Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Mónaco y San Remo

Dejamos Niza como la última ciudad francesa de la Costa Azul pensando en la conveniencia económica de hospedarnos en San Remo, Italia en vez de Mónaco, aunque tuviéramos que volver sobre nuestros pasos, pues era nuestro deseo conocer el principado a pesar de lo caro que nos lo pintaron.

A las 3 de la tarde llegamos a San Remo (por qué no habría un santo de los remos si hay una santa de las teclas). En el hotel que reservamos en esa ciudad de los festivales de música latina nunca vimos a nadie ni de la administración ni del servicio de limpieza, apenas un huésped. La contratación del hospedaje la hicimos por internet y todo lo manejaban desde la computadora, supongo que como una manera de ahorrar en mano de obra.

Situado a un costado del Museo Cívico Municipal, donde se pueden admirar los caballos de marfil en miniatura y las tortugas amaestradas, el hotelito nos pareció simpático y tranquilo, amplio y reluciente de limpieza.

San Remo es un pueblo como Zihuatanejo pero con mayor actividad turística porque vive de los visitantes. Sus calles y callejones son limpios y los restaurantes atractivos a la vista de los paseantes. Abundan los negocios de flores y plantas. En una de esas tiendas las macetas de moda son las de plantas de chile en miniatura cuyo fruto es de llamativos colores anaranjado, amarillo y blanco. Cada pequeña maceta se ofrece en 10 euros. Plantas similares las he podido ver en el comercio ambulante de Chilpancingo que se ofrecen en 30 pesos. Grande la diferencia, ¿No?

En el centro de San Remo hay un enorme y arbolado centro recreativo con canchas deportivas, baños y albercas, siempre lleno de visitantes. Su pequeña bahía es insignificante y más bien la ocupan las embarcaciones.

La gente es bastante más abierta y espontánea en esta parte de la costa, quizá tenga que ver en su ánimo el café expreso que los italianos toman como capuchino en el desayuno (a un costado de la entrada al hotel muy de mañana se reúnen a tomar su diminuta taza de café los empleados de los negocios vecinos “para empezar bien el día”–dicen– mientras dan cuenta de todo su contenido con apenas tres sorbos).

Cuando compartíamos esa costumbre recordé la experiencia aquella que me platicó Pablo Ambario la vez que fue a Cuba acompañado de un amigo suyo del Coacoyul. Dice que una mañana en La Habana invitó a su amigo a tomar un café y que cuando el mesero les llevó el servicio expreso en las diminutas tazas, el paisano se molestó y encaró al empleado “Oye zanca, si no venimos a jugar a la comidita, a mí tráeme una taza chingona”. Entonces el mesero entre sorprendido y servicial cumplió la orden frente a la mirada complaciente de Pablo. Cuando habían andado apenas unos cuantos pasos fuera del café, dice Pablo que su zanca empezó a sentir los efectos de la bebida y se pasaba ambas manos sobre la cara como tratando de aclarar su mente mientras le decía: ¡Pablo, me siento muy mal, creo que me voy a morir! Pablo que en seguida comprendió el origen del mal dice que empezó a tranquilizarlo y distraerlo mientras continuaban caminando hasta que al zanca le pasó el efecto de la cafeína.

Como estamos ya en Italia nos abocamos a buscar un lugar para comer después de visitar el mercado ambulante donde nos proveímos de frutas secas y semillas.

Al día siguiente viajamos a Mónaco. En la estación deVentimiglia es la frontera. Ahí es el cambio de trenes de Italia y Francia. Uno puede pagar su boleto para cualquier ciudad de esos dos países pero es obligado el transbordo en ése pueblo italiano de edificios viejos y un río famélico a finales del verano.

Como en el último momento hemos conseguido hospedaje relativamente barato  en Mónaco, vamos de vuelta sobre nuestros pasos después de dejar San Remo (siento alejarme de ése pueblo pensando en que podía encontrarme a Michele Scommegna, mejor conocido como Nicola di Bari, el poeta copetudo, de voz ronca y sonora, exitoso en los años setenta quien actuando sus canciones con el genio de un actor consumado ganó dos veces el festival de la canción latina, y lo recuerdo con Los días del arcoiris, Entre violetas  y El corazón es un gitano.

