Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* De Chilpancingo a la Toma de Tixtla*

Fiesta y pozole en Chilpancingo

 

Apaleados y despojados por la gente de Hermenegildo Galeana y Nicolás Bravo en Chichihualco, los soldados del realista Garrote pasaron por Chilpancingo sin detenerse, rumbo a Tixtla. Unos días después –el 24 de mayo de 1811–, flanqueado por Galeana y los Bravo, José María Morelos y Pavón arribó a Chilpancingo sin incidentes.

Sólo entonces tuvieron descanso los soldados insurgentes.

Morelos pasó el día reconociendo calles y alrededores montando uno de los espléndidos caballos de los Bravo, y platicando con los chilpancingueños, que habían empezado a enjaezar con flores y florituras de papel de China ventanas y puertas y a escoger lo mejor de sus hortalizas y “lindos jardines moriscos” para condimentar los guisos y adornar la mesa del espléndido banquete que en unas horas iban a ofrecer a los soldados insurgentes.

En Chichihualco, Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, Iguala y todas las poblaciones campesinas del Centro regional, el pozole es un guiso cotidiano y de fiesta. Todo el estado de Guerrero está sembrado de vestigios arqueológicos, códices prehispánicos, huellas (pre)históricas e infinidad de leyendas populares; aún bajo la férula cristiana, creencias, costumbres y tradiciones afincadas en la cultura del maíz piden a Tlaloc que llueva y escenifican el cuidado de la Madre Tierra, la petición de lluvia y la persecución del Tigre, dañino animal de uña, como ocurre en la popular danza de Los Tlacololeros.

Entre tlacololeros –los que preparan el tlacolol– que atruenan sus chicotes como si con su estrépito pudieran provocar la aparición de truenos y relámpagos en el cielo, ya destaca la participación de El Salvador español o criollo, quien, en la danza, lleva bigote y arma de fuego. En la región –y extendiéndose a la Costa Chica– son numerosas las danzas de tema teológico e intención moralista con que los frailes agustinos complementaron su misión catequizadora. Su vocación civilizatoria y cultural no se detuvo en la urbanización, la construcción de iglesias, la difusión artística y la enseñanza de oficios: procrearon costumbres y tradiciones.

No faltaron el chile de guacha, el mole rojo de pollo y el verde de retazo de cerdo, la barbacoa de chivo, los tacos de carnitas y de chorizo, en el banquete que los chilpancingueños ofrecieron a los insurgentes. Quizá, en plan grande, se discutieron con un fiambre, platillo múltiple –incluye adobo de res, patitas de cerdo en vinagreta, pollo frito y chorizo en colchón de lechuga y se acompaña con pan francés (como quien dice: todo lo que hay en la región)– cuyo prestigio sigue desplazándose por los manteles largos de la gastronomía guerrerense.

Ya comían pozol los antiguos mexicanos; los españoles le añadieron carne, grasa y chicharrón de cerdo, pero su base y origen es el maíz, “regalo de la tierra y la lluvia”, cuyos granitos siguen recibiendo la ritualidad y emoción tlacololera con que se cuida a un niño. En banquete tan especial, no podían faltar las humeantes, orgullosas y necesarias cazuelas de pozole.

Tal vez a los oídos de don José María ya había llegado la autorizada opinión del barón Alejandro de Humboldt –quien pasó por la región en 1803– sobre el salubre y hermoso clima y “la abundancia de los árboles frutales” de Chilpancingo, y por la tarde tuvo ocasión de compartirla con los vecinos alrededor de un té de toronjil con semita.

Además de ostentar el cargo de subdelegado y comandante militar de Tixtla, Joaquín de Guevara era propietario de las haciendas de caña de azúcar de Tepechicotlán, Acahuizotla y San Miguel. A su lado –frente a Cosío y Garrote–, el cura Mayol se refería a Morelos como “el diablo en persona” y lanzaba “los más terribles anatemas sobre los chilpancingueños”, a quienes no bajaba de herejes y rebeldes. Empezó a cuestionar y diabolizar a los Bravo, pero De Guevara lo contuvo y no tuvo empacho en reconocer a los Bravo como gente “honrada a carta cabal”.

El “recibimiento hecho a Morelos indicaba, de todos modos, que el pueblo de Chilpancingo iba a convertirse desde entonces en enemigo del gobierno español”.

Al anochecer, las tropas de Morelos estaban listas para salir rumbo a Tixtla.

