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Humberto Musacchio

Brasil, un vecino al que rasuran

En la segunda mitad de los años sesenta México era el orgullo de los teóricos desarrollistas, crecía a tasas de seis a ocho por ciento y experimentaba una notoria movilidad social, se masificaba la educación superior, contaba entonces con una seguridad social en expansión, era autosuficiente en alimentos y el salario mínimo tenía un poder adquisitivo cuatro veces superior al de hoy. Y vino la gran protesta de 1968.

Hoy Brasil es el escaparate del éxito económico, un exportador de productos industriales con una expansión acelerada del empleo, un país con vigorosas políticas para disminuir la pobreza, con un sistema educativo en expansión, una seguridad social que ha experimentado mejoras sustanciales y una clase media que crece en forma sostenida. Y estalló la protesta que ahora tiene tomadas las calles.

Pero curiosamente, en 1968 surgió el movimiento estudiantil cuando iban a celebrarse los juegos olímpicos y el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, un asesino lombrosiano, no halló mejor manera de contener la protesta que recurrir a la matanza, la tortura y la cárcel. Hoy, en Brasil, falta sólo un año para que ese país sea escenario de un campeonato mundial de futbol, el deporte nacional, y sin embargo la gente salió a las calles a manifestar su oposición contra la fiesta deportiva y el derroche que la acompaña.

La pregunta obligada es ¿por qué una sociedad en ascenso se rebela de manera tan drástica? ¿Por qué quienes deberían estar satisfechos con la mejoría de su nivel de vida se muestran inconformes? No hay que ir muy lejos por la respuesta. Históricamente, en las sociedades que elevan su nivel de vida crecen también las expectativas, quieren más y mejores servicios, condiciones de vida más dignas y un ascenso social más acelerado.

Las sociedades mayoritariamente pobres consumen sus energías en busca de los satisfactores indispensables, fundamentalmente alimentos. Eso ocurre en México en estos tiempos, cuando tres de cada cinco familias sobreviven con menos de cuatro salarios mínimos, cuando la clase media –más allá del ilusionismo del Inegi– experimenta un grave deterioro de sus condiciones de existencia y menos de dos por ciento de la población acapara una gran proporción de la riqueza.

Lo anterior desmiente las tesis facilonas de algunos grupos revolucionarios, para los que mientras más empeoren las condiciones de vida más posibilidades hay de una gran insurrección social. La experiencia indica lo contrario, pero igualmente existe la posibilidad de que la insurrección de Brasil se trasmita por contagio a sus vecinos, igualmente necesitados de mejor educación, más hospitales –¿alguien ha visto el hacinamiento de los hospitales del ISSSTE y del Seguro Social?– y salarios dignos (por cierto, el salario mínimo de Brasil es el doble del mexicano, y aun así…).

Los movimiento populares no se reproducen con un molde o cosa parecida, porque a fin de cuentas obedecen a las condiciones de cada país, pero el ansia de una vida distinta, el hartazgo que generan los políticos corruptos, la ineficiencia gubernamental, el ahondamiento de las diferencias sociales, la opulencia de pocos y los privilegios fiscales y de todo tipo de una mínima porción de la sociedad producen desasosiego que puede transformarse en indignación.

Para el estallido basta una medida impopular, un alza del transporte, como en Brasil, o la intentona de ceder la riqueza de un país a los que tienen dinero, como puede ocurrir en México si la derecha entrega la renta petrolera. ¡Cuidado! Si rasuran al vecino…

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