Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Jaime Chabaud Magnus

Más cultura menos balas*

Lic. Salomón Majul, presidente municipal de Taxco; Manuel Zepeda Mata, nuevo secretario de Cultura de Guerrero; autoridades federales, estatales y municipales, señores diputados, compañeros teatreros, amigos de Taxco de Alarcón.

Al agradecer hoy aquí la distinción del Premio Nacional de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón 2013, estoy obligado a recordar la figura del maestro Héctor Azar a cuya iniciativa se fundara. Una más de las muchas cosas que Azar dejó al teatro mexicano así como su obstinada idea de que el teatro puede cambiar a la sociedad porque, como él decía, “el teatro bien educa o mal educa, pero educa”. Y a partir de esa sentencia quisiera yo hablar, en este marco, de la pertinencia del teatro en el México bárbaro que vivimos.

La urgencia de considerar al teatro (y las artes, la lectura, y el deporte, etc.) como un elemento valiosísimo para sanar a un país que se multiplica en huérfanos y viudas, en miedo e incertidumbre, no puede instalarse en el imaginario de nuestros políticos si los propios hacedores no logramos que entiendan sus beneficios. Muchas son las experiencias de países que durante conflictos armados o épocas de violencia extrema (y después de éstas), emplearon expresiones artísticas (y al teatro como una de las principales) para ayudar a la reconstrucción de los dañados tejidos sociales, al cierre de dolorosas cicatrices.

Experiencias teatrales que van desde la guerra de los Balcanes o de las masacres en Ruanda hasta la guerra sucia en Colombia la posdictadura en Argentina, hablan de su inmenso valor en la sanación de un pueblo y las víctimas de la barbarie. ¿Cuántos muertos estamos esperando que haya en México todavía, luego del sangriento sexenio de Felipe Calderón, para poner manos a la (s) obra (s)? Jorge Castañeda y Rubén Aguilar en su libro Los saldos del narco hablan de más de 100 mil. Es un número muy superior al de muertos que produjo la rebelión en Libia que derrocó a Muammar Kaddafi. Al final, en Libia, cayó un régimen antidemocrático. Aquí sólo tenemos muertos y ningún cambio de fondo.

Si durante la conquista de la Nueva España, la Iglesia se sirvió del teatro para la evangelización y la intelligentsia criolla lo usó para atraer al pueblo a la causa independentista de 1810, el siglo XX y el México posrevolucionario comprendió su utilidad como vehículo didáctico o propagandístico. ¡Vaya, hasta Luis Echeverría entendió su conveniencia y lo empleó para las brigadas de Orientación Campesina de la Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencia Populares) en los años 70 del siglo pasado!

Antes, en el mismo siglo, las Misiones Culturales del vasconcelismo y el cardenismo de los años 20 y 30, en los 50 el Crefal (Centro Regional para la Educación Fundamental de América Latina) de la UNESCO en Michoacán, había apreciado las capacidades educativas y transformadoras del teatro. Si a éstas sumamos la increíble cualidad sanadora que ha demostrado en las experiencias internacionales citadas, tendríamos que pensar en incorporarlo no sólo dentro de los planes de cultura gubernamentales sino también de seguridad pública. Y a esta consideración no debiera estar ajeno ningún nivel de gobierno, sea este municipal, estatal o federal.

El miércoles 6 de abril de 2011, apenas cinco días después de que usted, señor gobernador, asumiera el cargo heredando la violencia, fue torturado y decapitado en el puerto de Acapulco el actor, director de escena y maestro en Sicología de la Universidad Autónoma de Guerrero, Roberto Abarca. Tenía 42 años y una familia a la que dejó en orfandad por una guerra que no era la suya. El cobarde homicidio fue producto de un secuestro del que se pagó el rescate sin que se respetara la vida de Roberto porque ya no existen reglas ni códigos ni honor alguno. El botín fue de unos miles de pesos, un muerto y una familia destrozada. La esposa de Roberto y su pequeña hija de 8 años huyeron de Guerrero, desplazadas de su hogar y familia, sin que se les prestara mayor auxilio y sin que la universidad a la que dedicó su vida se haya preocupado de darles las pensiones respectivas de viudez y orfandad. Apenas hace una semana, la casa de estudios liberó las pensiones sin una disculpa por lo menos de dos años en que esta familia quebrada padeció duelo y carencias económicas.