 

La (olvidada) toma de Tixtla

 

Nunca ninguna toma militar más mal y brevemente contada que la de Tixtla, afirma Ignacio Manuel Altamirano, indignado porque Carlos María de Bustamante le consagró una hoja, Lucas Alamán una página y Zavala y Mora unas líneas.

Dice el genial cronista que él ha “reconstruido esta narración con nuevos datos escritos, y sobre todo, con el relato verídico de los testigos oculares a quienes tuve la fortuna de alcanzar en mi juventud, en la ciudad de Tixtla de Guerrero, mi tierra natal”.

De la mano de don Ignacio Manuel, nos asomamos al “ameno” valle de Tixtla, rodeado de “montañas por todas partes”, a la derecha una larga planicie de árboles frutales, flores y hortalizas, y al fondo la laguna.

Tixtla fue encomienda del capitán Martín de Yrcio y de su hija María –para entonces nada menos que esposa del virrey Luis de Velasco–. Se atribuye al capitán Martín de Armendáriz la repoblación, el trazo urbano y el patronazgo de San Martín, a cuya devoción dedicaron los frailes agustinos la edificación de la parroquia principal.

Los tixtlecos eran buenos campesinos –recordemos que Tixtla proviene del náhuatl textli, que significa harina o masa de maíz–,  entre ellos había excelentes armeros, pero era de la arriería de la que “sacaban gran provecho, conduciendo los cargamentos de la nao de China desde Acapulco hasta México, en competencia con los arrieros de Chilpancingo y de Chilapa”.

En lo religioso era parte de la Diócesis de Puebla, y, como subdelegación, dependía directamente del rey. Para entonces y “desde siglos anteriores”, Tixtla se había hecho “uno de los centros más populosos y productivos del sur de la Intendencia de México”.

Desde el 24 de mayo –relata Altamirano, en “Morelos en Tixtla” (Obras completas II, 1986)–, Cosío y Guevara distribuyeron “ocho piezas de artillería” en unas “piedras altas” y en El Calvario y parapetaron bocacalles y otros lugares estratégicos para la defensa de la plaza. Ahí estaban Los Lanceros de Veracruz y Los Colorados del regimiento Fijo de México. Con las compañías milicianas de Tixtla, Chilapa, Zumpango y Tlapa y los 400 indígenas enrolados, las fuerzas realistas llegaron a contar mil 500 hombres.

Al amanecer, la silueta de los insurgentes se dibujó en los cerros. Al centro enarbolaban una bandera negra.

Cosío mismo se encargaba de la defensa de las piedras altas y El Calvario. A su izquierda dispuso a Los Colorados y en la retaguardia de éstos a Los Lanceros afamados.

Con Morelos venían Hermenegildo, Juan José, José Antonio y Pablo Galeana, Leonardo, Miguel y Víctor Bravo, y Vicente Guerrero. Con éste y con su padre –don Juan Pedro–, Morelos compartió el oficio de arriero; sabía, además, que eran de los mejores armeros de Tixtla. Luego de que el joven Guerrero le indicó palmo a palmo las condiciones del terreno que iban a pisar, Morelos señaló uno de los montículos pertrechados por los realistas y dijo a Hermenegildo:

–Dentro de una hora debe estar en nuestro poder.

–En cuanto a los “verdes” –añadió señalando la línea de batalla de Cosío–, corren por mi cuenta.

Hermenegildo dividió su regimiento –llamado De Guadalupe– en cuatro columnas de asalto, tres de las cuales encomendó a sus hermanos Juan José y José Antonio y a su sobrino Pablo.

“Luego –relata Altamirano– don Leonardo y don Miguel Bravo fueron a unirse a la caballería de don Víctor, que se había colocado a cierta distancia, haciendo frente a Los Lanceros y a la guerrilla de cuerudos de don Juan Chiquito, que parecía muy belicosa. La caballería insurgente se dividió en dos trozos. Don Víctor y don Miguel Bravo se pusieron a la cabeza del uno, con el objeto de atacar a la caballería realista; don Leonardo Bravo y Nicolás al frente del otro, vinieron al lado de Morelos, quien formó su batalla con él y con su escolta, para atacar de frente a la infantería de los colorados y de los milicianos, a cuya cabeza estaban Cosío y Garrote”.

Morelos envió a un cura a parlamentar con Cosío, y, como éste rechazó entregar pacíficamente la plaza, ordenó el ataque.

