Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Víctor Cardona Galindo

PÁGINAS DE ATOYAC

* 18 de mayo de 1967 (Sexta y última parte)

Isabel Gómez Romero nació en Las Patacuas, una comunidad ya desaparecida ubicada en el centro de la sierra cafetalera. Fue hija de Modesta Romero Meza y Onésimo Gómez Serafín, y estuvo casada con Juvencio Rojas Mesino, un campesino nacido en la ciudad de Atoyac.

El 18 de mayo, don Juvencio fue herido de un balazo en la nuca y al caer un policía le dio culatazos en la cabeza. Doña María Isabel se le fue al agente encima, le ensartó un verduguillo y otro policía le disparó con un M-1; el balazo la atravesó de costilla a costilla. Tenía cuatro meses embarazada de gemelos. La gente con susto y dolor vio cómo se le movía el vientre cuando estaba muriendo. Dejó huérfanos a tres hijos: Julia, que ya estaba casada, Hilario, de 13 años, y Fermina, de cinco.

El verduguillo era el arma habitual de doña Isabel; lo traía para todos lados, cuando iba a lavar al río, al campo o a la leña. Al morir tenía 35 años, se dedicaba a las labores del hogar y vivía en la calle Montes de Oca número 29, en la cabecera municipal, donde fue velada. Está sepultada en el panteón viejo, donde cada 18 de mayo, su hijo Hilario Rojas Gómez le lleva flores.

Mientras don Juvencio Rojas fue atendido por el doctor Antonio Palós Palma, quien lo ayudó para que no cayera preso, los demás, Gabino Hernández, Juan Reynada y Franco Castillo, heridos de bala, fueron trasladados al penal de Tecpan. Juvencio murió a causa de las heridas recibidas aquel día. Hilario Rojas, hijo de doña María Isabel, estaba en casa con su hermana. Estudiaba el quinto año en la escuela Juan Álvarez con el maestro Celestino Lévaro; se había espinado la rodilla y por eso no fue a clases ese día.

Don Juvencio era campesino, cultivaba dos huertas de café en El Ocotal y tenía un corral en el lugar que ahora ocupa la colonia El Parazal; las huertas apenas eran plantillas y se perdieron en el abandono. Los dos hermanos menores, Hilario y Fermina, ya huérfanos quedaron a cargo de su abuela Modesta y su abuelo Onésimo, que los llevaron a vivir a La Vainilla.

En 1989, cuando se fundó la Colonia Popular 18 de Mayo, un campamento recibió el nombre de María Isabel Gómez Romero y ahora una colonia fundada en el predio conocido como El Rondonal lleva el nombre de esta valiente mujer. “Más en fin, ya me despido, /ya voy a finalizar, /sólo una cosa les pido, /no se nos vaya olvidar /la muerte de doña Isabel, /heroína de Atoyac”, remataba en su corrido don Rosendo Radilla.

Prisciliano Téllez Castro nació el 4 de enero de 1922, en la comunidad serrana de La Florida. Era hijo de Rosendo Téllez Blanco y Ángela Castro, estaba casado con Ángela Pino Vargas., tenía 45 años cuando murió. Su esposa Ángela se quedó a cargo de sus seis hijos, Pablo de 23 años, Leonor de 22, Jesús de 20, José Luis, Matías y Josefina Téllez Pino de 8 años. Se le recuerda siempre con ropa de campo y muy juguetón con sus hijos. Corría persiguiéndolos y simulaba que era robachicos; “era muy cariñoso”, rememora Josefina Téllez. Pilaba el café de la huerta de Rosendo Téllez Blanco, su padre, y cargaba la camioneta para entregar el producto. Se involucró en el movimiento asistiendo a las reuniones en la Escuela Modesto Alarcón. Ahí estudiaban sus hijos; uno de ellos, José Luis era alumno de Lucio Cabañas.

Era alto, delgado y rollizo, no usaba sombrero. Iba todos los días a la huerta de coco que tenía en Quinto Patio, donde hacía milpa; en la temporada de secas trabajaba su huerta de café en El Ocotal. Sus hijos nunca lo vieron enfermo: “era puro trabajo, en eso se entretenía, no era borracho ni fiestero. Tenía un caballo que usaba para el mismo trabajo del campo. El 18 de mayo andaba con una punzada en la cabeza por eso no fue a su huerta de Quinto Patio. No tenía pensado acudir al mitin.”

