Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Un pillo santo, un gato mentiroso, un humorista procaz

Pillo, devoto

Pillo, hombre devoto, o los recuerdos que se escriben con pluma de ave, de Ave María, bajo la mística resonancia de un canto gregoriano ejecutado por el Chile Frito y alrededor de una frase crédula de mi tía Engracia:

–Ese hombre ha de estar en la Gloria.

Alguna vez me pareció de sesenta años, ahora le calculo alrededor de setenta. Nariz de águila, patas de gallo y mejillas colgantes, con la apariencia de la cera. No muy alto, avanzaba despacio y con cierta inclinación de cabeza (por tanto hincarse, según mi tía), rezando entre dientes y persinándose una y otra vez ante las cuatro puertas de la iglesia de Santa María de la Asunción. Hacía su recorrido por la noche y sólo se salía de él cuando le daba por andar catequizando gente en el jardín Cuéllar, que luego se volvió Plaza Cívica.

–Pillo era un santo –dice mi tía Engracia cabeceando convencida y diluyendo su mirada piadosa en el mosaico del piso–. Para devociones sinceras, la de Pillo.

Un Pillo santo, válgame Dios. Elpidio Nosequé, al que su enfebrecida entrega religiosa no lo salvó de ser contradictoriamente conocido por Pillo.

El negro de la vestimenta de Pillo no era el negro almidonado de las sotanas curiales, ni el replanchado y lustroso de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús. Mucho menos el negro azabache de los vestidos que suelen lucir las damas de sociedad en velorios y pachangas de etiqueta y que tanto contrasta con su piel magra y paliducha. Para acabarla, no era, siquiera, el negro de luto en que suele envolverse el alma del doliente…

El pantalón bombacho y zancón y el sacote pachuco (ancho y largo, con hombreras) de Pillo eran de una negrura derrotada… que estuviera dando ruda pelea, dispuesta a llegar hasta sus últimas grises consecuencias. Un negro gris, sí. El negro polvoso, pinchurrento y re-dignote de Charlot en la más vil pobreza. Como al personaje de Chaplin, a Pillo sólo le faltaba tener que poner a hervir la suela de su zapato para hincarle el diente.

–Vivía de limosnas –aclara mi tía, con los ojos pelones–. Y eso que tenía que mantener a su hermana.

Mientras lavaba el auto o la camioneta del Señor Cura o cuando charola en mano recogía la limosna que dicen que limpia los pecados, Pillo, con mirada beatificada, soñaba en el paraíso que el dulce Evangelio promete a los pobres y jodidos del mundo, incluyendo a los servidores incondicionales de la iglesia. Aseguran aquellos a quienes quiso ganar para la causa católica, que para el devoto el diablo existía en carne y hueso y el infierno era de a devis, una caverna horripilante de llamas crujientes con lagunas de aceite hirviendo donde los pecadores pagan en serio sus debilidades y los desmanes que cometieron en esta vida, como ocurre en La Divina Comedia y en montón de pinturas catequizadoras.

Cierta tarde, fuera de la iglesia, Pillo escuchó a unas señoras platicando sobre qué tan necesario resultaba el aborto en caso de violación, y enseguida se puso rojo, pero no dijo nada. Cuando, de ahí, las señoras entraron al tema de la anestesia aplicada a las mujeres que van a dar la luz, Pillo, loco, estrábico, condenó con furia el aborto y la eutanasia. Respecto a la anestesia, se limitó a recordarles a las señoras que, al expulsarla del Paraíso, Dios sentenció a la mujer a parir a sus hijos con dolor. “Está en el libro”, repetía, y murmurando oraciones ininteligibles regresaba a la iglesia, donde poco después empezaría a cerrar las puertas por dentro.

No parecía pesarle a Pillo el voto de pobreza, menos el de pureza. Quizá había divinizado demasiado el universo y estaba demasiado convencido de que la humanidad vivía en pecado natural. Su devoción era tal, que llegamos a pensar que se dirigía a un dios indiferente y cruel a su modo. Junto a su facha, conseguía asustar hasta a las más exaltadas almas católicas. Aquí está mi tía Engracia, que no puede evitar una sonrisilla cuando comenta que:

–Bueno, la verdá es que el pobrecillo se pasaba un poco…

 

Los gatos más mentirosos del mundo

 

Me preguntan por qué en el pozole que dediqué a La luna morenita de Humberto Martínez Herrera escribo que los gatos siameses son “los más chismosos del mundo”. Respondo que, la verdad, escribí la frase impulsivamente y que luego se me olvidó borrarla. A dos comensales de pozole verde he explicado que proviene del relato de un autor hippie gringo cuyo nombre he olvidado. En súper síntesis, se trata de un científico que durante años ha estudiado el lenguaje de los gatos. Tiene a los mininos en su casa y cuando llega escucha: mmaugrr, maarraggaur!…, que en lengua gatuna quiere decir: ¡Otra vez llegas tarde, ya ni la muelas, maestro!…, o cosas así. Se lleva bien con ellos, pero cierto día el siamés –el líder– le echa encima la sopa: le revela que los gatos son una súper raza de origen cósmico que, para empezar, ha enseñado a la humanidad a respetarlos y servirlos. Por el momento están contentos por las caricias con que los peinan y por los pellejos y platos de leche que les sirven, pero ya era hora de cambiar de dieta y de que los seres humanos pasaran a servicios mayores: a la esclavitud.

–Los gatos nos apoderaremos del mundo dentro de unas cuantas horas –anuncia el siamés–. Mañana, 24 de diciembre, justamente a las doce de la noche, haremos caer una bomba chicleatómica en Nueva York, sólo para demostrar nuestro poder.