Después pensé, iluso de mí, que en todo caso el cantante estaría allá en Apulia, su pueblo natal, en la provincia de Fuggia, donde comienza el tacón de la bota italiana, ya en la costa del mar Adriático, descansando con sus más de 70 años a cuestas quizá disfrutando a sus nietos.

A las 2 de la tarde estamos en el principado de Mónaco del que se dice que es el segundo país más pequeño del mundo después del Vaticano. Asentado en apenas dos kilómetros cuadrados, que no llega a 40 mil habitantes y donde los monegascos que son los habitantes originarios constituyen una ínfima minoría de apenas el 16 por ciento de la población.

La ciudad, que es también todo el Estado, se construyó en una escarpada, pedregosa y pronunciada cuesta de las montañas que forman el sistema de los Alpes que aquí abrevan en el mar.

Mónaco es una ciudad moderna y luce toda limpia como recién pintada. Tiene un sistema de elevadores públicos y privados que hacen más ligera la vida de quienes de otra manera sufrirían de veras las pronunciadas subidas y bajadas de la empinada ladera en que está.

Nuestra experiencia en ése sentido es valiosa: cuando llegamos a la terminal se nos ocurrió bajar hasta el nivel del mar donde se encuentra una de las salidas de la estación del tren. Seguíamos el plano de la ciudad para llegar a la dirección del hotel, de modo que con nuestras mochilas al hombro caminamos y subimos y caminamos y subimos ésa tarde con el sol a plomo. Cuando habíamos caminado media hora nos dimos cuenta que toda la ciudad estaba tendida en la ladera y que eso no lo decía el plano. La calle hacía una curva pronunciada que nos llevaba precisamente al nivel de la terminal donde antes habíamos llegado.

Hasta entonces nos resistíamos a tomar un taxi y cuando por fin nos decidimos por esa opción resultó que ni con el GPS el taxista encontraba la dirección. El hotel Costa Azul  está precisamente en el boulevard  Príncipe Rainiero, pero curiosamente se encuentra fuera de la ciudad y del país, ya en territorio francés, en la comuna que se llama Cap-dAil perteneciente al departamento de los Alpes Marítimos, del distrito de Niza, a 15 minutos de la estación.

El taxista sorprendido primero por la dirección que no encontraba en el mapa nos llevó solícito cuando cayó en la cuenta de que el hotel se encontraba en territorio francés, a unos cuantos pasos de la frontera.

Todo el esfuerzo, el cansancio, la asoleada y el sudor valieron la pena. El hotel es un conjunto de cabañas construidas en un bosque de pinos y olivos,con fuentes y alberca para el uso de los huéspedes. Renta sus cabañas para fines de semana a un precio bastante menor a como se acostumbra en la ciudad.

La vista desde aquí es de envidiar: Al norte la impresionante montaña pedregosa, y al sur el inmenso mar mediterráneo que derrama humedad en el ambiente.

Lucas, el encargado de la administración, nos dio la orientación que nos faltaba. Para comer seguimos su consejo y caminamos entre el bosque por callejones angostos y solitarios que comunican a espaciosas y elegantes casas de campo.

No nos importó el hecho de que la misma distancia de bajada la teníamos que subir mientras lo hiciéramos satisfechos, pues ni el camino ni el riesgo de perdernos nos arredraba, luego de la experiencia de la tarde. Después tomamos un merecido descanso frente al espejo azul de mar, surcado por los blancos veleros y yates de recreo en la también llamada Costa Azur.

Al otro día estábamos descansados y dispuestos para pasear y conocer Mónaco, pero comenzamos mal, pues siendo sábado aprendimos, después de media hora de espera, que el servicio público de transporte no es igual que entre semana. El autobús no pasó en su horario acostumbrado y decidimos caminar. Ya sin el peso de las mochilas todo era un paseo. En las puertas de la ciudad nos esperaba un elegante autobús del que sus pasajeros habían descendido para admirar la ciudad desde la parada que era también el mirador. Por dos euros que cuesta el boleto abordamos el autobús que nos llevó hasta el castillo fortaleza y lugar de residencia de los Grimaldi, la familia reinante, construido en una especie de ensenada y separado de la ciudad o unido a ella por una recta avenida que cruza el bosque, a la orilla del mar.