Salió a comprar unos cigarros, no encontró nada en la tienda cercana, luego buscó en la calle Independencia y tampoco encontró y tuvo que ir hasta el Zócalo, a una dulcería que estaba al poniente de la plaza. Después de comprar sus cigarros, encendió uno y se paró en la orilla del Zócalo cuando vio que un policía le estaba dando a su compadre Gabino Hernández.Como era costumbre en los hombres de ese tiempo, Prisciliano siempre cargaba un puñal.

Su hermano, Cristino Téllez Méndez escribió en el periódico ATL (número 23, junio del 2000) que Gabino Hernández, compadre de Prisciliano, fue alcanzado por un motorizado que le disparó y luego lo comenzó a golpear con su rifle. Al ver esto, Piche, como le llamaba su familia le gritó desafiante al motorizado: “deja a mi compadre; yo te voy a enseñar a tratar a la gente”. El policía soltó a Gabino y trató de encañonar a Piche; muy tarde ya: Piche le sujetaba el arma con tanta fuerza que ambos luchaban por quedarse con ella y en su desesperación cayeron sobre las piedras y se hizo pedazos el rifle. Piche, como un rayo, deslizó su brazo alrededor del cuello del policía y lo sujetó fuertemente, y al mismo tiempo sacó un cuchillo con cacha de hueso y repetidas veces lo hundió en el cuerpo del agente que se desplomó sin vida”. Otro motorizado acudió al auxilio de su compañero y disparó en varias ocasiones al valiente campesino, a quien dejó muerto en el lugar. Su cuerpo fue levantado por sus hijos con el auxilio del coronel Olvera Fragoso y velado en la casa de su padre en la calle Vicente Guerrero, y al otro día fue sepultado en el panteón viejo.

Después del asesinato todo quedó en silencio. No se supo nada, nadie investigó nada y tampoco se esperaba nada del gobierno. Todos los hijos de Prisciliano salieron adelante. Pablo el mayor se puso al frente de la familia y siguieron con los trabajos de la milpa, el cocotero y el café.

Doña Fidelina Téllez Méndez escribió en Agua Desbocada. Antología de Escritos Atoyaquenses que su hermano Piche “era muy audaz y temerario. Una vez un leoncillo se llevó del patio a su perro preferido, cogió su machete y persiguió al animal hasta que éste lo soltó y regresó a la casa con el perro en brazos, casi muerto, pero con sus cuidados volvió a ponerse bien”.

Sobre el mismo caso Cristino Téllez Méndez escribió en el ya citado periódico ATL:“Don Rosendo y sus hijos solían platicar en el patio los sucesos del día alrededor de una fogata o junto a una ‘pata de gallo’, rudimento hecho con tres palos cruzados y sujetos en un extremo, en el cual se sostiene una piedra que a su vez sirve de base a ocotes encendidos sobre ella… De pronto un león [así se le conoce en la región al puma] saltó al patio y al pasar cerca de ellos tomó en sus fauces a un perro chaparrito que descansaba cerca de Piche y se dirigió hacia un arroyo cercano. Piche, como era su perro favorito, con rápidos reflejos tomó su machete afilado y una raja de ocote encendido y corrió tras él gritándole: “¡deja mi perro!” Por el arroyo lleno de peñas el león saltaba llevando entre sus dientes al perro y desconcertado veía como Piche lo seguía cuesta abajo. Duró la persecución hasta que el león soltó al perro y de un salto se perdió en la espesura del monte y la noche. Piche abrazó a su perro y regresó al campamento. Fueron necesarios varios días y varios remedios para cerrar aquellos agujeros dejados por el león en el cuerpo del perro”.

Como dije en otro momento, los caídos el 18 de mayo de 1967 eran actores de primera línea y participaban las tradiciones y costumbres del pueblo atoyacquense. Dice su hermano Cristino: “Cuando un año nuevo u otro festejo El Cortés hacía acto de presencia, Piche pedía prestada una cuchilla y un zarape a los toreadores y enfrentaba por gusto al enmascarado. Éste trataba una y otra vez de aporrearlo con una y otra mano pero no lograba tocarlo siquiera en medio del griterío de la gente. Al final Piche solía darle uno o dos golpecitos en las pantorrillas del Cortés como diciéndole: “¡Te gano!” Y regresaba cuchilla y zarape que le habían prestado”.

