Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Las nueve enseñanzas

Al fil de cuentas

En otro pozole verde (El Sur, 25-abril-2012) recordé la bienventuranza del ajedrez en cuanto a que universalmente se le considera ciencia, arte y aun deporte, y luego embarré mis certezas y mis dudas. Creo que puse: si fuera ciencia, ¿para qué jugar?; arte, sí, pero un ejercicio artístico limitado al tablero, sin la trascendencia de la pintura o la literatura. ¿Deporte? Bueno, si el pócar, o el golf (donde ya hay pelotita), son considerados deportes, ¿por qué no? Empezaba a creerme el descubridor del hilo negro de las paradojas ajedrecísticas, cuando en una revista que me agencié en una librería de viejo encontré un texto maravilloso de Kenneth Frey, titulado Las siete enseñanzas. Se trata de un breve pero substancioso informe sobre contradicciones ajedrecísticas verdaderas, esas que, antes que la teoría o la ejemplaridad, están salpicadas por la vil y graciosa humanidad e involucran la personalidad de maestros del ajedrez con el peculiar filo irónico con que jugaban fuera del tablero, en situaciones agudas que se prestan a la anécdota. Al fin de cuentas lector, quedé feliz.
El artículo de Kenneth Frey –uno de los primeros maestros del juego de los trebejos en México, autor de varios libros sobre ajedrez– no tiene pierde. Lo transcribimos casi tal cual viene en la revista Comunidad Conacyt fechada en enero de 1982.
De entrada plantea Frey que desde hace mucho tiempo se sabe que el ajedrez desarrolla la voluntad, la imaginación, la lógica, la memoria, la previsión, la astucia, la cautela, la retrospección… ¿Qué más se puede pedir en un solo juego?, pregunta, y antes de que uno columpie el pescuezo afirmativamente, ya nos está asestando que: “Sin embargo, en la vida real la historia cambia”.
Y empiezan las siete enseñanzas. Por divertidas y sabihondas podríamos colocarlas junto a Una partida de ajedrez, de Stephan Swing (en película se llama Jaque a la locura), La defensa, de Vladimir Nabokov, o El rey negro, de Juan José Arreola. La prosa de Frey es tan certera y gustosa que –repito– casi no me atrevo a quitarle ni un tornillo, aunque de vez en cuando empleemos el desarmador y me atreva a darle una buena apretada y aun a agregarle dos anécdotas personales, vengan o no al caso.

El ajedrez y el autocontrol

Frey pone en primer lugar la suposición de que el ajedrez enseña a controlar el temperamento. Luego recuerda cuando le ganó una partida al coordinador de ajedrez de una escuela que, frente a sus alumnos, “soltó un grito, pateó la mesa y se rompió una pierna…” Parecida reacción tuvo Guillermo el Conquistador cuando, “antes de entrar a Inglaterra, perdió un juego contra el Príncipe de Francia, el futuro Felipe I”, a quien terminó estrellándole la cabeza con el tablero.

El ajedrez y el matrimonio

En segundo lugar, se dice que el ajedrez contribuye a la felicidad doméstica. Frey ilustra el caso con una permanente anécdota de club: “Una noche llega uno de sus miembros, un poco serio, y comenta: ‘Mi esposa me ha puesto un ultimátum. O ella o el ajedrez… y, pues, aquí estoy.”
Y se tiende:
El Conde Ferrand de Flandes perdió la batalla de Bouvines en 1214 contra el rey Felipe Augusto. Éste se encerró en los calabozos del Louvre. Su esposa, la condesa Juana, dejó que se pudriera allí durante once años, todo por una disputa sobre una partida de ajedrez.
En el Club Capablanca todavía se comenta una trágica noche de ajedrez. El marido de una mujer solía presentarse a jugar sin falta todas las noches; los fines de semana se inscribía en los torneos. Un sábado, su esposa irrumpió en el club durante el torneo, se plantó frente a la mesa de su marido y de un solo golpe la vació. Luego arrojó la mesa al suelo, y salió rabiosa. En el silencio que siguió, el pobre hombre observó mudo los escombros, miró al oponente, se levantó y salió.
Nunca se le volvió a ver.

