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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* Hágase el salinismo en el gobierno de Peña Nieto

Para no dar la impresión de que el gobierno de Enrique Peña Nieto podría ser una réplica del de Carlos Salinas, el demócrata estadunidense Bill Richardson inventó en abril pasado un perfil inverosímil del presidente priísta: dijo que “en él se combina el carisma de Reagan, el intelecto de Obama y las habilidades políticas de Clinton”. De esa forma Richardson escondió la estrecha identificación que mantiene Peña Nieto con el ex presidente Salinas, cuyo estilo y gobierno lo inspiran, guían e iluminan.

No podía Richardson ignorar información trascendente al respecto, pues conoce muy bien la política mexicana y casualmente días atrás habían sido revelados por Wikileaks –retomados aquí en el noticiero radiofónico de Carmen Aristegui– cables diplomáticos de la embajada estadunidense en México, en los cuales se documentó la relación del entonces gobernador mexiquense con Salinas, el abierto apoyo que recibía de Televisa y la forma en que utilizaba recursos públicos para promover sus aspiraciones presidenciales. Fechados en 2009, la embajada decía en esos mensajes que Peña Nieto era “ahijado de Salinas”. (“EU: Peña recibió ‘apoyo extraordinario’ de Televisa y es ‘ahijado’ de Salinas”, Proceso on line, 10 de abril de 2013).

Sin embargo, el que Peña Nieto siguiera el camino trazado por su maestro era precisamente el riesgo advertido incluso antes de convertirse en candidato del PRI, dada su cercanía con el ex presidente. Y así ha resultado. Los paralelismos entre los gobiernos de Peña Nieto y Salinas son tan abundantes y exactos, que pareciera que los veinte años que median entre uno y otro –a lo largo de los cuales se supone maduraba en México un proceso de transición y cambio democrático– fueron apenas un accidente, un tropiezo que frenó pero no interrumpió los planes del ex presidente, de retener el poder por lo menos veinticuatro años bajo la consigna de “modernizar” el país.

Durante la gestión salinista, “modernizar” significó la aplicación despiadada de la religión neoliberal y el sacrificio de las personas en nombre del mercado. Los objetivos del salinismo fueron la apertura comercial, el abatimiento de la inflación y la privatización de las empresas públicas a costa de lo que fuera, y el resultado de ello fue el crecimiento de la desigualdad y la agudización de la pobreza. Los ricos eran más ricos al final del sexenio de Salinas, y los pobres más pobres. Lo confirmaría un estudio del Consejo Nacional de Población (Conapo), en el cual se recuerda que en el periodo 1988-1994 “se aplicó el paquete de reformas en política económica recomendadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) con el objetivo central de controlar la inflación. Estas medidas tuvieron una repercusión profunda en el ingreso de la población por la disminución del salario real, que cayó alrededor de siete por ciento”. El Conapo es contundente al señalar que el gobierno de Salinas, aun con el Pronasol (o quizás por él), produjo una mayor desigualdad en el país. Al final del gobierno de Salinas, dice el estudio, “en el año de 1994 se ha tenido la mayor desigualdad de los últimos 20 años y en el que 10 por ciento de los hogares más ricos concentraban 45.2 por ciento del ingreso monetario, mientras que el primer decil no llegaba ni al 1 por ciento”. (La desigualdad en la distribución del ingreso monetario en México, Conapo, 2005).

