Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLEVERDE

* Entre la costa y el De Efe

La Matraca

 

Junto a la almohada, la pistola semeja una pequeña –y poderosa– bestia dormida. Es como… como un fantasma, algo viejísimo para sus ojos, pero nunca –reconoce– ha podido ver una pistola sin sorpresa. Acero pavonado, duro, indestructible, irreal; por su negrura abrillantada, por el águila de sus cachas de nácar, podría ser una obra de arte… Por como late, no sé.

Cabrona forma ésta de volver a encontrarla… Años enteros hablando de hechos de fuscas, de muertes y mortandades en reuniones de paisanos, allá en la capital. Sabe –la neta– que desde joven le ha rehuido… como a un destino indeseado, aunque –cierto– la extrañe a su lado cuando regresa a casa de una fiesta de copas a altas horas de la noche, solitario por las oscuras y desiertas calles de Fraccionamiento Escondido, entre Ciudad Satélite y Más Allá…

La Ejpanta Zancuo, La Matraca, apodaba el viejo gracioso a su fusca –a una de las muchas que tenía–, una 38 súper con cachas de plata que todavía recuerda muy bien, por bonita arma que era y por tanto que el viejo la presumió un tiempo… Un largo tiempo… ¡La Única!, la llamaba. La limpiaba, la peinaba como a una hija. La presumía a las visitas, como se presume un caballo de raza recién llegado o una vaquilla recién parida todavía chiclosa, una cosecha redonda de café o el palmerío retozón y hasta la madre de cocos… En su seriedad, apenas le gustaba la música. No le disgustaba, sólo le valía gorro que tocara o no… El único disco que llevó a la casa, fue gracias a que había tenido el gusto de conocer a Darbelio Arredondo, que sí canta de veras –presumía–, en un restorán del Bello Puerto, donde comimos y bebimos una cubas libres juntos –murmuraba orgulloso, pidiéndole a Herminia que le pudiera su disco. Tanto lo escuchaba los fines de semana que el disco se rayó antes de cumplir los tres meses.

Cuando, en la mesa, aspiraba el aroma del café, cuando tendía la mano sobre las lilas, violetas y cárdenas sábanas de jamaica puestas a secar. Cuando partía en dos, con el puro bisagreo de sus manos, una sandía de concurso o cualquier chingao coco de exhibición… Pero no. La emoción con que enseñaba las cachas de su pistola era especial. Los gestos podían brincarle en la cara. Los mostrencos y semiescondidos ojillos brillaban con satisfacción y malicia cuando las visitas advertían la comodidad, el alcance y lo fregón del trabajo ejecutado en la plata: un gallo pocamadre, en pleno revuelo, encrespado y al mismo tiempo cantando en cada cacha.

Para el que tuviera la fortuna de tener esa obra del arte fierrudo y plateresco en las manos, el viejo Eleazar estaba a punto de entonarles un aria de María Callas en sus mejores tiempos, disfrazado de Darbelio Arredondo.

De purito Guerrero

 

¿El alma se hace palte del cuelpo? –preguntará un chinito borracho.

Muchos más años atrás, los de la televisión llegaron a querer gorrear las carnitas y a hacer un reportaje sobre el asesinato de tres dirigentes indígenas de Xuchis –que, según el programa que resultó (sobre la violencia en la región), fueron acribillados con todo y familia por problemas personales, en una borrachera. Se metieron en todo, menos en lo que debían: en la miseria de la gente y en el poder caciquil que controla y explota. “Muchos vecinos –dijo algún locutor– traen la pistola fajada en la cadera, o en el piso del carro, en el itacate o en donde quepa. Al mismo tiempo que se oculta… se deja ver por los demás, para que se sepa que no vienen “desamparados”; acompañados de un arma, los lugareños caminan por las calles “más tranquilos”.

En otras palabras: chingos de muertos, chingos de chingaderas; chingos de tumbas están llenas de pendejada y media.

–Compadre, ¿qué diría si le pusiera un aujerito aquí, abaito elaoreja?

Y el compadre pendejo:

–Taría güeno, compadre.

Y ya.

Más o menos así le pasó a su tío Foncho. Después de comer, le gustaba sacar su silleta al corredor de fuera, para ver pasar la tarde. Pues bueno, una tarde de esas de resolana en que por la calle no se mueve ni el aire, va pasando un fulano, malhumorado, crudo, al que le dio por machetear al tío Foncho nomás porque éste se negó a darle unos pesos para una cerveza. Él era un escuincle y le tocó juntarlo.