Ajedrez y deportivismo

Se insiste en que el ajedrez contribuye al auténtico deportivismo.
En el siglo XVI, Ruy López recomendaba sentar al rival frente a la ventana para que gozara mejor del paisaje y para que, de paso, la luz del sol le diera en la cara.
Cuando un hombre pierde una partida sonríe dulcemente y exclama: “¡Bien jugado, amigo mío!”. Esto lo convierte en uno de los más descarados, hipócritas mentirosos del mundo, porque no existe un ajedrecista derrotado cuyos ojos no refulgen de rabia.
Los perdedores de ajedrez odian a sus rivales.
Niemzovich gritaba: “¿Por qué he de perder con este imbécil?”, al tiempo que estrellaba una pieza contra la pared, al otro extremo de la sala.
Alekhine acostumbraba suspender las partidas de ping-pong cuando su oponente se acercaba a los veinte puntos.

Ajedrez y estrategia militar

En cuarto lugar, se asegura que el ajedrez enseña estrategia militar.
Napoleón movía las piezas del ajedrez. No es seguro que jugara bien, pero movía las piezas.
Carlos XII de Suecia era un genio militar, pero como rey, le gustaba mover dicha pieza, con pésimos resultados…
Clausewitz, el autor del más grande libro sobre el arte de la guerra, perdió siete partidas consecutivas contra un niño de once años.

Las eternas excusas

En quinto lugar, “el ajedrez pule el arte de inventar excusas”.
Nunca jamás en la historia del ajedrez ha existido un perdedor que no haya presentado una excusa, antes o después de la partida. La cabeza duele. La mujer está enferma. La bolsa de valores está en baja. No durmió la noche anterior. El cuarto es demasiado caliente. Es demasiado frío. La iluminación no sirve. Se le olvidaron los lentes.
El gran maestro inglés Blackburne lo resumió una vez diciendo que nunca había vencido a un hombre sano.
El gran Niemzovich se quejó del puro que su contrario tenía en la boca. “Vamos, señor Niemzovich”, dijo el director del torneo, “si ni siquiera lo ha prendido”. “No, pero amenaza con hacerlo”, escupió Niemzovich.
Janowsky se quejaba siempre. Cuando fue invitado a un torneo en Nueva York, los organizadores, que conocían esta particularidad de Janowsky, trabajaron con ahínco en busca de la perfección. Después de observarlo todo, Janoswsky gimió: “Ustedes me han privado intencionadamente de todas mis excusas. ¿Cómo voy ahora a poder concentrarme en el juego?”

Un ajedrecista “no es arrogante”

En sexto lugar, el ajedrez enseña a no ser arrogante.
Capablanca, entonces campeón del mundo, dijo: “Soy el más grande jugador de ajedrez vivo” (poco después, perdió).
Nardorf dijo en 1947: “Seré campeón del mundo” (y todavía no lo es).
Janowsky, jugando contra Reshevky, de trece años, comentó a la prensa: “Este niño entiende lo mismo de ajedrez que yo de canicas” (y perdió la partida).