Todo el conjunto de edificios donde vive la realeza parece de cuento. Hasta los pequeños trenes de paseos turísticos hacen juego con la fortaleza de piedra color arena. Nosotros, visitante plebeyos y jacobinos no quisimos saber mucho del palacio ni de la realeza, preferimos visitar el famoso museo Oceanográfico de la ciencia y el arte, construido en ése mismo lugar para educar en la cultura del cuidado de los mares y océanos del mundo.

Después, a bordo del pequeño tren turístico visitamos la ciudad que en la competencia de autos convierte sus principales calles y avenidas en pista de carreras para el Grand Premio de Mónaco y el Rally de Montecarlo.

Nuestro destino era el centro de Mónaco. Descendimos en la plaza que algunos llaman Círculo de Oro debido a las caras tiendas que la rodean en las que se exhiben perfumes, joyas y ropa de marcas famosa. El elegante y cuidado jardín forma parte del conjunto arquitectónico, con su estanque de peces multicolores e isletas que lucen erguidas palmeras, y gigantescas matas de plátanos silvestres.

Es septiembre y mientras paseamos tratando de absorber con nuestros ojos este mundo tan ajeno, me detengo en el detalle del reloj que marca las tres de la tarde enmarcado por dos torres del edificio principal. En el frente, la pequeña colina de césped como tapete esmeralda, ofrece a la vista una esfera plateada en la que se refleja el profundo azul del cielo, la fachada del palacio y el jardín con su fuente.

El edificio de la derecha (de estilo rococó, dicen) es el famoso Hotel de París cuyos huéspedes atraen la atención de casi todos.

En la plaza la gente parece estar a la espera de algún acontecimiento importante. Los que pueden ocupan los lugares que ofrece el café París en su terraza, mientras algunos toman helado otros disfrutan la frescura de la fuente y sumergen sus manos en el agua.

Nosotros más prácticos pasamos revista a los autos de lujo estacionados como parte del decorado del lugar. Un Ferrari amarillo con vivos negros me llama la atención; Ana prefiere el compacto Bentley color azul infinito, y Palmira va por el Cádillac Blackbird de impecable blanco, descapotable.

Estamos precisamente frente a la entrada del famoso casino de Montecarlo y como no hacemos mucho caso a quienes nos previenen de que para entrar se requiere vestido formal, pasaporte en regla y un pago por la visita guiada, decidimos que son nuestros 50 euros lo que más importa al casino. De modo que no esperamos más ni nos detenemos en la entrada. Vamos directo al guardarropa para dejar las cosas que nos podrían estorbar en la ruleta.

Seguimos por las salas de juego sin ningún obstáculo. En la ruleta no faltan ya los ludópatas apostando como se ve en las películas. Así recorremos sala tras sala hasta llegar a nuestro nivel de las máquinas traga perras a las que dócilmente entregamos las monedas que de antemano decidimos perder.

Por cierto, ahora que escribo “traga perras” recuerdo que fue leyendo la autobiografía de León Trotsky donde encontré el término de“perras” para referirse a las monedas o dinero suelto.

En ése libro editado en 1973 por la editorial Juan Pablos, Trotsky narra las circunstancias en las que se conoció con Máximo Gorki, el escritor ruso autor de La madre. “Soy un admirador de usted” le dijo Gorki a Trotsky en aquel congreso bolchevique de 1907 realizado en una iglesia de Londres.

Trotsky escribe la impresión que entonces le causó Máximo Gorki quien por su estatura y delgadez sobresalía entre el grupo. “Era un hombre alto y huesudo, con cara ancha, pómulos salientes y sombrero redondo”, lo describía.

Cuenta que cada vez que se acercaba un mendigo solícito para ayudar a cerrar la puerta del taxi que abordaban, Gorki se volvía a su acompañante en tono de súplica “démosle estas perras”.

Después supe que el termino corriente de los europeos para designar a las monedas de baja denominación tiene origen español y que su empleo en el hablar popular fue para referirse a las monedas de cinco y diez centavos allá a finales de 1800. La gente identificaba a la figura del león del reverso de las monedas con el de una perra. De ahí el término “perras”.

468 ad