Conocí a Roberto Abarca como actor y director de escena del Centro Cultura Carrizo cuando, a fines de los años 90 del siglo XX, montaron mi obra El ajedrecista. Los Carrizos organizaban, al margen de apoyos institucionales, cursos de capacitación y funciones teatrales en un ‘movimiento artístico que significó un parteaguas en el quehacer teatral acapulqueño’, tal y como consignaban en una carta publicada por el periódico El Sur varios artistas guerrerenses como la actriz Malena Steiner y el novelista Luis Zapata.

Sería buen momento para que los gobiernos busquen resarción a esas otras víctimas que son los deudos de los asesinados sin razón.

Felipe Calderón se fue pensando en un país imaginario que él fabuló para no ver y no oír el dolor inmenso y no sentir la “amarilla rabia” (citando al dramaturgo sinaloense Oscar Liera) que sus políticas anticrimen dejaron a su paso. Y si podemos hablar de Roberto Abarca es porque la comunidad artística de Guerrero se manifestó y quedó plasmado en la prensa. Pero existen muchísimos otros muertos, muertos anónimos o son un respaldo mediático que les regrese la voz y los haga gritar las torturas indecibles que padecieron. Es decir, en México hay muertos de alto, mediano y bajo perfil como si no valieran lo mismo. Y la guerra no ha terminado aunque los medios la minimicen y el gobierno federal trate de borrarla, sin éxito, del imaginario. Es por ello que insisto en la pertinencia del teatro y las artes que son herramientas cruciales para cambiar el rostro de nuestro país.

En México la verdad es sospechosa… O, como añadió Oscar Liera, en México la verdad es siempre sospechosa… Y mi escritura en estos 31 años de trabajo se ha centrado justamente en la premisa alarconiana. No en balde está citada tal cual en mi texto Perder la cabeza y se vuelve leit motiv en buena parte de mis obras: de ¡Qué vida Cristo Rey! (sobre la guerra cristera), Divino pastor Góngora (un cómico perseguido por la Inquisición que morirá por una falsa acusación) o En la boca de fuego (sobre la traición y fusilamiento de Vicente Guerrero en Cuilapa); hasta Rashid 9/11 (sobre lo no dicho del derribo de las Torres Gemelas de Nueva York) o Érase una vez (sobre el primer muerto de Estados Unidos en la Segunda Guerra contra Irak, que fue un mexicano al que obligaron a pelear a cambio de la promesa de la nacionalidad gringa).

Quisiera dedicar este premio a mi esposa y a mis hijos, a mis maestros, a mis compañeros de viaje en este maratón que es sobrevivir en el teatro, a los trabajadores de la cultura, a las víctimas de la violencia en México, y especialmente, a la memoria de Roberto Abarca y su familia.

Y finalmente, deseo terminar citando a uno de mis dramaturgos favoritos, el Premio Nobel de Literatura 2005, Harold Pinter: “La verdad en el arte dramático es siempre esquiva. Uno nunca la encuentra del todo, pero su búsqueda llega a ser compulsiva. Claramente, es la búsqueda lo que motiva el empeño. Tu tarea es la búsqueda. De vez en cuando, te tropiezas con la verdad en la oscuridad, chocando con ella o capturando una imagen fugaz o una forma que parece tener relación con la verdad, muy frecuentemente sin que te hayas dado cuenta de ello. Pero la auténtica verdad es que en el arte dramático no hay tal cosa como una verdad única. Hay muchas. Y cada una de ellas se enfrenta a la otra, se alejan, se reflejan entre sí, se ignoran, se burlan la una de la otra, son ciegas a su mera existencia. A veces, sientes que tienes durante un instante la verdad en la mano para que, a continuación, se te escabulla entre los dedos y se pierda”.

Muchas gracias.

 

* Texto leído al recibir el Premio Nacional de Dramaturgia la noche del sábado 18 de mayo en Taxco en la ceremonia de inauguración de las Jornadas Alarconianas

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