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Jesús Mendoza Zaragoza

El cónclave romano, ¿para qué?

Mañana martes inicia el cónclave para elegir al sucesor de Benedicto XVI, quien será obispo de la iglesia de Roma, el cual ejerce el primado entre las iglesias locales (prima inter pares) de la Iglesia católica. Ha sido esta Iglesia un vínculo de unidad a través del ministerio papal, a lo largo de los siglos. De ahí la relevancia que el cónclave tiene, pues trasciende a lo largo y ancho del mundo católico.
El manejo mediático de este hecho ha sido hasta empalagoso y desproporcionado, pues se ha prestado a lo anecdótico y a la especulación, con un interés más comercial que informativo. De hecho, el peso institucional del Vaticano, con sus repercusiones políticas, se presta para este manejo. Y algunos hechos escandalosos que se han dado en estos espacios institucionales, como la pederastia de algunos clérigos y los manejos financieros poco transparentes, entre otros, se han impuesto en la agenda de los medios.
De hecho, no se pueden negar estas vergonzosas situaciones, reconocidas por el mismo papa Benedicto XVI, que han puesto en tela de juicio la credibilidad pública de la Iglesia, y ahora en el cónclave se presenta una oportunidad para poner condiciones en orden a que puedan ser superadas. Incluso, hay otros temas que están esperando una revisión institucional de fondo, como la ordenación de sacerdotes casados, el lugar de las mujeres en la Iglesia, el caso de los divorciados vueltos a casar y el manejo del tema de la homosexualidad, entre otros.
En este sentido, yo sí creo que estamos ante una oportunidad, que en cierto modo, puede abrirse con esta elección papal. La oportunidad de que la Iglesia vuelva a ser lo que fue en sus orígenes; una comunidad de discípulos tocados por la persona de Jesús resucitado, volcada hacia el mundo con un mensaje de esperanza y un proyecto de amor al prójimo. Esta es la sustancia original que dio origen a la Iglesia y que se ha ido deteriorando en la medida en que se subordina a requerimientos institucionales vinculados al dinero y al poder.
Lo que ha hecho daño a la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sido la marginación de la utopía del Reino de Dios que se manifiesta en la justicia, la paz, la libertad y la vida fraterna, marginación que ha dado lugar a deformaciones históricas de lo que es la Iglesia. En ocasiones, el peso institucional ha opacado la fe y el amor fraterno. Decía Jesús que “donde está la carroña se amontonan los buitres” (Mateo 24, 28). La carroña del abuso de poder y de la acumulación del dinero ha hecho tanto daño a la Iglesia, que tiene que liberarse de ella para volverse sencilla y humana, al nivel de los pobres y despreciados de este mundo, como lo hizo Jesús de Nazareth.
Una Iglesia pobre es la que está en las mejores condiciones para anunciar buenas noticias a los pobres y para promover las transformaciones históricas que necesita la humanidad. Una Iglesia pobre sostiene su eficacia histórica en la fuerza del Espíritu y no en el recurso del dinero o en la influencia política. De hecho, la Iglesia tuvo su lugar original en el corazón del pueblo, antes que en los círculos de las élites. Son los pobres la verdadera riqueza de la Iglesia, así se ha entendido en lo mejor de la tradición cristiana, porque en los pobres encontramos al mismo Jesús, de manera real y no metafórica. Lo mejor de la Iglesia está en el mundo de los pobres cuando éstos, animados por su fe y su esperanza construyen lazos de solidaridad en las aflicciones y mantienen el optimismo en las pruebas.
El Evangelio, como mensaje espiritual, tiene una impresionante fuerza transformadora del ser humano y de todas sus expresiones, como la economía, la cultura y la política. Con el mandamiento del servicio se pueden construir estructuras e instituciones que beneficien a los pueblos y a las personas que sufren. Esta no es ficción ni una inútil utopía. Es el proyecto de una humanidad nueva, forjada con lo mejor de sí misma y redimida del poder del mal que le agobia desde sus raíces. Este sueño, el sueño de Jesús de Nazareth sigue vigente y en espera de hacerse historia en medio de las encrucijadas de la vida. El Evangelio le da su sentido a la Iglesia y la construye para transmitir esperanzas al mundo aturdido por mil amenazas.
En cuanto a lo que se refiere al cónclave, no le veo sentido a las especulaciones sobre papables y sobre la fuerza política de unos grupos sobre otros, ni le veo sentido a las preferencias de una nacionalidad sobre otra. Son cosas muy mundanas que nada tienen que ver con la fe. Lo que debiera contar es la firme determinación de volver a la simplicidad del Evangelio y de renunciar a todo vestigio de poder mundano y de juegos políticos. Que quede un Papa norteamericano, brasileño, sudafricano o italiano es lo de menos. Lo que importa es que se renuncie a cualquier abuso de poder y se oriente a la Iglesia con la sabiduría del Evangelio, que se renuncie a toda la obsoleta parafernalia de las formalidades eclesiásticas y se abrace la sencillez de Jesús, como lo hizo Francisco de Asís en su tiempo. Lo que cuenta es que se vuelva realidad el dicho conciliar de que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et Spes, 1).
Para los cristianos que militamos en la Iglesia católica, es el Espíritu el que garantiza el futuro de la misma, a pesar de las debilidades humanas y de la ambigüedad de sus instituciones. La Iglesia, casta meretriz, como la llamaba Ambrosio de Milán, tiene futuro en la medida en que hace caso al Espíritu y vence las tentaciones a ocuparse de asuntos políticos o de negocios. Por ello, lo que se juega en este cónclave es la recuperación de su origen espiritual y de su misión esperanzadora. Lo demás, es totalmente irrelevante si no es que prescindible.

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