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Silvestre Pacheco León

Junio

Es el estío. No hace viento y las hojas de los árboles se aquietan en el sopor cotidiano del medio día. Son segundos de un silencio total que pesa en el ánimo de las personas. Nada se mueve. Los pájaros se callan. Dicen que es la Mala Hora. Por eso las señoras se persignan al escuchar el silencio.

Después en el patio se escucha un ruido peculiar de las gallinas. No es propiamente el cacareo llamando a sus polluelos, tampoco el que anuncia que pondrán o que han puesto un huevo. Es un ruido casi gutural, como si lloraran una tragedia.

Cuando ha pasado el silencio se escucha el piar desesperado del polluelo llevado por los aires entre las garras del gavilán. Es su último anuncio de que está vivo.

Eso lo saben las mujeres de las casas que han salido corriendo para ahuyentar al rapiñero gavilán que ha cobrado su presa. Unas hacen sonar cacerolas o producen ruido golpeando un bote cualquiera y así se trasmite la alarma por todo el vecindario.

Desde abajo del árbol de mangos mi madre ha visto al enorme gavilán que está posado sobre una de sus ramas con la presa que ha cobrado. Indignada y en la desesperación de quererlo alcanzar agita los brazos y choca sus manos, gritando a todo pulmón para asustarlo: ¡eeeaa, eeeaa, eeeaa!

El gavilán se ahuyenta. El averío ha disminuido. Después un viento suave que mueve levemente las hojas anuncia que la Mala Hora pasó, pero no así el calor que en el campo hace ver visiones, como si fuera de charcos el camino y el suelo se mostrara inconforme.

A lo lejos se escucha el cucu de la paloma barranqueña. Es un canto de hastío, como si cantara nomás por no dejar, sabida de que su canto a nadie le puede importar. Es en ésta época cuando el pájaro copetón con cola de tijera hace notar su presencia. Su canto nada tiene que ver con el colorido de su porte porque es apenas un pujido lo que emite,  puuhpuuh, muy espaciado. “Ése pájaro ha de estar deprimido”, me dicen.

En el campo aturde el dilatado chillar de las cigarras que compiten hasta quedar desgañitadas y disecadas en ése ritual de las aves y animales del campo reseco que clama por la lluvia.

Era en esas tardes de junio, con el viento del sur refrescante cuando don Félix Hernández  llegaba a la casa con su libro bajo el brazo. La abuela Luciana lo recibía sentada junto a su canasta de costura. “Jala el petlasol para que se siente, hija” le dice a su nuera que diligente pone a la orden de don Félix el petate de palma a modo de tapete.

Don Félix es un hombre flaco y largo, vestido de cotón y calzón de manta. De su casa han permanecido sólo los cimientos de adobe allá en el descampado. Ahora está sentado en el “petlasol” con las piernas estiradas. Abre su libro de la biblia al que abraza como a un niño y lee con voz grave. Habla de los grandes cambios que habrá en el mundo y que quizá ellos no verán. “Se levantarán nación contra nación, hijos contra padres y hermanos contra hermanos”. Eso dice el libro y agrega como cosa de no creerse, que en el futuro las personas se vestirán como los “bailes” sin distingos entre hombre y mujer. “Los viajes serán más rápidos y uno podrá ir sentado”. “El hombre aprenderá a volar como los pájaros”.

Después hace un alto a su lectura para el comentario de mi abuela. Ambos tratan de  imaginarse el futuro a partir de las cosas que han vivido. Sobre eso versa la plática. La abuela Luciana deja de lado la costura mientras don Félix forja su cigarro con una hoja de mazorca en la que envuelve el tabaco.

Muchos años después volverían a mi madre esos recuerdos como confirmación de lo escuchado la primera vez que el ruido de un motor alteró la monotonía del pueblo. Era el automóvil de los Pérez, la familia encargada de llevar la valija del correo cada semana hasta la casa del subrecaudador.

El chofer permitía que los chamacos se subieran al automóvil para pasearlos desde la oficina del correo hasta el tamarindo  de la de tía “Pompo”, la abuela de “Luminosa”, donde los Pérez recibían alojo, recuerda.

Cuando los aviones o avionetas empezaron a cruzar el cielo en el llano, a grandes alturas y con un zumbido cansino, mi madre supo que el hombre había aprendido a volar.

De los vestidos a la moda que terminaron con el uso del cotón y calzón de manta y las enaguas almidonadas para dar paso a la moda, sólo mi madre se mantuvo conservadora. Ni colores llamativos ni descubrirse más de lo debido.

Eso recuerda mi madre que tiene presente casi palabra por palabra lo que oía en aquellas pláticas de viejos en las tardes de junio. Ella sabe que era en ese mes de finales de la primavera porque dice que las clavellinas ya habían floreado y que más bien era la época ya no había flores de las clavellinas y que más bien era la época de las ciruelas, que en el patio había anaranjadas y moradas, mientras que mi tía Nina tenía de las ciruelas amarillas.

Por mi parte recuerdo que en junio la época de las tapazones de anonas ya pasó junto con las peleas de los chamacos disputándose la propiedad de esas frutas silvestres que se cortan sazonas al borde de la acequia y se esconden en los tecorrales de los patios en espera de que maduren. Como esa costumbre es común, a la salida de la escuela van grupos de muchachos buscando las tapazones haciendo un lado las piedras que las cubren hasta dar con el guardado sin averiguar si son de su propiedad hasta que otro grupo les reclama.

En el pueblo la pedida de lluvias ha quedado atrás. El cielo espera su tiempo para llover y si alguna llovizna adelanta en el mes, sólo es para alborotar el calor y traer el bochorno que sofoca.

Quienes saben leer el tiempo reconocen que son señales para prevenirse, arreglar sus casas y sus cosas para el nuevo ciclo de  siembra.

En el pueblo estamos también a finales de cursos porque el calendario escolar marca el tiempo de sembrar. La escuela cierra y la mano de obra estudiantil queda libre para sumarse a las labores del campo.

Ahora llueve. El polvo se asienta en los caminos. El suelo mojado comienza a nacer las semillas de nuevas plantas y yerbas.

Antes de la clausura de cursos se presentan para su exposición los trabajos manuales de fin de año que muestran la destreza, el ingenio y la dedicación que los maestros han puesto en sus alumnos.

Recuerdo que en esas exposiciones abundaban los mapas coloreados de la República Mexicana con su división política. Todos aprendíamos así que los estados del norte eran los más extensos y los menos poblados y que el Golfo de México y el Océano Pacífico eran tan inmensos que no cabían en las láminas de cartoncillo.

Estamos en junio, al final de la primavera y al inicio del nuevo ciclo de lluvias.

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