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Silvestre Pacheco León

Para que el agua abunde

La tradición nace de la cultura indígena y está tan acendrada en ella que los misioneros españoles tuvieron que incorporarla a su religión para que la conversión de los conquistados fuera posible.
Así fue mi descubrimiento del rito Para que el agua abunde que cada año se repite en mi pueblo, mezcla de lo indígena y español, tan enraizado en la costumbre que cualquiera se rinde frente al peso de la creencia que lo sostiene.
La primera noticia la tuve de mi madre quien me platicó que doña Chimina era quien encarnaba el Huezquixcli mientras vivió. “La señora encabezaba la fiesta de la pedida del agua, bailando, cantando y gritando durante la visita del pueblo a donde revienta el agua”.
La señora nunca faltó a la cita mientras vivió. Con ella murió esa costumbre del Huezquixcli. Ahora el rito es menos festivo pero igualmente puntual, cada 25 de abril, en el día de San Marcos hay un padrino que perpetua la tradición de pedir el agua, que haya un buen temporal y que con el trabajo campesino la tierra rinda lo que tiene que dar para perpetuar la vida del pueblo.
Con el tronar de cohetes se avisa que la salida del pueblo para pedir la lluvia está próxima. Ya la música inició el jolgorio. El mezcal fluye y el ánimo crece.
Si la pedida de lluvia no es masiva se debe al carácter indígena de su contenido porque la religión católica en su absoluta intolerancia y en su afán de dominio, equiparó el rito indígena a una advocación diabólica.
Muchos católicos que se resisten a participar en ése rito antiquísimo tan rebosante de fe y de creencia lo hacen porque ignoran que ha sido precisamente la iglesia quien se ha encargado de diseminar aquella creencia, como si los dioses indígenas no tuvieran el mismo derecho de ser que el católico.
Los habitantes de Quechultenango que han superado esas limitaciones religiosas manteniendo en su ánimo el peso de las tradiciones caminan ése día desde el centro del pueblo hasta el barrio de Manila. La plazuela de la Santa Cruz sirve de punto de reunión. El sol de la mañana empieza a calentar. Familias completas están listas para abordar los vehículos que se han dispuesto para el viaje.
Los músicos son los más sacrificados porque caminan y tocan durante una hora, hasta que dejan de escucharlos en las últimas casas a la salida del pueblo, por la colonia de San Sebastián, pasando por la ex hacienda de ése mismo nombre cuyo primer propietario dicen que fue don Vicente Jiménez, hombre de origen español, encomendero de los indios en ése valle que cultivaron para producir el dulce de caña.
Donde revienta el agua está a unos cinco kilómetros de Quechultenango donde nace el río bautizado como río Limpio. El pueblo toma de ahí, desde siempre, el agua que bebe y también para los regadíos de los que nace el vergel, sobre todo en los terrenos de lo que fue el casco de la hacienda.
Hace más de medio siglo se introdujo el agua entubada que llega a los domicilios de la cabecera municipal y se construyó una represa que retiene el agua del río Limpio en la mera garganta del cerro para distribuirla por los dos canales de riego que corren paralelos al río y llegan más allá de la cabecera, convirtiendo al valle en un productor permanente de bienes básicos como el maíz, frijol, calabaza, chile, jitomate.
Por lo escabroso del camino a medida que se asciende en el cerro de Las Naranjitas los vehículos se dejan en la parte habilitada como estacionamiento y caminando inician el descenso entre piedras calcáreas por el cañón donde el rumor del agua corre a raudales, a ratos en torrente, salto y cascada.
El manantial principal está en el recodo del camino, sobre la ladera del cerro en esos días plomizo con un bosque sin hojas y el suelo tapizado de ellas.
En esa ladera, frente al manantial del agua que bebemos, cada quien escoge su lugar y se sienta en espera de que la comisión responsable de pedir el agua llegue hasta la boca del manantial y prenda sus veladoras, cuelgue sus flores y organice la misa.
Todos rezan con respeto y escuchan atentos el mensaje del cura quien llegó entre la multitud, se ubicó en el centro y se preparó para oficiar la misa dedicada al pedido misericordioso de que nunca nos falte el líquido vital que nace de la piedra.
Cuando el cura termina conminando a los fieles a cuidar el agua que cada vez falta más, un grupo de personas que estuvieron atentas  a la misa se juntan para bajar al río. Casi en vilo llevan al personaje que encabeza la comitiva con el presente de la comida que alguna comisión preparó como lo indica la tradición: tamales con mole, sin brizna de sal, también algunas veladoras.
Pasan el río y luego suben por escarpada cuesta entre rocas hasta llegar a una cueva donde se observan restos de huesos y fuego.
En esa cueva se inicia el rito indígena. Los campesinos que conservan la tradición se han instalado ya en el lugar e inician el pedimento al Amigo. Le piden que ayude a un buen temporal, que llueva bien, que no haya vientos fuertes y si los hay, que ayude para que no dañen las milpas. Que no haya lluvias torrenciales para que todos los cultivos crezcan sanos y produzcan el alimento que la gente necesita. “Que las familias tengan sus calabacitas, sus elotes, su frijol y que de eso puedan compartir para que la vida sea más llevadera”. Eso piden como en una letanía.
Después los jóvenes y niños, más hábiles para bajar hasta el río aprovechan para bañar en las aguas que podríamos presumir que son vírgenes porque a poco la hemos visto nacer, dulce y cristalina.
Luego todos comen. La mayoría espera el plato de barbacoa con su manojo de tortillas y su agua fresca de Jamaica. Después todos juntos emprenden el regreso y quizá en su conciencia vayan satisfechos del deber cumplido y con la fe renovada de que el ciclo de la vida seguirá sin sobresaltos porque la comida de mañana, trabajo de por medio, está asegurada.

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