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Tlachinollan

Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

Las fuerzas oscuras

En las semanas recientes hemos sido testigos del retorno a Guerrero de un discurso propio del autoritarismo, que nos remite a tiempos infames cuando se empleó la fuerza pública para acallar las voces que pugnaban por la democracia. Lo hemos visto resurgir entre los voceros de los gobiernos estatal y federal, pero también en dirigentes de partidos políticos, medios de comunicación y otros sectores. Es el discurso que postula la existencia de fuerzas oscuras detrás de cada movilización popular.
Entre las dictaduras del cono sur y los gobiernos del autoritarismo priista mexicano de los años setenta, siempre fue recurrente justificar la represión apelando a la necesidad de contener fuerzas oscuras, fórmula con la que se aludía a supuestas conspiraciones para denostar a movimientos y organizaciones que legítimamente reclamaban sus derechos.
El empleo de este discurso siempre ha facilitado el uso faccioso de la justicia, pues tiende a la compra de conciencias, repercute en la minimización de las demandas que enarbolan los movimientos, y finalmente desemboca en la polarización. Se trata de un recurso usado por los poderosos cuando intentan cubrir la realidad con el velo de las palabras, tan añejo y rancio como las marchas de burócratas acarreados.
Pero además el discurso de las fuerzas oscuras siempre niega a quienes protestan y se movilizan su carácter de sujetos de derecho y agentes sociales, pues implica asumir que la gente es instrumentalizada por terceros, como si las personas carecieran de inteligencia y voluntad. Por eso, es un discurso construido en clave discriminatoria y frecuentemente racista; no extraña que siempre se haya enderezado en contra de sujetos ya estigmatizados: los jóvenes estudiantes en 1968 y 1971, los campesinos guerrerenses en los setenta, los indígenas chiapanecos en 1994.
En el Guerrero de hoy, las referencias a las fuerzas oscuras han reaparecido para desprestigiar la valiente lucha que tras la represión del 12 de diciembre de 2011 protagonizan los estudiantes de Ayotzinapa. Así, no pocos han querido deslegitimar a los normalistas señalando que intereses aviesos y agendas ocultas se esconden detrás de sus reclamos de justicia y atención a las causas estructurales del conflicto.
Pero la falta de veracidad y consistencia de estas interpretaciones de los sucesos cae por su propio peso. Desde antes del 12 de diciembre, los estudiantes interpelaron abiertamente al gobierno estatal para dialogar sobre la mejora de su escuela, elevando solicitudes elementales que además son públicas pues se encuentran en su pliego petitorio y han sido enarboladas año tras año. Fue la desatención a esas demandas la que llevó a los normalistas a realizar una acción de protesta a la que se respondió con la fuerza letal y no con las herramientas de la concertación política. Después de esos hechos, con dos jóvenes ejecutados extrajudicialmente y varios más torturados, los normalistas de Ayotzinapa sólo han exigido justicia. ¿Dónde están las fuerzas oscuras en estas demandas básicas y públicas? ¿Dónde se agazapan los intereses aviesos cuando jóvenes de 19 y 20 años exigen que el asesinato de sus compañeros no quede impune? Querer ver en ello fuerzas oscuras, simplemente es no querer ver la realidad.
Que desde el gobierno se difunda este discurso no sorprende; más bien, muestra una preocupante continuidad discursiva entre esta administración y las que protagonizaron los más cruentos años del autoritarismo en nuestro estado, pues frente a la crisis de gobernabilidad el mecanismo defensa no varía. Pero que el mismo discurso sea reproducido con pasmosa sumisión por analistas y dirigentes de partidos y organizaciones que se jactan de defender las causas sociales, es simplemente inaceptable. Un mínimo conocimiento de la realidad guerrerense debería llevar a entender que si algo oscuro se incuba en el estado su nido no se encuentra en una escuela de jóvenes con compromiso social, sino en instituciones públicas corrompidas hasta la médula como la Policía Ministerial del Estado.
No nos engañemos: para las víctimas, las únicas fuerzas oscuras en estos casos son las que se encuentran dentro de las propias instituciones, las que operan quienes se benefician de los cargos públicos para perpetuar la impunidad. Fuerzas tenebrosas son las que echan a andar quienes se posicionan ante hechos graves que a todos agravian, calculando mezquinamente el inminente palomeo en la definición de candidaturas de cara a la próxima jornada electoral. Intereses aviesos son las de quienes manipulan las investigaciones para encubrir a los responsables.
La crisis de gobernabilidad generada por la graves violaciones a derechos humanos cometidas el 12 de diciembre exige una respuesta de justicia, lo mismo que el lamentable fallecimiento de Gonzalo Rivas Cámara. Es indispensable, también, la solución de la problemática por la que año con año los normalistas de Ayotzinapa se ven orillados a salir a la calle para pelear por la subsistencia de su casa de estudios. En ello debería estar centrada la acción gubernamental, y no en responder a esta coyuntura con la burda apelación a las fuerzas oscuras, lo que solo desnuda a una clase política que pretende recetarnos los mismos paliativos empleados desde hace décadas.
Más aun, la crisis es de tal envergadura que aun cuando el informe preliminar de la CNDH contribuya a esclarecer los hechos, no resolverá de fondo un conflicto cuyos alcances y profundas causas apenas empezamos a ver.
La visión conspirativa de los grupos de poder reedita una época donde los enemigos de la democracia eran los jóvenes, con el fin de criminalizarlos y señalarlos como causantes del caos, cuando como sociedad padecemos un régimen que en nada honra a los luchadores sociales de Guerrero que entregaron su vida para alcanzar la alternancia política, soñando con un gobierno de izquierda que ahora ha dejado trunco este proceso de transformación social.

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