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Jesús Mendoza Zaragoza

El fetiche de las armas

¿Armas para la paz? Este parece ser uno de los mayores mitos que se están manejando, tanto en los gobiernos como en la sociedad, ante la violencia y la inseguridad. Las armas simbolizan la fuerza que es capaz de muchas cosas, sobre todo en ámbitos autoritarios. Cierto es que esta fuerza la usa el gobierno para contener la fuerza destructora de los delincuentes, y se asigna esa tarea a los cuerpos de seguridad y a las fuerzas armadas. Las armas han tenido en la historia un papel disuasivo y represivo ante la comisión de delitos o ante la alteración del orden público, y nuestras sociedades han funcionado de esta manera.

Pero, paradójicamente, si bien el uso de las armas indica una fuerza, también indica una debilidad. Sí, el uso de la fuerza expresa una debilidad del ser humano y de las sociedades, cuando no se ha tenido la capacidad de resolver los conflictos mediante la razón, el diálogo y los acuerdos.

En el contexto actual, el discurso y la práctica gubernamental han alimentado el mito de que las corporaciones armadas tienen la capacidad de devolver la seguridad al país. De ahí esa magna estrategia de sacar al Ejército y a la Marina a las calles para respaldar a las fuerzas policiacas, como las grandes estrellas en la lucha contra el crimen organizado. Desde el gobierno se cree que la paz se puede establecer con más y mejores elementos armados, y se ha invertido y se sigue invirtiendo una gran parte del presupuesto con este fin.

En la sociedad también se da esta creencia, de que necesitamos más elementos armados para que nos protejan y se dan reclamos en este sentido. Y cuando se ha experimentado el abandono del gobierno, entonces han surgido iniciativas como las organizaciones de autodefensa, que toman las armas para protegerse de las organizaciones criminales, y además, las policías comunitarias y ciudadanas. Las armas, en este sentido, ocupan un lugar preponderante en el concepto de seguridad. Hay más seguridad, en la medida en que haya resguardo armado, es el sentido del razonamiento.

Es obvio que en tiempos de emergencia social, son necesarias acciones de emergencia que incluyen el uso de las armas. No dudamos que en situaciones de crisis, donde se pone en alto riesgo la con vivencia social, la fuerza pública se haga presente para forzar soluciones a situaciones criminales o que las autodefensas tengan que tomar las armas para salir de una situación ya insoportable. Pero se trata de emergencias y no de lo cotidiano y lo permanente.

Lo que quiero señalar es que la fuerza de las armas tiene sus límites y sus debilidades. Y en este sentido, por si misma, esta fuerza no es suficiente para dar seguridad ni para construir la paz. El uso de las armas para dar seguridad puede ser un componente de una estrategia amplia e integral bien regulada. Es más, no constituyen el componente principal para dar seguridad a un pueblo, sobre todo si estamos hablando más en términos de seguridad ciudadana o seguridad humana. Las armas han servido, más bien, para salvaguardar intereses de los poderosos que, de otra manera, se experimentan vulnerables ante sus adversarios.

Francisco de Asís no aceptaba que sus hermanos tuvieran propiedades, y tenía razón. Afirmaba que al tener propiedades habría que conseguir armas para protegerlas. Las armas han estado casi siempre en la lógica del poder y han servido para proteger sus intereses. Eso es lo que hemos visto hasta ahora, cuando son utilizadas a gran escala por el gobierno y por los narcotraficantes. En este sentido, las armas no pueden ser la mejor manera en la que la sociedad participe para construir la paz. Experiencias como la de la policía comunitaria y de las autodefensas, que en un momento de emergencia pueden ser legítimas y válidas, pueden derivar, tarde o temprano, en contrarias al interés de los pueblos en la medida en que no sean expresiones democráticas de los mismos. Creo yo que el uso de las armas puede ser legítimo y eficaz cuando es parte de una estrategia social, que incluye el desarrollo integral y la participación democrática.

Precisamente, la democracia es la gran herramienta política que puede generar procesos que se centren en la participación de los ciudadanos, en la búsqueda del bien común. Si los procesos detonados por las autodefensas y por las policías comunitarias desarrollan formas de participación social no armadas que se apoyen en la fuerza de la palabra, de la razón, del diálogo, de la no violencia, que son instrumentos reconocidos en las dinámicas democráticas, harían un gran bien a favor de la paz. Y si, además, desarrollan acciones que busquen el desarrollo integral de los pueblos, de manera que se generen condiciones económicas, culturales y sociales de equidad y de justicia, entonces se está caminando decididamente hacia la paz. En este caso, el uso de las armas puede ser legítimo y eficaz en la medida en que tenga cauces democráticos. Es el caso de los policías comunitarios, que son elegidos y controlados mediante asambleas democráticas por los pueblos. Lo que genera la seguridad y construye la paz no son las armas, sino los procedimientos democráticos.

Las armas son sólo un fetiche al que se le atribuyen poderes como para vencer la violencia y dar seguridad. Este no es más que un mito que ha servido para justificar una estrategia que ha sido inútil y que ha causado daños mayores que los que se querían corregir. La seguridad no nos la van a dar los militares ni los policías, pues no está en sus manos. Ellos tienen que hacer sus tareas, que no tocan las raíces de la inseguridad, sino sólo sus efectos, mientras los ciudadanos hacemos las nuestras, cada quien donde vive y trabaja, desde su ubicación social. Y ya es tiempo de que el gobierno muestre inteligencia y voluntad política para hacer su trabajo relacionado con la seguridad de los ciudadanos, distanciándose de mitos y engaños que sólo desplazan las soluciones hacia el futuro. La paz no se construye con las armas en las manos de militares, policías o ciudadanos, sino con la inteligencia, el corazón y las manos de todos.

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