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Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

¿Fuma Kent?

Aún en contra de la voluntad de su padre, el joven cumplió su capricho de irse a conocer la ciudad. Durante el viaje se convenció de que al final su padre reconocería la ventaja de tener un hijo que conociera los modos y la costumbre de la gente que vive en la capital.
Caminó largas horas desde su natal Nueva Cuadrilla, en el municipio de Coahuayutla, hasta Las Lagunas, el poblado  que se localiza al lado de la carretera 200 en la planicie costera del municipio de La Unión.
El jóven estaba obsesionado por conocer la ciudad y no borraba de su memoria la primera vez que pasó por el pueblo de La Unión para ir a la cabecera municipal de Nueva Cuadrilla gestionando su acta de nacimiento que sólo pudo conseguir en el registro civil de Cuahuayutla.
Como en ese trayecto caminó parte de la carretera federal que a principios de los setentas apenas se estaba estrenando, le sorprendió la velocidad de los vehículos que pasaban zumbándole los oídos de lo rápido que iban, y el olor de la gasolina quemada combinada con el asfalto de la carretera. Todos esos olores tan distintos a los que respiraba en el pueblo lo atraparon porque le parecían de otro mundo.
Su padre, un viejo agricultor y ganadero de la clase acomodada que vivía a gusto en la tranquilidad pueblerina pronto se resignó a la ausencia del hijo confiado que más temprano que tarde regresaría arrepentido de la capital extrañando las comidas de su casa y los olores del campo.
Pasó un año cuando el joven regresó justo para el festejo del cumpleaños de su padre.
Cuentan que en La Nueva ( así se conoce popularmente al pueblo de Nueva Cuadrilla) hubo fiesta grande, con música de cuerda y el baile en la tradicional artesa.
El papá, atento al comportamiento del hijo, esperaba encontrarle algo negativo de su experiencia en la ciudad para exhibirlo ante sus familiares como argumento para que se quedara en su casa del pueblo.
En cambio el hijo encontró en la fiesta del pueblo el mejor ambiente para mostrar sus adelantados conocimientos de las costumbres en la ciudad, pues además del pelo largo y los pantalones acampanados, llevaba la costumbre de fumar los cigarros de moda. Nada de los tradicionales Alas Azules, Tigres, Faros o Delicados, que eran las marcas más socorridas en las tiendas del pueblo. Él traía las cajetillas de cigarros Kent, mentolados, los de la caja rígida, verde y suave.
Cuando su papá le pidió que ofreciera cigarros a los invitados como normalmente se hace en las fiestas de los pueblos, el joven dejó de lado el plato donde estaban vaciados los cigarros y muy diligente ofreció los suyos.
–¿Fuma Kent? ¿Fuma Kent? repetía frente a cada invitado extendiendo la mano con la cajetilla de sus cigarros.
El padre que estaba atento a los ofrecimientos del hijo lo escuchó desconcertado comentando en corto con sus familiares el error del jóven al ofrecer los cigarros.
¡A que mi hijo tan pendejo, ya hasta se le olvidó cómo se habla!
Y para resaltar el error del jóven casi gritó para corregirlo:
¡Hijo, no se dice fuma quen, se dice Quen fuma!

Vámonos haciendo pendejos, a ver si nos dan una propina

Eran sus primeras incursiones en la carretera federal manejando su bicicleta. En la parrilla llevaba a un compañero de Palos Blancos. Iban a Petatlán a la feria de Semana Santa.
Sus amigos en el pueblo le habían advertido sobre las técnicas de manejar bicicleta en la carretera sin el riesgo de sufrir un empellón.
“Tienes que fijarte de no rebasar nunca la raya blanca de tu izquierda que marca la orilla de la carretera, ni te debe dar la temblorina cuando el carro de atrás de pite, porque eres hombre muerto”.
Julián  era hombre arriesgado pero quizá no tanto como su amigo Manuel que se atrevió a viajar en la parrilla de la bicicleta esa primera vez en la que pretendían ir juntos hasta Petatlán.
Iban los dos amigos bajando la cuesta de Miyagua “hechos la mocha” cuando todo se juntó: un burro que apenas salvaba la carretera atravesándose a la bicicleta, un camión que venía de frente y una camioneta pick up por la retaguardia que no los rebasaba pero los acosaba.
Total que a Julián le ganaron los nervios y en un momento rebasó la linea blanca de su izquierda para dar luego intempestivamente al manubrio la dirección de la derecha, acabando sin remedio fuera de la carretera, patas pa’rriba a unos metros de la bicicleta, junto con su amigo Manuel, ambos golpeados por la camioneta que los embistió sin miramiento.
Cuando los dos amigos se dieron cuenta de que estaban vivos, dieron rienda suelta a la risa tirados entre la yerba.
Apenas estaban por levantarse cuando Julián se percató que la camioneta responsable del accidente se había parado metros adelante y parecía que venía de reversa hasta donde se encontraban todavía tirados.
–Vámonos haciendo pendejos, como si los golpes nos hubieran dolido y no pudiéramos levantarnos, quien quita y nos dan alguna propina por el golpe y con eso “la hacemos” en la feria– le dijo al amigo.
Con la idea de la propina los muchachos se esperaron tirados en el suelo a que llegaran los tripulantes de la camioneta.
Lo que ninguno de los amigos vio fue la clase de camioneta que se trataba, porque no era una camioneta cualquiera, sino una de la policía judicial del estado. Pero eso lo supieron después porque en ese momento nada más se concentraron en lo que iba a suceder.
Cuando la camioneta estuvo junto a ellos se bajaron dos tipos que calzaban botas picudas y cinturones  de pita, quienes viéndolos que estaban vivos, arremetieron a patadas y cinturonazos contra los jóvenes accidentados.
–¡Tomen chamacos pendejos, para ver si aprenden a manejar en carretera su pinche bicicleta!
Cuando Julián platica el suceso se muere de la risa narrando la manera como recibieron las patadas y los cintarazos en vez de la propina que esperaban.
El coraje le llega después cuando alguien le pregunta por la bicicleta.
–¡Se la llevaron los pinches judiciales!
–Nos tuvimos que regresar caminando hasta el pueblo.
–Ni llegamos a la feria.

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