Juan mismo trae una grotesca flor saltona en el estómago: se la bordaron en Laguna Sirena, en la feria del primer cumpleaños de la Penúltima Virgen Recién Aparecida, y nunca supo por qué. Por gusto, sería.

Se prende el cigarro, se escupe el humo de sesgo, la emoción de las palabras garapiñadas de desdén, de…

–Por ggusto, sería…

Gracia, sabiduría de un secreto natural, archisobreentendido y más viejo que el mar, que el sol y, desde luego, que la tierra…

–Aquí los chilangos nos tienen miedo…

–…¡A güevo que sí!

–Nomás dices que dónde eres y ¡nombre!, ¿de veras eres de allá? –se apantallan.

–A güevito que sí cabrón.

En una cantina de Garibaldi, dos fulanos que se habían caído mal se paran a golpearse, valiéndoles madre tocho morocho. Algo dice uno de ellos, y si no el otro, si no es que de a tiro se trata del guerroso y noble fantasma del trópico que suele andar por ahí el que los separa y les pregunta nomás:

–¡¿Qué no los dos son costeños… o calentanos, cabrones?!

–…No, pos sí.

–¡Y a mucho orgullo!

–¡Tonces, ¿cabrones?!

Terminan bebiendo juntos, recordando lugares típicos, nombres conocidos, declamando pedazos del “Canto criollo” o de “La potranquita” ingrata de Rubén Mora y si resulta que tienen algún amigo en común, lo que no es raro, les va a alcanzar para los otros tequilas y para las demás canciones de José Alfredo que todavía va a reventarse el mariachi, antes de que aquí nuestro querido y dilecto paisano, pariente y amigo Ardelio Rebujares Melgarejo, mejor conocido como Ar Melgar, agarre su guitarra solitaria y popular y nos ponga aún más alegres y sensitivos con sus inigualables interpretaciones melódicas de Agustín Ramírez, Antonio I. Delgado y Darbelio Arredondo, porque de que se las sabe, ¡se las sabe!… O ¿no es así, mi querido… ingeniero mecánico, intérprete y compositor?…

–¡Ya borracho qué horas son! –responde él, activo, cualquier Tintán presumido en El rey del barrio, a todo dar.

 

Entre paisanos te veas

 

