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Jesús Mendoza Zaragoza

El dolor, la cruz y la paz

Los días pasados nos dieron la gran oportunidad de colocarnos frente al mundo de dolor que hay en el mundo. Los vía crucis que convocaron a multitudes por todas partes en el mundo católico eran, precisamente, búsquedas del sentido del dolor que abunda en el mundo. Al celebrar la Pasión y la Muerte de Jesús el nazareno, se afronta el abismo infinito de tanto dolor que habita el mundo, dolor tan universal y tan devastador, tan lleno de preguntas y tan vacío de respuestas, tan repugnante pero tan cotidiano, tan escandaloso y tan lleno de oportunidades. Siendo el dolor una de las realidades más cotidianas, nos resistimos a familiarizarnos con él y a asumirlo de manera frontal. Hay miedo al dolor y miedo a la muerte y se nos hace tan desagradable siquiera pensar en esas situaciones, tanto que se han inventado mil formas de evasión y de estéril defensa. Referirse al dolor o al sufrimiento es tocar el terreno de la impotencia ante lo que es inexorable y necesita ser aceptado como condición para poder superarlo.
En México ha abundado siempre el dolor generado por la pobreza extrema de muchos hermanos nuestros que viven en una prolongada resistencia. La pobreza, como un verdadero desastre social compuesto de carencias materiales, culturales y morales, ha dejado una estela de humillación y degradación con resonancias de sufrimientos profundos y ancestrales. A este dolor histórico hoy se añade el dolor causado por la avalancha criminal en todas partes. Las prácticas violentas, vacías de humanidad van dañando el alma colectiva de nuestros pueblos y están produciendo sufrimientos insoportables.
El problema que plantean quienes sufren tiene que ver con la irracionalidad del dolor. Abundan las interrogantes sobre el porqué del sufrimiento, considerado como un intruso que se ha metido de manera tramposa a nuestra vida sin nuestro permiso y sin nuestro control. Como consecuencia, la respuesta es el intento de echarlo fuera de nuestra vida, intento que suele fracasar causando más sufrimiento. El miedo a sufrir se convierte en un sufrimiento más que pesa sobre las personas. Y puede tener consecuencias trágicas. Con todo, persiste una actitud visceral o emocional ante el sufrimiento y se suprimen las preguntas lúcidas que busquen entenderlo para canalizarlo dándole su lugar positivo en la vida.
Hay que pensar en las personas que se han amparado en el mundo criminal, en sicarios, secuestradores, extorsionadores, tratantes de personas y narcotraficantes que, hoy por hoy, se han convertido en los grandes productores de dolor. Detrás de cada criminal ha habido mucho dolor no asumido y mal procesado que les programa para producirlo con creces en los demás. Son gente que no ha sabido qué hacer con su dolor y vive propagándolo por donde pasa. El mundo criminal es un síntoma de una sociedad que no ha podido manejar el sufrimiento de manera productiva y que se ha dejado manejar por el dolor por los caminos de la irracionalidad y de la crueldad.
Este es un resultado del manejo superficial del dolor, que necesita ser atendido de manera seria y responsable, sin subterfugios ni fobias, sin prejuicios ni evasiones. De hecho, una de las señales de madurez humana está en el comportamiento responsable ante el dolor. La ciencia, especialmente la medicina, la psicología y la psiquiatría han buscado respuestas y, ciertamente, las ofrecen. Buscan desesperadamente ofrecer paliativos, alivios y curaciones. Pero suelen dejar insatisfacción.
Las filosofías y las religiones buscan otro tanto, con diversos resultados. El cristianismo tiene una propuesta para entender el sufrimiento y para asumirlo, puesto que es parte de la condición humana y, por lo mismo, ineludible. Uno de los hechos más dolorosos que las narraciones de la Pasión de Jesús nos transmiten es la traición de Judas, que Jesús asume con entereza no sin antes expresarse de una manera muy clara ante la figura del traidor: “¡Ay de aquél por quien el Hijo del Hombre va a ser entregado! Mas le valiera a ese hombre no haber nacido”. La provocación del dolor no tiene sentido y no tiene futuro alguno. El sentido de la vida humana le viene del amor y la carencia de este provoca dolor a todos. En este caso, Judas vivía un gran dolor que no pudo asumir y se puso en condiciones de provocar más dolor. Este es el sin sentido.
