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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* El asesinato de Manuel Buendía, 29 años después

Manuel Bartlett solía recibir en su residencia de Lomas de Chapultepec a José Antonio Zorrilla Pérez, con quien después de permanecer un rato en el interior salía a caminar por la banqueta. El aire íntimo de esas conversaciones entre el entonces secretario de Gobernación y el titular de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) habría de ser evocado por uno de los guardaespaldas de Zorrilla durante el proceso penal al que éste fue sometido por el asesinato del periodista Manuel Buendía, del que hoy se cumplen 29 años.

En su declaración ministerial, el escolta de Zorrilla, Oscar Salvador Fabila Contreras, dijo que en varias ocasiones lo acompañó a la casa de Bartlett: “Siempre llevando consigo su portafolios y entraba a dicho domicilio tardando en salir del mismo quince o veinte minutos con dicho portafolios, algunas veces acompañado del señor Bartlett y caminaban por la acera algunos minutos”. (“Conclusio-nes ministeriales”, página 53, tomo 20 del expediente judicial del caso Buendía).

No es que hicieran falta evidencias, pero esa escena de Bartlett y Zorrilla confirma la cercanía entre ambos y contradice la versión que ha cultivado el ahora senador del Partido del Trabajo, cuya estrategia para deslindarse del asesinato de Buendía ha consistido en decirse alejado de Zorrilla e ignorante de la trama criminal urdida por su subordinado. Además, le otorga credibilidad a una de las primeras declaraciones de Zorrilla tras ser detenido en junio de 1989, cuando recordó públicamente que no era “autónomo” al frente de la DFS, implicando con ello que el homicidio no había sido obra solamente suya.

Como hay una historia y numerosos registros de su omnipresencia como secretario de Gobernación de 1982 a 1988, y desde luego de la incondicionalidad que le profesaba Zorrilla desde la DFS, los intentos de Bartlett por desligarse del crimen han resultado inútiles. Su propia biografía hace imposible imaginarlo ajeno a un acontecimiento que en todo lleva la marca del Estado.

El más reciente esfuerzo de Bartlett por sacudirse la sospecha de que pudo haber estado detrás de la ejecución del periodista aparece en el último libro de Miguel Angel Granados Chapa –Buendía, el primer asesinato de la narcopolítica en México, publicado en octubre de 2012–, que reproduce las respuestas del ex secretario de Gobernación a un cuestionario que el fallecido autor de la “Plaza Pública” le hizo llegar con el propósito de contar con un testimonio de primera mano sobre su relación con Zorrilla.

Bartlett ofrece en ese texto una interesante síntesis de la posición y los argumentos evasivos en los que se ha refugiado todos estos años. Su táctica alcanza un grado superior de cinismo cuando declara: “Desconozco cuándo salió del país Zorrilla y en qué condiciones”. Pero ¿quién va a creer que el secretario de Gobernación no supo cómo viajó Zorrilla a España en mayo de 1985, después de haber sido destituido de su cargo y despojado de la candidatura del PRI a diputado en medio del escándalo público por el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar?

 

Un dato oculto 28 años

 

Los treinta días que antecedieron a la ejecución de Manuel Buendía ofrecen, aun con el paso del tiempo, pormenores que demuestran la existencia de un cerco que se fue cerrando en torno al columnista y desmienten la versión oficial que concibe el crimen como un hecho aislado, ajustado solamente a la lógica demencial de Zorrilla.

Hoy se sabe que aquel 30 de mayo, horas antes de morir, el periodista buscaba con urgencia, a través del director de Pemex, hablar personalmente con el presidente Miguel de la Madrid para comunicarle “algo importante”. (Salvador del Río, “Ultimas llamadas de Manuel Buendía”, publicado en el suplemento Enfoque de Reforma el 14 de octubre de 2012).

Para contextualizar este dato de última hora y los acontecimientos de mayo de 1984, debe recordarse que en las semanas previas, con el pretexto de protegerlo, Zorrilla había asignado a Buendía –de quien se decía amigo– un equipo de guardaespaldas integrado por agentes de la DFS, cuya ocupación real era mantenerlo vigilado. El objetivo de esa tarea encubierta habría de ser confirmada después, cuando se conoció que Zorrilla había ordenado incluso rentar un departamento en las proximidades de las oficinas de Buendía para alojar a los espías. Y aunque la escolta le fue retirada por la incomodidad que le provocaba al periodista, la vigilancia se mantuvo hasta el último momento.

