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Silvestre Pacheco León

La primera experiencia electoral del PRD

Fue en el estado de Guerrero donde el PRD estrenó su registro electoral nacional para competir por los gobiernos municipales y por su representación en el congreso local.
Como se recordará, el 5 de mayo quedó registrada como la fecha oficial en el cambio de nombre del PMS en PRD, apenas unos meses antes de las elecciones municipales y de diputados.
Las elecciones en aquel año fueron el domingo 3 de diciembre. La jornada electoral fue pacífica con el convencimiento en la oposición de que los guerrerenses nos cobraríamos la afrenta del fraude electoral del gobierno priísta para imponer a Carlos Salinas de Gortari en la presidencia de la república en 1988.
En general el PRD estaba preparado para las elecciones con suficientes representantes de casilla y fogueados cuadros en los órganos electorales. Los candidatos a los ayuntamientos y al congreso local eran en su mayoría líderes populares atractivos para provocar el entusiasmo del electorado.
Desde la gubernatura del estado, José Francisco Ruiz Massieu se convirtió de entusiasta promotor de una nueva clase política, moderna y democrática en la reedición del gobernante autoritario, intransigente y represor, capaz de negociar los votos de los ciudadanos para su conveniencia.
La lucha postelectoral que encabezó el PRD por el respeto al voto popular fue larga y cruenta. En ella menudearon acciones de la oposición que significaron un aprendizaje político intensivo para los guerrerenses.
Además del tema electoral propiamente dicho, los ciudadanos se familiarizaron con términos como el de consejos municipales como figuras legales a las que el gobierno estatal recurrió para superar la paralización de los ayuntamientos que quiso imponer.
Los consejos municipales y gobiernos paralelos fueron la vía alterna para que el gobierno autoritario pudiera reconocer el avance incontenible de la oposición de izquierda.
Las coaliciones entre organizaciones de base para presionar en la negociación con el gobierno fueron también socorridas en éste curso intensivo para acceder a la democracia.
La lucha electoral y postelectoral de 1989-1990 permitió una formación intensiva de los ciudadanos que desacralizó el poder municipal y estatal, poniéndolo desde entonces a la altura de los ciudadanos comunes y corrientes.
Los ciudadanos perdieron el miedo al poder y por primera vez dialogaron públicamente imponiendo su lenguaje llano, sin retórica.
De ese hecho decía mi amigo Pablito de Arroyo Seco, en el municipio de La Unión, que valoraba la lucha perredista porque a muchos guerrerenses les había quitado el miedo para hablar. “Ahora hablamos de todo y por todo discutimos”, decía con su risa festiva.
Ya he dicho que el triunfo electoral del PRD en la Costa Grande fue incuestionable en los municipios de Tecpan, Petatlán, Coahuayutla y La Unión, pero que el gobierno jamás quiso aceptar su derrota en La Unión y tampoco en Atoyac donde el profesor Roque, a falta de actas de escrutinio y cómputo que reforzaran su triunfo, fue capaz de convencer con su sólo discurso, salpicado de citas de José Martí.
Era ya 1990 y en los municipios se vivía la efervescencia por la defensa de los votos. Un contingente de atoyaquenses llegó hasta Petatlán con destino al aeropuerto para unirse a la marcha que irresponsablemente convocaron Félix Salgado y Pedro Pablo Uríostegui.
Como los petatlecos eran los hermanos mayores en experiencia acumulada durante el medio año que duró el plantón que los llevó al poder municipal, se tomaron en serio su papel para auxiliar a los atoyaquenses que habían sido cercados y reducidos por los policías antimotines cerca del poblado de Los Almendros, a unos cuantos kilómetros del entronque al aeropuerto internacional de Ixtapa. Rompieron el cerco pero nunca se juntaron con los compañeros que venían de La Unión y Tierra Caliente, detenidos justo a la entrada de Zihuatanejo.