Me pasó una cosa chistosa –dice, en la chorcha posmusical, uno de sus paisanos–, cabrona pero chistosa: el viernes en el camión, saliendo de la chamba, ahí vengo, ¿no?, desde el centro a Xochimilco, como a la mitad del camión, después de las nueve de la noche que está que chilla de pasajeros, voy de regreso a mi cantón, ¿verdá? Vengo sentado, como a la mitá del carro. Ya saben que este negro saleroso es de esos pasajeros que si se van a ir parados mejor espera el siguiente camión. Bien sentadito, trabajo todo el día y el camión se hace hora y media hasta la esquina de mi casa… A mi izquierda una gorda muy acá, muy pelucona y con la frente perlada de sudor, sabrosona la gorda hasta eso, y a la derecha un montón de sobacos apestosos tanto pinche estudiante y oficinista que sale a las nueve, tanto cabrón vago suelto, ¿verdá, paisanus? Ya ven que yo desde chavo compro el Esto y ahí vengo leyendo el Esto y de pronto entre sobacos y miradas aburridas o dormilonas que descubro, que voy descubriendo el perfil chato del condenado de Gildardo Camargo, el zambito aquél que perdió a su familia cuando el mar se comió parte de las Playas de Abajo, ¡órale!, el negritillo que adoptó doña Triquina la taquera, la que ponía su puesto en la esquina de mi casa… ¡Ese chamaco fue mi zanquita pocamadre, paisanos!  ¡Se los juro! Fuimos compañeros de escuela, de primaria y de secundaria, estudiábamos juntos, íbamos a jugar juntos, durante años seguimos siendo muy cuates porque nos topábamos a diario, con eso de que su mamá, doña Triquina –a la que, de frente, llamábamos simplemente doña Triqui– llegaba a la esquina de la casa con su mesa de tacos, sopes y tostadas y pues nomás salía y él estaba ahí y empezábamos a cotorrear… Estuvimos en el mismo equipo de básquet, y cuando empezamos a jugar dominó hacíamos pareja… ¡Ustedes saben qué grandes cuatachos llegamos a ser con ese pinche negro!… Digo, estoy en el penúltimo asiento del camión y él viene en medio, parado, agarrado del pasamanos, y de puro verlo ya recordé todo eso. Qué amigazos, ¿verdá?… Por acá la gorda copetona, por acá el bosque de sobacos, y tengo que hablarle, tengo que invitarle una copa a este zanca querido, me digo, por aquí tiene que pasar, cuando se baje por aquí tiene que pasar y voy a detenerlo, para platicar un poco: ¡para recordar los viejos tiempos, chingao!… También le voy a chismear cómo me ha ido como canchanchán del diputado Vivales –¡digo Vidales!–, alto cargo –¡para no hacerme pendejo, camaradas!– que debo a la recomendación de nuestra querida paisana Onerosa; entre bolsas y sobacos le iba reojeando –¿eh?– la cara al negro, él …muy acá, muy serio, chato y pochunco pero muy bien trajeado el pinche negro chismoso, ¡luego luego me acordé cómo era perro para el básquet, jugaba de poste, por alto, huacaludo y patasflacas le apodaban El Pollón, pero tenía rebote, “colada” y daba buenos pases, y así que ve nomás, voy a decirle –pienso– qué chiquito es el mundo canijo negro, El Negro Camargo le decíamos también. Nunca me imaginé encontrármelo en mi camión y en lo que estoy reconociéndolo y recordando y asimilando el gusto de encontrarlo en una ciudad tan inmensa, en lo que estoy pensando que, si me animo, en lo que sube gente al camión y él se acerca a mi asiento, voy a pararme de un brinco y a decirle a que no te acuerdas de mí pinche negro liso, pensaba, y seguro luego le hubiera invitado un trago de mezcal en mi cantón, por el gusto de encontrarnos, chingao, pa’ presumirle –por qué no– el santo hogar que con los años he podido construir –¿y tu carro?, ¿tovía no tienes carro?, me iba a preguntar el ojeis– y presentarle a mi señora y a mis chilpayates, que son el orgullo de mi casa. Digo, esto nomás lo mascullaba para mí, mientras guacheaba al negro de reojo, tras mi Esto. Lo chistoso está en que el camión es de “tornillo”, ¿ya se los había dicho? ¿Eh? O sea que por delante no se puede salir del camión.  Pues bueno, a lo mejor al último no lo hubiera invitado a mi cantón ni le hubiera presentado a mi vieja; ¡ya sé que atrabancao y chismosote es el negro Camargo y aquí entre nos y en honor de la puritita verdá lo único que estaba yo esperando es que mi gran cuatacho pasara por mi asiento para taparme la cara con el Esto…, pero –pos qué creen!…

¡Pinche negro cambujo, triquinesco y ojaldre!… En lo que vuelvo la página de las estadísticas futboleras y levanto los ojos, qué creen, cabrones? ¡Exactamente eso: ¡el condenado negro se esfumó! Me paré para buscar, entre la gente, en los asientos!… Tiré el Esto para buscarlo a mis espaldas, y ¡nada!…  ¡Desapareció! Casi ante mis propios ojos, el negritillo se esfumó!…

–De seguro te reconoció.

–Ha de haber dicho:  la manga!… Será muy mi zanquita del alma, pero ¡la manga!, ¡yo no le hablo a este pinche zanca chismoso!…

–¡Yo no lo invito a chingarse un mezcal en mi casa!, ha de haber dicho el negro Camargo!…

–¡Chale!, cabrones. ¡Cha-le!…

 

Una reunión

 

Sus paisanos (hay varios grupos, pero él busca a los de su generación) se reúnen viernes o sábados. Les gusta el fut, el box. Beben, botanean, juegan baraja, chismean. Les da por la cantada y el desmadre, pero también se enfrascan en discusiones políticas, que casi siempre tienen que ver con los políticos, con el lic Vivales, con el sur. Él, el Ar, es el guitarrista “oficial”, el que acompaña con su lira las canciones que más de cuatro generaciones de costeños han llevado en los primeros gallos a la novia o pretensa –despierta, dulce amor de mi vida, quizá, quizá, quizá…–, las clásicas de Fernando Rosas o las últimas de La Chispa Mojá de El Papayo (“questá tocando atodamadre”) o las eternas coplas de La Sanmarqueña y demás canciones jacarandosas de la región, antes de que algún pasado de tragos se levante a declamar versos de luz y alegría a la morena feria de amor que viene resultando el terruño y apenas lo dejen terminar las rimas de Rubén Mora porque en el baño o la cocina ya se armó una discusión grillosa o chilosófica o toda una sesión de mentadas de madre que terminan en una tanda de trancazos que tampoco nadie sabe quién o cómo empezó.

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