Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Las pausas concretas

Habíamos quedado en que entre los cuentos de Hace tanto tiempo que salimos de casa y la novela Las pausas concretas, obras de Roberto Ramírez Bravo, hay numerosas conexiones, tantas que el libro de relatos sugiere una especie de ensayo de la novela. En ambos textos abundan los sueños, el paisaje desolado, la intención simbólica de la anécdota, la esperanzada renovación de un pueblo reprimido. La Soledad del cuento así llamado tiene dones extraordinarios, semejantes a los de la María Soledad de la novela. Las dos se trepan en los árboles, desnudas, para convocar y recibir la gracia.
El narrador de “Soledad” se pierde en “la naturaleza” a modo de purga existencial, como ocurre con Atalo Francisco, el de Las pausas concretas y de El perfume, de Patrick. El “Soldado” del relato es perseguido por el indio que asesinó, al que ve “siempre en cuclillas, siempre como queriendo levantar el vuelo”, y correspondientemente, cuando los militares se van, Atalo Francisco “se lanzó al vacío abriendo los brazos hacia las olas diminutas que se estrellaban abajo contra las piedras, y voló, como si fuera una gaviota”… “Él”, el del cuento, es, de hecho, el novelesco Martín Terrones. Y etcétera.
El medio y las situaciones en que se desarrollan los cuentos y la novela de Roberto nos resultarán conocidos: poblaciones de Guerrero asediadas por el hambre y la injusticia, que en los años 60 y 70, los de la aparición de la guerrilla de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, padecieron la persecución policiaca y los estragos de la militarización regional. Atalo Francisco se quiere morir, pero llega su ahijada María Soledad, quien lo “revive”. Cómo no, si –leemos en la contraportada– “la muchacha tiene el don de inventar historias que se convierten en verdaderas, y su llegada coincide con una serie de acontecimientos extraños: la caída de un ovni en San Marcos, el surgimiento de una extraña niebla en el calor tropical del puerto”, y desde luego la reverberación inmediata del árido paisaje, pues la jovencita posee la gracia de Mauricio Babilonia y a donde llega arriban mariposas y conejitos al por mayor.
María Soledad es hija de Martín Terrones, justiciero mítico, guerrillero –excompañero de Lucio Cabañas– permanentemente perseguido por el Ejército. Fue amigo y compadre de Atalo. Juntos, con Martincito, el hijo de María Soledad, emprenden una huida en la que suceden algunos prodigios y enormes injusticias: en las dos obras que platicamos hay múltiples menciones a los abusos de caciques y soldados y a hechos sangrientos que ya son parte de la historia contemporánea de Guerrero, como las matanzas de Aguas Blancas y El Charco. Casi al final, al autor le da por proporcionar la información real, calendarizada: “Después de la represión de los setenta, masiva y brutal, vinieron las acciones selectivas. En 1984 les tocó vivirla a los universitarios otra vez, en Acapulco, y a los trabajadores de Flecha Roja; y dos años antes a los taxistas instalados en huelga; en 1990 ocurrieron los desalojos en las alcaldías de Ometepec, Cruz Grande y otros seis municipios, tomadas por ciudadanos inconformes por el fraude electoral, y las golpizas a las marchas de inconformes por las elecciones de Acapulco y Zihuatanejo, y las movilizaciones en Teloloapan, en La Montaña, en todas partes con saldo de varios muertos y desaparecidos”.
En esas andamos cuando el lector se lleva una sorpresa: resulta que la novela que estamos leyendo fue escrita por los integrantes de un taller literario, en Acapulco. A ellos corresponden los párrafos dedicados a “tus ojos”, “tu boca” y “tu risa”, que aparecen en cursivas. Son entre siete y diez los talleristas aplicados en escribir la historia de Atalo Francisco y María Soledad: “La idea había nacido como jugando: crear entre todos una novela en la cual cada participante escribiría un capítulo donde se podía cambiar el futuro, pero no el pasado, y no se podría asesinar a los protagonistas. Era la estrategia final para conseguir puestos en el nuevo gobierno”.
En cierto momento, los dos planos narrativos coinciden: “Cuando Atalo y Soledad abandonaron El Pedregoso, hubo tormenta, y los policías militares que seguían sus pasos se despistaron… En el puerto, los escritores todavía buscaban las líneas ocultas de su novela”.
El ovni regresa al cielo sin pena ni gloria, “la gente anda diciendo que los cuentos de María Soledad se volvían realidad”, ella, Martincito y Atalo siguen huyendo, la neblina va y viene con los soldados, y, paralelamente, en el taller, Agripino se altera porque “nadie avanzaba con la historia. El éxito previsto para esa novela, un posible escándalo nacional, era importante para alcanzar un lugar en el próximo gobierno, al cual aspiraban todos o casi todos los miembros del taller literario. Era imperativo ser reconocidos como los mejores, y luego, a luchar por convertirse en funcionarios públicos… y otros años más para vivir sin preocupaciones económicas”.
“Pero algo no estaba saliendo bien. Un grupo contrario amenazaba con colocarse como el más cercano del próximo presidente municipal”.
Agripino lo piensa mucho y propone:
“–¡Ya está! –dijo.
“Luego se sobó su barba de clavo y sonrió:
“–Calumniaremos. Eso es. Nadie se va a librar de nosotros. Enviaremos cartas, construiremos historias, inventaremos, eso lo sabemos hacer, ¿no? La ira de Dios, que es nuestra ira, caerá sobre sus cabezas.
“Gesticulaba. Sus ojos brillaban, enrojecidos, y su barbilla temblaba mientras en la mano derecha el índice parecía lanzar fuego.
“–Llenaremos de mierda sus nombres –dijo.