Al entronque llegó también un grupo de perredistas procedente de Zihuatanejo. Venían en la camioneta de redilas del finado Santiago Axinecuilteco. Encabezaba el contingente el profesor Salvador Castro Bracamontes acompañado de José Martínez y de Tere de Jesús. Valientemente se enfrentaron a los antimotines, pero la respuesta fue más violenta. Los policías dispararon a matar contra mis compañeros desarmados. El campesino Florentino del contingente de Petatlán no alcanzó a subir a la camioneta. Quedó tirado en la cuneta, muerto de un disparo en la espalda.
Mis compañeros de Zihuatanejo sólo pararon cuando llegaron a San Miguelito, al pie de la sierra, con la idea de que la guerra había iniciado.
No pude quedarme en mi oficina de la secretaría del Ayuntamiento en Petatlán y salí rumbo a Zihuatanejo donde los antimotines habían detenido los camiones en que se transportaban contingentes perredistas de la Tierra Caliente.
Quise en esa tarde evitar la despiadada golpiza que recibieron a manos de los antimotines los contingentes de calentanos que habían abordado los camiones en que llegaron para emprender la retirada negociada.
A la altura de la colonia El Limón, a un costado de lo que ahora es el Instituto Tecnológico de la Costa Grande pasé el primero y luego el segundo retén de policías antimotines, caminando en medio de la carretera nacional hasta llegar a los autobuses detenidos para cerciorarme de la situación de los compañeros y para infundirles ánimo. Yo sabía que mis compañeros de Zihuatanejo habían formado una brigada de apoyo llevando agua y comida a los detenidos en el bloqueo de la carretera nacional a través del viejo camino a La Unión, por el cerro de las Antenas.
Ya de regreso, todavía con los nervios de punta, caminando entre los policías que me franqueaban el paso sin saber quién era yo, que caminaba confiado en el supuesto fuero de candidato a diputado que ostentaba, cuando a la altura del entronque del Infonavit El Hujal inició la agresión.
Había llegado hasta el inicio del bloqueo un camión de la policía que transportaba al procurador Rubén Robles Catalán protegido por un escudo humano de guaruras fuertemente armados. Lo distinguí por su obesa figura y también porque en ése momento daba la orden de atacar a los manifestantes que se encontraban indefensos subidos en los autobuses.
Robles Catalán se sorprendió cuando frente a él lo increpé exigiéndole respeto a mis compañeros, advirtiéndole que se retiraban pacíficamente. Se pasmó por un momento, quizá interrogándose sobre quién era yo que le hablaba de tal modo, pero luego se impuso en él su violento espíritu de policía, ordenando a sus guaruras mi detención, y habría sido yo uno más de los detenidos y desaparecidos entonces si no hubiera obrado mi instinto de autodefensa y también el apoyo de las valientes mujeres de la familia Lagunas y Cabrera, vecinas de la colonia El Limón y compañeras de partido que salieron en mi defensa. Todo sucedió al tiempo que el funcionario ruizmassieuista corría para ponerse al frente del ataque contra los indefensos perredistas.
Ya conté que la golpiza de los calentanos no pudieron verla ni Félix Salgado ni sus colaboradores cercanos porque ellos fueron los primeros en huir mientras sus paisanos eran bajados de los autobuses enceguecidos por el gas lacrimógeno con el que antes los habían atacado.
Uno a uno recibían de macanazos desde la puerta del autobús hasta pasar por el último policía de la fila. Ya era noche y en el despoblado muchos se perdieron tratando de huir de la policía en las laderas del cerro.
Mientras tanto las compañeras de El Limón me escondieron y curaron. Esa noche no dormí en mi casa. Heriberto Gaxiola y Sandra me escondieron en la colonia La Noria. Después mis compañeros del sindicato de mineros de Lázaro Cárdenas con el apoyo de Saúl Escobar de la dirección nacional del PRD me consiguieron un viaje a Venezuela.
En San Antonio de los Altos cuando estaba de moda el baile brasileño de la lambada tomé un respiro y regresé hasta que mis compañeros supusieron que ya no era blanco de la represión.

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