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Silvestre Pacheco León

Florencia

Su nombre evoca flor, mujer y fragancia, pero la ciudad de Florencia es todo eso y más. Es el oro florentino del que mi abuelo y después mi madre referían como fino y peculiar que se vende en las joyerías del Ponte Vecchio.

Es la inspiración de Dante Alighieri con la Divina Comedia y la belleza de su musa Beatriz; es el secreto de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, la herencia aristocrática de la familia Médici y el Renacimiento en la cultura y el arte con Miguel Angel Buonarroti.

Florencia son los recovecos de sus callejones oscuros y estrechos donde uno debe poner cuidado al paso de los camiones que invaden las banquetas. Es la ciudad de las tiendas y galerías de arte y antigüedades, los bellos jardines, las mansiones de lujo y el orgullo de sus habitantes que la muestran como si nunca hubiera dejado de ser la capital de Italia.

Es la basílica de Santa María del Fiore que cierra sus puertas con el celo del horario establecido y que impide el paso de los intrusos si la misa ya empezó. Es el baptisterio de San Juan y los milagros que logra quien descubre quien sabe qué tanto entre las inscripciones que lo adornan en la Piazza del Duomo.

Florencia son sus huertos de olivo, sus viñedos y sus casas de señores feudales, y es también la capital de la región de la Toscana, sus iglesias, capillas y ermitas; también es la generosidad de sus casi 400 mil habitantes, sus aceitunas, sus comidas y el alojo habitual de los miles de jóvenes de todas partes que la toman para sí cada fin de semana.

Es el mismo viernes el día que salimos de Venecia y llegamos a Florencia en un viaje que nos costó 45 euros por persona. De la terminal del tren al hotel pagamos 12 euros al taxi que nos lleva al hotel Fiorenze que está en la calle Guante del centro de la ciudad. (Después descubrimos que, también aquí, los taxistas se aprovechan de quienes no saben simulando un viaje largo para llegar a la otra esquina).

Después aprovechamos la tarde para reconocer los lugares interesantes utilizando el servicio del turibus que cuesta 22 pesos por persona con derecho a usarlo hasta por tres días.

La ciudad es digna de su nombre y en conjunto parece un gran jardín sembrado de casas con amplias y modernas avenidas de verdes y altos alcornoques, pinos y encinas.

Desde el Ponte Vecchio o Puente Viejo donde los turistas asedian las joyerías, las tardes de la ciudad son del color del oro que ofrecen sus orfebres es esta parte donde la ciudad atraviesa el río Arno.

El propio río que nace en los montes Apeninos y “discurre” por la amplia llanura toscana hasta el mar de Liguria, pone su parte en el portento de belleza que es Florencia.

El Puente Viejo se ve doblemente reflejado en las mansas aguas del Arno como absorto en su belleza. Sus columnas y arcadas forma tres ojos oblicuos del tamaño de su cauce y ése espectáculo de piedra está ahí desde la Edad Media. (Cuando nos dijeron que a pesar de lo alto del enmurallado que lo aisla y contiene, el río Arno a veces se desborda, no lo podíamos creer).

Desde el primer día de nuestra llegada, casi con prisa recorrimos la ciudad como para confirmar que podía ser idéntica a la que construí en mi imaginación. Pero no abundan ni las piedras ni las peñas. No hay abismos ni montañas, sino suelo parejo y arcilloso. El río, lo pensaba, si no caudaloso, abrupto, como los que bajan de nuestra sierra hasta el mar. La casa donde vivió Dante era, para mí, alejada del pueblo y cercana del puente atractiva sin ser imponente pero sobresaliente por su personalidad enmarcada por los árboles que acoge. Es el paisaje donde el poeta sigue a Beatriz que lo guía. Pero no. El río Arno parece un remanso de paz y la casa de Dante es de altos muros de piedra y  escaleras estrechas en un intrincado de callejones y casas abigarradas en una extensa planicie que todavía conserva la traza urbana de aquellos tiempos del Renacimiento.

Sólo la figura de Dante con su nariz prominente, la hoja del olivo que lo corona su noble indumentaria (para utilizar los versos de Antonio Machado), es la misma de los grabados que eternizan su obra.

El hotel que nos hospeda, de apenas 12 cuartos,está a pocos pasos de la Piazza di Duomo y del Baptisterio de San Juan. En la esquina convivimos con la multitud de jóvenes que se reúnen las noches de fin de semana para comer, beber y embrigarse como si fuera el fin del mundo.

Es una cuadra repleta de restaurantes con el atractivo de que se pueden ordenar porciones de comida de la Toscana para cualquier presupuesto, ahorrándose en la banqueta lo que se paga por derecho de mesa, de modo que la calle es una efervescencia ruidosa y festiva de viernes a domingo.

En el segundo día, de regreso a nuestro hotel, ya avanzada la noche, entramos a una tienda de vinos que nos atrajo por la multitud que  congregó. Se trataba una degustación de vinos de la que nos hicieron partícipes. Probamos el vino que ha hecho famosa a esta región en variadas marcas y precios. Llegamos eufóricos al hotel.

La casa de Dante convertida en museo que muestra una ciudad de su tiempo, está en el centro de la ciudad. Como la visitamos en más de una ocasión, en una de esas veces nos atrajo el olor a comida de un pequeño restaurante atendido por una joven pareja. Ahí probamos la torta clásica toscana que era ni más ni menos que menudencia de res, guisada y aderezada con especias frescas y aromáticas que hacen toda la diferencia.

En gratitud por la atención agregamos un billete de 20 pesos a su colección donde no se veía un billete mexicano.

Nuestro deseo de conocer más cerca la vida de la región nos lleva a Fiesole, fuera de Florencia donde se exhiben vestigios de la cultura etrusca en un hallazgo arqueológico actual que lo ubica como  el asentamiento más viejo del continente.

Desayunamos en la plaza de la comuna de Fiesole donde las familias campesinas venden sus vinos, quesos y dulces, luego visitamos el teatro de los conquistadores romanos y la iglesia que a esa hora luce desierta.

Después de repasar los lugares interesantes de la ciudad el calor nos lleva al Monte alle Croci a disfrutar del viento y de la sombra boscosa en torno a la plaza dedicada a Miguel Ángel Buonarroti con la escultura de David en el centro. Es también el mirador de la ciudad. En un día soleado se divisan los edificios emblemáticos como el Duomo, la Sinagoga de Florencia y la cúpula del Palacio Viejo.

El último día lo dedicamos a pasear por los inmensos jardines del Palacio Pitti convertido ahora en museo y galería, un poco para tener idea del lujo y el gusto en el que vivían los duques de la Toscana, su dueño original el banquero Luca Pitti y luego los Médici que lo adquirieron cuando el poder llegó a sus manos. En la amplia explanada de la entrada con aspecto de cuartel recordándonos que Napoleón lo usó como tal, cientos de jóvenes toman el sol después del cansado paseo que deja el disfrute de los lagos, fuentes y avenidas del jardín irresistible para conocer.

En la cima de la loma, todavía en el interior de los jardines del palacio está el museo de la cerámica como muestra también del lujo exquisito que abarcó todos los ámbitos de la vida aristocrática italiana.

Cuando dejamos Florencia lo hacemos caminando del hotel a la terminal del tren. Vamos de regreso a Milán como paso obligado para llegar a Berna, Suiza con un boleto que cuesta 50 euros por persona.

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