“Como viese don Leonardo Bravo que Morelos se disponía a combatir en persona, se acercó a él con solicitud y le pidió que no se expusiera, como un soldado. Para eso estamos aquí nosotros. Usted debe disponer y nosotros ejecutar”.

–Amigo Bravo –respondió con firmeza Morelos–. Hay casos en que toda la táctica consiste en el arrojo y en que la orden del general debe ser el ejemplo. Este es uno de ellos. El enemigo tiene su fortín, su plaza, su artillería y mil seiscientos hombres. Nosotros no somos más que seiscientos, y sin artillería. Sólo el arrojo puede triplicar nuestras fuerzas y hacernos superiores. Lo que vamos a hacer es casi un milagro, pero de él depende nuestra suerte futura. Es preciso, pues, que demos el ejemplo, y al vernos, todos serán mejores.

“Diciendo esto, desenvainó el sable, y gritando:

“–¡Ahora nosotros!, se lanzó a galope al frente de su columna sobre la línea de batalla realista.

“Aquello fue obra de un momento, pero de un momento terrible. Los Bravos y sus valientes chilpancingueños, que combatían por segunda vez…, se lanzaron como leones y siguiendo el ejemplo de Morelos, sobre la infantería de los Colorados y de los milicianos, que fue deshecha en algunos minutos, rindiéndose prisioneros los que no murieron, o refugiándose en el fuerte con Cosío, que se batió desesperadamente, pero que, como los demás, puso su salvación en fuga”. Los más obstinados no pudieron escapar a la cuchilla de los soldados de Víctor y Miguel Bravo.

“Entonces la pequeña columna de Morelos y la don Víctor y don Miguel Bravo se dirigieron al costado derecho del fortín, para apoyar el ataque del Regimiento de Guadalupe, que estos momentos parecía en todo su furor. El fortín, mandado por Garrote y defendido por trescientos hombres y cuatro piezas de grueso calibre, se veía cubierto por una densa y obscura nube de humo, sobre la cual se veía flotar la bandera española. De los parapetos de piedra y adobe del fuerte caía una lluvia de metrallas y de balas sobre las columnas de los Galeanas, que trepaban por la cuesta silenciosas y terribles, diezmadas a cada paso, pero sin retroceder un palmo, conducidas por aquellos guerreros de la costa, que, como si hubieran sido invulnerables, seguían adelante, siempre adelante, a pie, con el sable desnudo y el brazo extendido hacia la fortaleza”.

Pronto tomaron el fortín.

Desde ahí, Morelos podía distinguir a los realistas encaramados en las torres de la iglesia de San Martín y a los apostados en el centro de la población.

Tras poner a los prisioneros a buen recaudo, mirando su reloj, planteó Morelos:

–Son las nueve de la mañana.  A las doce estaremos comiendo en Tixtla.

Tras el enjundioso y coordinado ataque de los grupos insurrectos, lo que quedaba de la tropa realista se rindió. Entre los que habían escapado y a estas horas iban rumbo a Chilapa estaban Nicolás de Cosío, Joaquín de Guevara y Lorenzo Garrote.

–No quiso su suegro deberle la vida a usted –deslizó don José María a Nicolás Bravo, a modo de broma.

Luego otorgó la libertad a 300 nahuas tixtlecos –que pasaron a las filas insurgentes–, desdeñó el Te Deum que le ofreció el ubicuo cura Mayol, y “dirigiéndose a los Galeanas, a los Bravos y a los otros jefes, dijo:

“–Ahora, a atender a nuestros heridos, y a comer; hemos llegado a la hora. Son las doce”.

Con un mezcal de Apango entre pecho y espalda y una cazuela de pozole esperándolo en una mesa florida y cebollera, no fue difícil para José María Morelos calificar la toma de Tixtla como de buen agüero.

–Las banderas españolas bajan a nuestro paso –manifestó el caudillo–; los generales realistas corren; los pueblos se nos unen, y el espíritu de nuestro padre Hidalgo sigue viviendo entre nosotros.

Algunas horas después, asegura Altamirano, “la población, que había entrado en confianza, volvía a entregarse a sus tareas ordinarias”.

El 24 de mayo pasado fue celebrada en Tixtla la toma militar de la ciudad por las fuerzas insurgentes. No está mal…, después de dos siglos.

 

* Fragmentos de En Guerrero nació la Patria / Las rutas de la Independencia en el Sur, de JGS.

468 ad