Alguien se inconforma, los demás no lo pelan mucho, pero Agripino insiste: “A ver, piénsenle, ¿cómo diablos vamos a hacerle para abortar el proyecto de los otros? Eso es lo importante en estos momentos. La literatura, de verdad, nos va a salir mejor con la panza llena. Y si no logramos controlar el sector cultural del gobierno, vamos a seguir igual de jodidos siempre.
Citlalli, la esposa de Agripino, sugiere “terminar la novela. Luego (dijo), a rascarse cada quien con sus uñas”.
Dice el autor que “Esta discusión en realidad duró unos meses, pero terminó poco después cuando entró el nuevo gobierno y Agripino fue nombrado director de cultura y vivió tres años en el presupuesto…”.
Al menos terminaron la novela (según la propia novela), o terminaron participando en ella como un carril que relativiza entretenidamente la seriedad del discurso íntimo, social y prometeico de Ramírez Bravo, a modo de la cinta de Moebius. El rollo narrativo de Roberto es diverso e incluye el guión de radio:
–En esos tiempos (dice el locutor de Radiorama en la Noticia  a Rutilo de San Andrés, uno de los que participaban en el taller literario, cinco años después de la publicación de la novela) ustedes estaban metidos en la política cultural del puerto; querían conseguir cargos en el gobierno.
“RUTILO DE SAN ANDRÉS: Sí, pero la aventura de Atalo Francisco y María Soledad era más excitante”. Añade que sólo Agripino y Citlalli “deseaban de veras esos cargos. A los demás no nos importaban”.
En Las pausas concretas hay varios personajes secundarios y muchos que asoman por ahí: el policía que persigue a María Soledad y termina enamorándose de ella, “el reportero de lo insólito” que rasca en la historia de la guerrilla y en la de Atalo y María Soledad. Es quien levanta la cobija que cubría al niño saurín muerto –destazado– y “ahogó un grito de asombro cuando vio entre la masa encefálica, claramente distinguido, un diamante del tamaño de una nuez, brillante, poderoso”. Hay chaneques, pero también aparecen los nombres de Roberto Zamarripa e Ignacio Ramírez, entonces reporteros de Proceso, y el novelista español José Saramago. ¿Qué vino a hacer Saramago a esta novela? A escribir los cuentos que a lo largo de dos semanas le dictó María Soledad, seguramente antes de que el flamante premio Nobel se robara el cuento de Teófilo Huerta Moreno, titulado Últimas noticias, mismo que (después de premiarlo) le pasó subrepticiamente Sealtiel Alatriste y con el que desvergonzadamente escribió Las intermitencias de la muerte.
En la tercera parte de la novela hay muchas regresiones (los amoríos de Atalo con su primera mujer, los de María Soledad con Andrés Palomino) y recuento de cosas que ya leímos, tal vez innecesarias o fuera de lugar. Casi no nos acordábamos de que la novela está escrita por un grupo de escritores, y para beneplácito del lector, en cierto momento María Soledad le entrega un dibujo “de varias personas en una mesa” a su hijo, éste pregunta qué es eso y ella, sonriendo, “es un cuento, le dijo. Nunca pude escribirlo completo, porque yo sólo los podía decir, pero ésta es la historia de un grupo de escritores que a su vez contaba la historia de nosotros tres, como si ellos la inventaran entre todos. Se me hizo buena idea imaginarme a alguien en la lucha por inventarnos”.
Como ocurre en la mayoría de sus relatos, Ramírez Bravo termina la novela con relativo optimismo. Atalo y María Soledad se le hacen ojo de hormiga a los soldados y consiguen enviar a Martincito a Francia, de donde regresará como guionista cinematográfico. ¿Será que a Martincito le corresponde la estafeta? Diga el lector si no: su abuelo, Martín Terrones, era profesor, “un cuentista y poeta nato”, y resultó ser el “mítico comandante guerrillero Agustín, organizador de los grupos insurgentes de Michoacán y de Guerrero”, y su madre, María Soledad, una especie de operadora mágica de la vocación revolucionaria de su padre, dan las primeras pausas concretas del mito renovador y la lucha social. Pero Martincito “también está hecho con magia y tiene el destino bien marcado aunque no lo sepa todavía… Él tiene, y lo ignora, una esperanza proveniente desde nuestros antepasados y extendida hasta nuestros descendientes más remotos, que está en nuestra sangre, en el suelo profundo…”
María Soledad le entrega a Martincito un cuaderno lleno de sus cuentos, sueños y ensueños, Martincito hojea el cuaderno y advierte que “en algunas partes no escribiste”.
–Es cierto, esos huecos los fui dejando por si tú los quieres llenar –le contesta María Soledad.
Ya tenemos rato sabiendo que desde que los militares se los llevaron, de Atalo Francisco y María Soledad no se volvió a saber nada, pero el mero final es una retrospectiva mágico-sentimental: antes de que María Soledad y Atalo Francisco despidan a Martincito, encuentran un unicornio que se deja acariciar por Martincito, y que cuando corre intempestivamente o simplemente desaparece “sólo los dejó con la sensación de haber tenido un prodigio entre sus manos”. En internet encuentro que el unicornio “es un símbolo de transformación, ya que busca un mundo mejor mediante los poderes purificadores y purgativos de la destrucción. Su propósito es destruir y renovar”. Por eso, el caballito se va, pero María Soledad vaticina que “lo vamos a encontrar otro día”.
Hace tanto tiempo que salimos de casa y Las pausas concretas nos muestran a un autor con muchos y muy interesantes recursos narrativos, que se arriesga a experimentar sin temores y del que con paciencia esperaremos sus próximas obras literarias.

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