Peña Nieto puso de moda otra vez la concepción modernizadora salinista. “Es momento de modernizarnos”, dijo en Londres hace quince días para justificar su proyecto de abrir Pemex a la inversión privada. La privatización de Pemex en cualquiera de las modalidades posibles –cruda o disfrazada, impuesta o consensuada en el Pacto por México– significaría la culminación del trayecto emprendido por las corrientes neoliberales de México y el rompimiento con uno de los símbolos de la nacionalidad mexicana. A la tecnocracia priísta le incomodan referencias históricas como la de la gesta cardenista del petróleo y las descalifica llamándolas “mitos”, como si fueran leyendas para niños. Significaría también que el discípulo superó al maestro y llegó hasta donde éste no se atrevió. Pero frente a la desmesura de privatizar Pemex, se empequeñece la reacción magisterial contra la reforma educativa o la indignación popular por la aplicación del IVA en medicinas y alimentos, una iniciativa que hará más rico al gobierno y golpeará principalmente y hará más pobres a los pobres. La marca salinista se nota en esas políticas destinadas a fortalecer al gobierno y también en el poco disimulado manotazo que Peña Nieto infligió a Elba Esther Gordillo igual que Salinas lo hizo contra Joaquín Hernández Galicia La Quina en el sindicato petrolero en enero de 1989.

Las semejanzas no se agotan en la espectacular detención de la profesora Gordillo. La Cruzada Nacional Contra el Hambre, el programa emblemático del nuevo gobierno, parece copiado del Pronasol, con la misma rentabilidad política y electoral. El Pacto por México, firmado por el gobierno de Peña Nieto, el PRI, el PAN y el PRD, es una réplica institucionalizada de las negociaciones y acuerdos subrepticios que Salinas mantuvo con el PAN, que le permitieron asentarse en el poder y crear una mayoría funcional en el Congreso, mientras por otra parte perseguía con saña a la aguerrida izquierda entonces recién congregada en el PRD.

La firma de ese pacto dotó a Peña Nieto de una plataforma para el arranque de su gobierno, eficaz y productiva si se considera que produjo en cuestión de pocos meses la aprobación de las reformas laboral, educativa y de telecomunicaciones. Si se considera que, como Salinas en 1988, Peña Nieto no contó con el reconocimiento de López Obrador ni de la izquierda que él representa, ese acuerdo le brindó un gran servicio, inimaginable además por el hecho de que no fue una idea original ni del presidente ni del PRI, sino de la izquierda aglutinada en el PRD de Jesús Zambrano y Jesús Ortega, movidos por el interés de preservar y acrecentar el capital electoral obtenido con la candidatura de López Obrador, lo que esperan lograr asumiendo posturas institucionales y conciliadoras con el nuevo gobierno. (Roberto Zamarripa, “Tolvanera”, Reforma, 15 de abril de 2013; Jesús Zambrano, “Pacto por México”, El Universal, 25 de abril de 2013; “La historia del frágil Pacto de los Cuates”, Proceso, 27 de abril de 2013)

Otra característica común, quizás la más peligrosa, es el fluido autoritario que corre por las venas de Peña Nieto. Salinas dejó abundantes huellas y Peña Nieto dio indicios claros de ello en el caso de San Salvador Atenco, durante su gestión en el estado de México, y para mayor abundamiento el primer día de su gobierno al reprimir indiscriminadamente las protestas contra su toma de posesión. La fulminante batida contra Elba Esther Gordillo fue también una exhibición de la rudeza a la que Peña Nieto está dispuesto a recurrir para enfrentar a sus adversarios.

La intolerancia asumida frente al rechazo de los maestros de la CNTE y la CETEG a la reforma educativa es igualmente una definición del estilo presidencial de tratar a la disidencia. Amparado en el Pacto por México –lo que implica cobertura y apoyo de los tres principales partidos políticos en el Congreso, es decir sin oposición ni cuestionamientos–, Peña Nieto virtualmente decretó la reforma educativa sin consultarla con los maestros ni con la sociedad. Luego, sin siquiera considerar la magnitud de la inconformidad magisterial, el gobierno cerró cualquier posibilidad de matizar las disposiciones que los maestros califican de lesivas para sus derechos laborales y para la gratuidad de la enseñanza pública. Cuando Peña Nieto dijo “Rosario, no te preocupes”, adoptó el papel absolutista que solía caracterizar a los presidentes priístas. También en eso se parece a Salinas, y el pasado 3 de marzo ofreció una señal inequívoca de esa tentación al hacerse proclamar “jefe máximo” del PRI.

En suma: no se puede pedir más claridad sobre el significado de la elección de hace un año.

 

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