Un caso de compasión

Finalmente, aquello de que el ajedrez nos enseña a tener compasión.
Había un jugador que se llamaba Loschensky, que no admitía que su rival se rindiera antes del mate. Loschensky estaba dispuesto a todo con tal de que su contrario siguiera el juego hasta el inevitable fin. Adularía, suplicaría, amenazaría; rehusaría dejarlo abandonar; hasta haría malas jugadas; y no dejaría de hablar para mantener ocupado su espíritu decaído.
Su víctima predilecta era un hombre melancólico, triste, llamado Palitzsch. Era el perdedor ideal: no sólo perdía como regla general, sino (que) emitía una serie de gemidos que aumentaban a medida que se acercaba el final.
Una tarde en particular sus gemidos eran notablemente agudos, porque sufría dolores muy fuertes de apendicitis.
“¿Enfermo? No estás enfermo”, gruñó Loschensky. “Es tu posición la que está mal. ¡Mueve!!
“¡Mi posición está completamente perdida!”, gimió Palitzsch.
“No, no está perdida”, dijo Loschensky dulcemente, “mueve, chapo”.
“Estoy enfermo”, murmuró Palitzsch, apretando el estómago, “muy enfermo. Me rindo.”
“¡Enfermo!”, gritó Lonschensky. ¡¡Puedes ganar! ¡Mira!” y efectuó una mala jugada.
Palitzsch se reanimó, luego de pronto se puso verde, y se agarró del costado.
“Estoy enfermo”, dijo, “realmente enfermo”.
“No lo estás, mueve, tonto.”
Sudando, apretando los dientes, Palitzsch hizo una movida.
“Casi estoy muerto.”
“No”, graznó Loschensky, “puedes ganar. ¡Mueve!”
Palitzsch movió, enfermo de nuevo.
“Estoy perdido. Me rindo.”
“Mueve. Una jugada más. ¡Mueve!”
Palitzsch ejecutó la jugada final, y se bamboleó en la silla.
“¡Jaque mate!”, aulló Loschensky. “¡Estás muerto!”, sentenció, feliz, y entonces volvió los ojos al derrotado rival:
“Dios mío, hombre!… Estás enfermo –dijo–. Ven, te llevaré a un hospital”.

Sumando enseñanzas

Frey apunta que estas siete enseñanzas están inspiradas en una conferencia de Rosser Reeves –entonces presidente del Instituto Norteamericano de Ajedrez–, que en 1970 fue publicada en Chess Life y Review. Como a él lo inspiraron para contar una anécdota personal –que añadió al texto de Reeves–, consideramos que cualquier aficionado es libre de añadir sus ironías ajedrecísticas a las que acabamos de leer.
El que esto escribe, por ejemplo, en cierta ocasión pasó 19 horas jugando ajedrez con Abel Espinoza, periodista acapulqueño que escribía en Impacto, una muy leída revista de derecha, en el restorán del hotel Muñiz. A cincuenta pesos la partida. Después de diecinueve horas a base de café y cigarros, se me olvidó que era un periodista de los de la época de oro del chayote y acepté devolverle los billetes que le había ganado y que me pagara con un cheque, que resultó de hule vil y rebotante. A los años encontré a Abelito jugando ajedrez en el centro de Acapulco y le recordé que teníamos una deuda pendiente. Titubeó como no solía hacerlo y cuando se repuso muy cortés y respetuosamente me dijo: “Discúlpeme, señor Gómez, pero que yo me acuerde esa deuda la contraje con su hermano Luis”, que –aquí entre nos– había fallecido muchos años antes de que el ingrato me diera un cheque de hule en el Muñiz.
Valga la anécdota anterior para sacar una octava enseñanza, aunque para mí fue una de las primeras. A su lado pongo otra, juvenil, personalísima. Si algo entresacan los lectores de ella, propongo que la consideremos la

Novena enseñanza

Hace varias chorrocenas de años tuve una novia. Cuando nos enteramos que los dos jugábamos ajedrez, nos echamos una partida. Una sola partida que, desde luego, me ganó. Mucho sacaba ella a plática a un amigo que tenía, con el que empezó a jugar y que –decía– era buenísimo. Una tarde, sin conocerlo ni mucho menos haberlo visto jugar ubiqué a su amigo entre los peluqueros que se entretienen moviendo las piezas sobre un tablero irregular y en perspectiva en lo que llegan los clientes, casi casi como si por mi cuenta le estuviera dando un nivel.
Seguro que dije nivel. Palabra ruda entre ajedrecistas. Se puso roja roja y me lo espetó:
–¡Pero si yo te gané a ti, José!
No dije cámara, creí que era obvio que me dejé ganar; la sorpresa me había dejado mudo. La primera vez fui cortés por gusto, la segunda por disgusto. Como los enamorados de Adolfo Becker, callé, callé, callé. Para mi desgracia cruel, jamás volvimos a jugar.

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