Los días 4 y 14 de mayo, Buendía dedicó su columna “Red Privada”, que se publicaba en el diario Excélsior, a reproducir y analizar un documento de los obispos de la región del Pacífico Sur, en el que éstos alertaban sobre el crecimiento del tráfico de drogas en esa región y advertían en ello la posible complicidad de funcionarios públicos. Asimismo, realizó dos visitas al secretario de la Defensa, el general Juan Arévalo Gardoqui, y a mediados de mes dijo a cuatro periodistas amigos suyos que investigaba los vínculos de funcionarios públicos con el narcotráfico. Finalmente, tuvo un altercado vía telefónica con Zorrilla, del que su esposa, la señora Dolores Abalos, informó en su declaración ministerial. Buendía confió a su esposa que Zorrilla mantenía nexos con el narcotráfico y que ese había sido el origen de la discusión telefónica, ocurrida probablemente el 14 de mayo a raíz de la segunda columna sobre el tema.

Que estos acontecimientos hayan desembocado el 30 de mayo en la llamada de Buendía a Mario Ramón Beteta, el director de Pemex, en busca de su intercesión para ser recibido por el presidente De la Madrid, sugiere una situación que llegaba a su límite. Buendía sabía que era perseguido y quería informar de ello al presidente, o bien quería ponerlo al tanto de los nexos que había descubierto entre Zorrilla y posiblemente otros funcionarios con los cárteles del narcotráfico. O las dos cosas. Hoy podemos afirmar con toda seguridad que Zorrilla conoció al instante la gestión telefónica de Buendía gracias al servicio de espionaje montado en torno a su oficina, y que precisamente ese hecho pudo haber apresurado el asesinato, consumado cuatro horas después de la conversación con el director de Pemex.

Por otra parte, los sucesos posteriores a la ejecución del columnista: el descubrimiento y desmantelamiento del gigantesco rancho El Búfalo en Chihuahua, el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, el cese de Zorrilla y la desaparición de la DFS, y enredadas en todo ello las acusaciones lanzadas por el gobierno de Estados Unidos contra el gobierno mexicano y particularmente contra Bartlett por la muerte de Camarena, comprueban que Buendía estaba bien encaminado.

 

El Búfalo embistió la renovación moral

 

A 29 años del asesinato, todavía está en veremos si Zorrilla realmente actuó por su cuenta, impulsado por el pánico de ver expuestas en la columna de Buendía sus relaciones con narcotraficantes, o si organizó el crimen por órdenes de sus superiores para impedir que el periodista jalara de más la hebra que eventualmente lo habría conducido hasta el rancho El Búfalo, por esas fechas a su máxima capacidad de producción de mariguana bajo la protección de soldados del Ejército y agentes de la DFS.

Lo que es un hecho es que las denuncias que el periodista formuló acerca de los nexos de funcionarios públicos con el narcotráfico –incipientes y pálidas desde la óptica actual, pero colmadas de contenido, sagaces y desafiantes para su época– ponían en predicamento la “renovación moral” que el presidente De la Madrid adoptó como eje de su gobierno. Un indicio de que el crimen pudo haber tenido ahí su origen es que el simple dato de que horas antes de morir Buendía buscaba hablar con el presidente, se tardó veintiocho años en ser revelado por sus poseedores, una decisión que privatizó información de evidente interés público. Fue preciso que De la Madrid muriera para que saliera a la superficie.

La versión oficial es que el homicidio de Buendía fue obra exclusiva de Zorrilla, que sigue en la cárcel, y según Bartlett con su absoluto desconocimiento. El ex presidente De la Madrid se ocupó incluso de anotar en sus memorias la impresión de que Zorrilla había enloquecido al frente de la DFS. Por otra parte, es significativo que las investigaciones tuvieran un tope en Zorrilla. Eso queda de manifiesto en el expediente de las causas penales abiertas contra el ex director de la DFS, al cual este autor tuvo acceso hace dos años. Allí, entre papeles de toda clase y testimonios ministeriales, apenas se menciona el nombre de Bartlett, pero de Zorrilla aparecen hasta sus calificaciones en la UNAM.

Que se sepa, la única ocasión en que Bartlett parece haber tenido la tentación de revelar lo que sabe del asesinato de Buendía fue cuando en 1993 se disponía a tomar posesión del gobierno de Puebla y se vio amenazado por sus enemigos en el PRI. Para desactivar el impacto de un “Libro Negro” que había circulado con objeto de desacreditarlo, Bartlett amagó con revelar en un “Libro Blanco” lo que sabía en torno a las ejecuciones de Buendía y Camarena Salazar. “Eso sí sería un best-seller”’, habría dicho. Pero la intervención del presidente Carlos Salinas de Gortari desactivó los amagos y Bartlett calló. (“Bartlett: en el laberinto del poder”, El Norte, 17 de enero de 1993).

Si de veras Zorrilla actuó solo, presa del delirio de poder, sin que sus jefes se dieran cuenta, entonces ¿por qué el secretario de Gobernación y el presidente lo protegieron después con todo el poder del Estado? ¿Por qué fue mantenido a salvo de la ley y enviado a España en un exilio dorado? Son preguntas cuyas respuestas acaso se encuentren en aquellos apacibles paseos de banqueta.

 

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