Jesús proponía una manera peculiar de manejar el dolor. Por eso puso en el corazón de su mensaje el perdón y la reconciliación. Dolorosos son los rompimientos humanos, tanto el rompimiento consigo mismo, con el prójimo, con Dios, con la naturaleza. Y las consecuencias de estos rompimientos provocan más dolor. El ser humano sufre, la Tierra sufre, la sociedad sufre. Pero todo ese sufrimiento tiene curación mediante el perdón que reconcilia. Evidentemente, el perdón cristiano no excluye la justicia ni el castigo al criminal. El castigo tiene que ser visto como una propuesta amorosa de rehabilitación y de reconstrucción de la persona que ha delinquido. Pero lo importante no es castigar al criminal sino recuperarlo como ser humano.
La cruz cristiana tiene ese original sentido del sufrimiento que se asume con una dinámica transformadora, porque el sufrimiento es un síntoma de los rompimientos internos que hay que afrontar. Y se suele afrontar de diversas maneras. El sufrimiento derrumba o fortalece, es una especie de prueba de calidad. Prueba la calidad del ser humano, su nivel de desarrollo humano y espiritual. El subdesarrollo humano puede encorralar a las personas en una situación permanente de victimización, mediante el enclaustramiento, el alto nivel de miedo, de rabia y de impotencia. Como consecuencia, viene la frustración como expresión de una violencia acumulada que tarde o temprano explota.
Jesús de Nazareth tomó una opción muy clara y definitiva. Asume el sufrimiento con todas las energías del amor, tomando distancia de cualquier forma de masoquismo. La cruz, abrazada de manera consciente y libre es un signo de que el sufrimiento puede tener una orientación constructiva y redentora. El sufrimiento puede purificar y fortalecer, puede consolidar y rehabilitar, puede reconciliar y orientar hacia la unidad. El sufrimiento viene a ser un recurso espiritual de un grande valor que puede dar lugar a la transformación de la conciencia en fuente de vida y de esperanza y puede desencadenar procesos liberadores.
Las palabras de Jesús referidas a sus victimarios lo muestran cuando dice a Dios: “Padre, perdónales pues no saben lo que hacen”. El sigue creyendo en sus victimarios y quiere recuperarlos porque le importan, y sabe que su calidad de victimarios esconde un gran dolor que les impide conocer la realidad, pues solo cuentan con una percepción distorsionada de sí mismos y de los demás. Esto es lo que sucede con los criminales que hacen tanto daño. Su dolor les impide mirar a los demás como hermanos, por lo que necesitan ser recuperados para superar la grave descomposición social que tenemos. Los sistemas penitenciarios que tenemos no sirven para esto. Este es un gran escollo social que hay que tratar con responsabilidad.
Jesús nos ofrece una alternativa capaz de abrir los senderos de la paz. La alternativa del perdón como camino hacia la reconciliación. Este perdón tiene una vertiente social y política que necesitamos valorar y tiene grandes potencialidades para curar a la sociedad enferma de miedo y rabia y de curar a los criminales que le hacen tanto daño. Claro que el perdón no se improvisa, se tiene que aprender y cultivar de manera amplia y permanente. Sin procesos de perdón y de reconciliación, la paz siempre es frágil e inestable.
Los enfrentamientos sociales y políticos tienen que pasar por procesos de resolución de conflictos para generar acuerdos y vías de convivencia. Pero éstos son insuficientes. Sin procesos de reconciliación no hay futuro garantizado. Por ello, la construcción de la paz necesita transitar por una vía espiritual y moral al lado de las vías políticas y sociales, estrictamente necesarias.
La figura de Jesús de Nazareth, que atrae a cristianos y no cristianos, puede ser factor de inspiración para dar pasos hacia la paz, con la necesaria profundidad y trascendencia. Los cristianos creemos en la resurrección como la superación de los límites humanos que impiden el perdón y la reconciliación. La resurrección de Jesús fue un evento que solo pudo ser percibido por los discípulos, que se dieron cuenta del poder espiritual del amor que no puede quedarse encerrado en una sepultura. Se dieron cuenta de que el ser humano tiene una salida cierta a todas sus dolencias y sufrimientos y que no puede quedarse aprisionado necesariamente en sus estrechos límites. No está condenado a vivir rumiando su dolor, pues puede trascenderlo. Esta es la gran convicción de la fe y es la puerta que abre nuevos horizontes al trabajo por la justicia y a la construcción de la paz.

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