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Arturo Solís Heredia

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* Los maestros de VasconcelosLogoArturoSolisHeredia

Vale la pena aprovechar la inesperada e incierta calma que siguió a la tormenta, para reencontrar las ideas y el pensamiento de José Vasconcelos, según Octavio Paz, “el fundador de la educación en México”, a propósito de este Día del Maestro, y pensar en temas educativos a partir de impulsos mucho más nobles y constructivos que los de las últimas semanas.

Nacido en Oaxaca en 1881 y fallecido en la ciudad de México en 1959, Vasconcelos “poseía esa unidad de visión que imprime coherencia a los proyectos dispersos, y que si a veces olvida los detalles también impide perderse en ellos. Su obra –sujeta a numerosas, necesarias y no siempre felices correcciones– no fue la del técnico, sino la del fundador”, escribió Paz en El Laberinto de la Soledad.

“Vasconcelos sabía que toda educación entraña una imagen del mundo y reclama un programa de vida. De ahí sus esfuerzos para fundar la escuela mexicana en algo más concreto que el texto del artículo tercero constitucional, que preveía la enseñanza laica”, escribió el poeta en su obra.

Por eso vale la pena, como decía al principio, aprovechar la calma y la efeméride para reencontrar las ideas y el pensamiento de José Vasconcelos, “el mexicano mayor del siglo XX”, según Paz y varios ilustres de su generación.

Comparto un fragmento del discurso que pronunció Vasconcelos el 14 de mayo de 1921, con motivo del festejo del Día del Maestro, en el que disertó sobre la misión del educador.

“Gobernémonos hasta donde es posible nosotros mismos, pero no haya entre nosotros quien reclame fuero, pues ni somos ni debemos ser casta aparte, sino unidades sociales ligadas íntimamente a la vida del conjunto, y obligadas más que ninguna otra a entender y adivinar las exigencias sociales, las corrientes de renovación, los anhelos de progreso. Soñar y realizar el sueño, eso es lo que debe hacer el maestro, si no quiere perder su influencia, si no quiere quedarse atrás, si no quiere que le ocurra lo que ya tan a menudo ocurre al profesor oficial: que por no estar alerta, por no comprender su verdadera misión, se ve suplantado por la escuela privada de carácter popular, por la escuela obrera, donde enseñan hombres que han aquilatado su doctrina con el contacto inmediato de los problemas de la vida.

“Estoy hablando de maestros, y no hago, no quiero hacer distinciones entre profesores de primeras letras y profesores normalistas y profesores universitarios, en esta época de revisión de valores, en la que es peligroso estar recordando categorías. La Universidad, ya hace tiempo que hizo su examen de conciencia; se sintió un poco inútil, y ha salido por esos campos y por esas calles un poco dudosa de si va a enseñar o de si va a aprender, resuelta, a pesar de todo, a prodigar con ambas manos la poca semilla que hay en sus arcas, deseosa, por lo menos, de mostrarse servicial, si acaso no puede portarse sabia. Y los profesores normalistas, la otra categoría que ha solido aislarse para mirar desde lo alto al maestro elemental, parece convencida también de que no bastan sus propósitos, de que son dudosas todas sus teorías pedagógicas, y de que toda sabia disertación palidece ante el esfuerzo del profesor elemental, del profesor honorario, del profesor de aldea, que junta a unos cuanto pobres, y sin más estímulo que el interior afán de transmitir la luz propia a la conciencia oscura, predica y enseña sin reservarse nada, por corto que sea su saber.

“Iguales somos todos los maestros. Entre nosotros no hay categorías, sino diferencias, y cada aspecto concurre a su propósito, y todo se suma en armonía sublime.

“Mas, sigo hablando de maestros, y os veo a vosotros, y lo que es todavía peor, me veo a mí mismo, y una irresistible y cruda sinceridad me obliga a dibujar una amarga sonrisa y a preguntarme: ¿Maestros de qué? ¿Qué es lo que sabemos nosotros para ser maestros? Uno que otro procedimiento útil, una que otra receta para que la vida del hombre no se confunda con la vida del bruto, pero de las grandes cuestiones fundamentales no sabemos nada; y así como dijo Tolstoi, que el hombre no puede constituirse en juez del hombre no puede ser el maestro del hombre. Sin embargo, es preciso que cada generación transmita su experiencia a la que siga, y que cada hombre ofrezca su ejemplo a los demás; de aquí que afirmamos que es legítimamente maestro el que trata de aprender y se empeña en mejorarse a sí mismo. Maestros son quienes se apresuran a dar sin reserva el buen consejo, el secreto recóndito, cuya conquista acaso ha costado dolor y esfuerzo. Uno que ya pasó por distintas pruebas y no ha perdido la esperanza de escalar los cielos, eso es un maestro. Si somos justos, si somos intransigentes con la maldad y enemigos jurados de la mentira; si a semejanza del Brand de Ibsen, borramos de nuestra conducta la palabra transacción, si no transigimos ni con la verdad a medias ni con la justicia incompleta, no con la fama usurpada, entonces seremos verdaderos y ejemplares maestros.

“Así los necesita la patria y así tiene que darlos la revolución. Esta revolución, que produjo soldados más capaces y más enérgicos que los antiguos soldados que eran sostén del dictador, tiene que llegar a dar maestros mucho más sinceros, mucho más altos que los antiguos maestros que fueron halago y complacencia del déspota. La revolución es hija vuestra. El maestro de escuela, especialmente, se portó mejor que el maestro universitario, porque supo aliarse prontamente con los intereses de la justicia. De la clase vejada de los maestros primarios, salieron soldados y generales de la revolución y diputados y gobernadores y ministros del gobierno nuevo. Y si el campesino puso el vigor de sus brazos al servicio del progreso social, el maestro, en muchos casos, inspiró conciencia y orientó energías.

“Nada tiene, pues, de raro, que hoy que la revolución de verdad ha triunfado, hoy que la justicia y el bien comienzan a abrirse paso, la nación vuelva los ojos a los maestros para pedirles que consoliden la obra a tan dura costa realizada, para pedirles que aseguren su porvenir lisonjero.

“Se necesita ser sordo de alma para no escuchar los clamores que se levantan del seno del pueblo, como si hubiese sonado, después del largo tormento, la hora de su destino. No es el sentir de un solo pueblo, sino el rumor del progreso de una raza entera lo que hoy conmueve las entrañas de nuestra patria. Igual efervescencia renovadora sacuda a toda la familia de habla española en el Continente, y un mismo soplo nos levanta, porque llegó la era que a cada raza es concedida para iluminar la historia con los milagros perpetuos de la potencia humana.

“Cada uno de los hijos de esta raza, que ya sintió en el corazón el llamado celeste que por fin nos convoca a la dicha, espera de vosotros, maestros, la palabra que despierte su pujanza.

“Cada uno de los hijos de México reclama de vosotros un par de dones sublimes: la habilidad para el trabajo que da el sustento, y la luz para el alma que ansía la gloria.”

 

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