conservadoramente que el total de reclusos anda entre 230 y 250 mil, lo que ha deteriorado severamente las condiciones de vida dentro de los penales y propicia los estallidos de violencia.
El actual gobierno federal ya anunció la construcción de nuevos reclusorios y se especula con darlos en concesión a la iniciativa privada. Falta menos de un año para que termine un sexenio que no se ha caracterizado por su aptitud constructora, lo que permite poner en duda su capacidad para edificar los penales que hacen falta. Por su parte, la opción de concesionarlos no goza de simpatías públicas, pues implicaría la renuncia a un deber del Estado.
Lo esperable es que siga la guerra calderoniana, que aumente el número de detenidos y que tiendan a hacerse mayores y más frecuentes los conflictos carcelarios. En suma, que presenciemos una nueva derrota de la estrategia oficial que todo lo quiere resolver a balazos. Nos esperan días malos, pues vivimos en una violencia en ascenso dentro de un periodo electoral. Sin embargo, como quiera podremos llegar al primero de diciembre. El problema será para el siguiente gobierno.

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