–¿Marramau? ¿mrrg? (“¡pero cómo!, ¿hablas en serio?”), se sorprende el científico, y el siamés le pide que se tranquilice, porque todavía lo necesitan. Le explica que él no ha descifrado por sí mismo el lenguaje de los gatos, que en realidad los gatos lo han usado para aprender el lenguaje de la gente. O sea, fue escogido por los felinos para que les sirviera de interlocutor con los humanos y les transmitiera el rotundo mensaje:

La noche de Navidad, Nueva York será destruida por una bomba chicleatómica y los gatos se apoderarán del mundo.

El científico sabía que el siamés era muy inteligente, pero no tanto como para instrumentar conjura de semejantes tamaños. Habla por teléfono a la Casa Blanca, al Pentágono, a la alcaldía de Nueva York, a periódicos y estaciones de televisión, y en todos lados le cuelgan. Desesperado, el sabio le cuenta a su mujer: una bomba va a caer sobre Nueva York mañana veinticuatro de diciembre, a las doce de la noche, y la esposa, que de por sí hacía días que andaba viendo a su marido más acelerado que de costumbre, cree que simplemente bromea… El mero día, unas horas antes de la Navidad, el científico ve pasar sobre las azoteas el trineo de Santaclós, jalado por ciervos y repleto de regalos para los niños, y cuando corre a decírselo a su esposa ésta se rasca la cabeza porque ya casi está segura de que a su marido le falla completamente la chaveta.

Dieron las doce de la noche y por ningún lado estalló ninguna bomba chicleatómica, y el sabio y su esposa se quedaron absortos más de rato. A ella le preocupaba la salud mental de su marido. Él siguió preguntándose por qué no estalló ninguna bomba. Como no encontró respuesta, sirvió unas copas y brindó, al fin, por la Navidad y porque, después de todo, había aprendido que los siameses son los gatos más mentirosos del mundo.

 

Procacidades del Pichorra

 

Es cierto que cuando nos referimos a Margarito Ledezma (El Sur, 11-VII-2012), mencionamos a un tal Pichorra, quién sabe por qué. Si aquel poeta es el Humorista Involuntario, éste viene siendo un humorista a güevo. Los dos son poesía popular, ninguno de ellos camina sin la rima, pero Margarito se lee en familia, lo citan artistas y políticos, y al Pichorra sólo se le declama en reuniones borrachas entre canciones de José Alfredo Jiménez y chistes pesados.

En sus versiculaciones, Pichorra no sólo dice picha, culo, puta (con sus numerosos sinónimos) y demás palabras que a cualquier lector o escuchador remueven el oído moral o sensorial (¡el pulso sanguíneo, zanca!), más cuando sustantivos y epítetos se relacionan y conjugan escenas sexualetas tan chistosas y procaces que rozan o terminan en lo grotesco. Como no es lo mismo decirles lo que leí a que lo lean ustedes, ahí va aunque sea un ejemplo: las dos primeras cuartetas del primer texto de Pichorradas:

 

Un hombre más feroz que un megaterio

por las tapias, saltó de un cementerio

y ya en aquel recinto de la muerte

sintióse erecto y fuerte.

 

Parósele la picha en ese punto

y sin piedad, se la empujó al difunto;

y para no dejar atrás cabos ni colas

le embodegó también el par de bolas.

 

Al último, el muerto ante contacto tan sensible / hizo una mueca horrible (o séase, el muerto… ¡revivió!)…, y la “poesía” termina con que desde entonces el feroz individuo que brincó al cementerio ya no cree ¡ni en la paz de los sepulcros!…

En Pichorradas todo se parece a los folletines que circulaban subrepticiamente en los corredores de la Prepa y otros suburbios escolares, en los que los estudiantes nos hacíamos de una minihistoria de conquista insólita (genial y caricaturesca) por unos cuantos pesos. No por su caraja obsesión sexual pitorresca hay que restarle a Pichorra talento ni imaginación. El Pichorra se llamaba Felipe Salazar y su libro, Pichorradas –Musa erótica–, fue publicado rústicamente en Mérida, Yucatán, según se informa en las fotocopias que tengo a mano (obsequio de Alberto Álvarez Landeros) y en las que no se consigna fecha de aparición. En el índice, que tampoco tiene la chafota edición, encontramos décimas y epigramas históricos (a Madero, a la Ciudadela) y uno que otro político. Hay recetas culinarias, cartas cachondas y hasta una zarzuela en tres actos y en verso que harían las delicias de los degustadores del retruécano sensualete y el albur francote y escandalizador.

Me consta que el soneto que sigue es ampliamente festejado en reuniones sociales y cantinas. La primera y última vez que lo escuché fue en boca de Eduardo Mercado, un buen amigo que pasó a mejor vida (ojo, Lalo, ¡no sigas los ejemplos de Pichorra!…) y al que, por simpatía, inevitablemente ligo con “El último rubor”. Quizá no hacía más que exaltar lo exaltado del soneto, pero sabía darse sus pausas, variar el tono de la declamación, y, sobre todo, darle a la anécdota el suspensivo toque final:

El último rubor quedó vencido, cayó su camisón color de rosa y ante su nívea desnudez de Diosa arrodilleme absorto y conmovido.

Besé todo su cuerpo sometido a mi pasión insana y lujuriosa y empecé la tarea deliciosa de introducir el pájaro en su nido.

Cuando, al fin, a la gloria transportados nos sentimos llegar, aquella hermosa, palpitante de amor, henchida el alma, tiróse un par de pedos, tan tronados, que tuve que bajar con toda calma a recoger ¡mis huevos estrellados!…

 

NOTA: El autor del dibujo que representa la captura de Martín de Acalco en Tixtla, aparecido en el Pozole Verde anterior, es Rafael Ricardo Klimek.

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