 

Los alumnos de Serafín

 

El maestro Gabriel Salones era el director de la escuela “Modesto Alarcón” y cuidaba al sexto A, que era el grupo de Serafín Núñez Ramos, quien había ido por los cheques del pago de los trabajadores al puerto de Acapulco. Les estaba platicando la clase cuando se oyeron los disparos. Los alumnos pensaron que eran cohetes. Llegó corriendo la maestra Rita Solchaga diciendo: “¡profesor Gabriel, profesor Gabriel!, mataron al profesor Lucio y a Serafín”. Al oír esto los alumnos se levantaron y el director se puso en la puerta para atajarlos, pero no pudo porque todos los niños brincaron el muro del aula y evadieron la cadena de la puerta de la escuela y salieron a toda prisa a la calle. Quien se los encontró dice que los muchachitos iban bañados en llanto porque la noticia era que mataron al profesor Lucio y a Serafín.

Llegaron al Zócalo con piedras en las manos y solamente encontraron a los muertos. Estaba en el piso el cuerpo de don Regino Rosales con su sombrero zapatista en la cara –era un sombrero de ala ancha y de copa abultada–. Ayudaron a levantar el cuerpo de doña María Isabel y lo llevaron rumbo al camposanto donde descansaba su familia.

La gente estaba alborotada y les dijeron que con el doctor Chico (doctor Silvestre Hernández) estaba un herido. Era don Gabino Hernández que convulsionaba y le brotaba sangre de un costado, estaba taponeado con gasa y aun así le salía sangre con espuma. Le habían dado un balazo en el abdomen a la altura del ombligo y le salió por la espalda.

Los alumnos de Serafín salieron a pedir dinero a la gente. Al juntar un poco se llevaron a don Gabino en un coche a San Jerónimo donde lo atendió el doctor Sotelo.

Luego que los ejecutores de la masacre se fueron, los militares llegaron a la plaza en posición de combate. A esa hora, algunos ciudadanos simpatizantes del movimiento venían con las camisas amarradas y armados; los judiciales ya habían salido despavoridos y se llevado a sus heridos en las camionetas que se usaban para el combate al paludismo.

Serafín Núñez Ramos recuerda que en la escuela Modesto Alarcón tenían un club de maestros para evaluar el trabajo de la semana. Innovaban en la enseñanza y no caían en la rutina, con alumnos de sexto año editaron un periodiquito mimeografiado que se llamó Vanguardia Infantil, se imprimía en un mimeógrafo que el propio Serafín había fabricado. Se publicaba poesía de Pablo Neruda y García Lorca.

En su grupo la poesía era un instrumento de expresión del sentimiento, no sólo de contenido ideológico. Al final de la clase dejaban un hueco para cantar, recitar poesías y leer textos. Era un grupo en el que mucho se aplaudía. Serafín dice que él no les metió en la cabeza el camino de la política: lo hizo el ambiente. Muchos de sus alumnos se integraron al primer club de la Juventud Comunista, al movimiento social y algunos a la guerrilla.

Ese 18 de mayo, por presión de los maestros de la sierra, Serafín acompañado de un alumno tomó un taxi y fue a recoger los cheques al puerto de Acapulco. De regreso, al tomar el camión en la Flecha Roja ya se comentaba de la masacre. En el tramo Acapulco-Coyuca encontraron unas ambulancias que iban a toda velocidad. Y al llegar a Coyuca ya lo estaban esperando en la terminal tres maestros de San Jerónimo que habían sido sus compañeros en la normal. Se lo llevaron a un domicilio donde le informaron lo ocurrido y le dijeron que no sabían si habían matado a Lucio, pero que a él lo andaba buscando la policía. Se quedó en Coyuca y los cheques los mandó con el niño que lo acompañaba para que los entregara en la supervisión. Su padre, Fidel Núñez Ávila llegó a Coyuca y ambos tomaron una camioneta rumbo a Tepetixtla, mientras una tía se fue a cubrir su plaza en la Escuela Modesto Alarcón. Él estuvo un tiempo en Tepetixtla trabajando en el campo con sus abuelos.

Serafín ya no volvió a Atoyac porque tenía orden de aprehensión; regresar era como llegar a la cárcel. El Partido Comunista buscó la manera de protegerlo y lo envió a estudiar a la Unión Soviética. Don Fidel Núñez visitó a Lucio Cabañas en la sierra. El profesor convertido en guerrillero después del mitin del 18 de mayo de 1967, estuvo de acuerdo con la salida de Serafín Núñez del país. Dijo que era bueno que se fuera a estudiar al extranjero porque una vez triunfando la revolución socialista se necesitarían cuadros preparados para gobernar.

 

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