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Humberto Musacchio

Vuelve el PRI entre ritos, mitos y gritos

Terminó en olor de multitudes la XXI Asamblea General del PRI en la que se abrió paso al IVA en medicinas y alimentos y a la entrada de capital privado en Pemex, a la vez que se produjo un muy racional recorte de los órganos partidarios de dirección y se acordó dar carácter formal a lo que ya existía de hecho: el presidente de la República, en tanto que el priista más distinguido del país, se convierte estatutariamente en cabeza de la Comisión Política y del Consejo Político Nacional del partido.
Lo anterior, por supuesto, a reserva de lo que digan el IFE y el Tribunal Electoral, pues se contraviene lo dispuesto por el artículo 109 constitucional, que prohíbe a los servidores públicos que incurran en “actos u omisiones que afecten la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deban observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones”, lo que sería el caso de un dirigente formal de partido que simultáneamente desempeña el puesto público de mayor importancia en el país.
Otra arista del asunto es que Enrique Peña Nieto, al convertirse en dirigente del PRI, se resta capacidad de maniobra, pues como presidente de la República desperdicia la oportunidad de beneficiarse de la presión que su partido puede ejercer contra quienes se opongan a los propósitos del Ejecutivo o a sus decisiones, pues ahora, para todos los efectos, él mismo aparecería como responsable de las declaraciones y actitudes de su partido.
Una especie simplona dice que en el tricolor todo se aprueba por dedazo, sobre todo si la orden digital viene del priista que ocupa la Presidencia de la República. Pero las cosas no son tan sencillas. Los priistas tienen maneras peculiares de discutir, de ofrecer resistencia, de dar y recibir. En la asamblea no se mencionó nunca el caso de Elba Esther, pero todos tenían claro que el debate tendría límites y no se iba a permitir la indisciplina. Aún así, el jaloneo fue intenso, pues se pidió a los cuatro mil 300 delegados que renegaran de lo que otra asamblea había aprobado y el agarrón obligó a consultas y posposiciones, propició maniobras y madruguetes, y tuvo, en fin, ires, venires y revires, aunque finalmente todo salió a pedir de boca (de la boca presidencial, por supuesto).
Pero no fue fácil. César Camacho debió convocar, preparar y resolver en un plazo cortísimo todo lo referente a la asamblea y sus resoluciones. Por lo menos fue el responsable de que todo saliera a la medida de lo dispuesto y ahí desplegó sus aptitudes negociadoras para sacar adelante los acuerdos, al parecer sin mucha disposición de Ivonne Ortega, que en todo momento exhibió un rostro adusto.
El cierre de la asamblea fue una encerrona multitudinaria: 4 mil 300 delegados efectivos, 15 mil fraternos y cerca de un millar de invitados especiales más los inevitables colados, que al parecer fueron cientos. La celebración del aniversario, en cambio, se realizó en el auditorio Alfonso Reyes, local para unas 200 personas que acabó recibiendo al doble. Ahí, nuevamente se hizo confluir la figura de Calles con la de Cárdenas, la de Juárez con la de Peña Nieto. Actos de prestidigitación de los sólo el PRI es capaz.
En suma, esos días fueron los del regreso triunfal de las viejas formas, de las ceremonias, de la presencia hierática de políticos macizos, del trino de jilgueros con muchas horas de vuelo, de los gritos y las porras, de los ritos y los mitos. Pasada la euforia, los priistas deben volver a la realidad, con el reto inmenso de sacar al país del hoyo. ¿Podrán?

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