Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Humberto Musacchio

La tragedia de ser india, mujer y pobre

Hace diez años la ciudadana mexicana Inés Fernández Ortega fue violada por tres soldados del XLVIII batallón de infantería asentado en Cruz Grande, Guerrero. Inés y sus compañeros de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (tlapaneco) llevaron el caso ante el Ministerio Público, pero la agredida era india, mujer y pobre y la denuncia resultó contraproducente.
Lejos de iniciarse una averiguación y buscar, aprehender y castigar culpables, “todo el aparato del gobierno se nos echó encima –dice la también tlapaneca Obtilia Eugenio Manuel, dirigente de la OPIM–, empezaron las amenazas anónimas… (y) de las amenazas pasaron a los hechos, asesinaron a Lorenzo Fernández Ortega, hermano de Inés, fabricaron delitos a 15 de los principales dirigentes de la organización, cinco cayeron presos… (y) todavía cinco compañeros tienen orden de aprehensión”.
Obtilia dijo apenas anteayer, ante el secretario de Gobernación Alejandro Poiré, la procuradora general de la República Marisela Morales y el gobernador de Guerrero Ángel Aguirre: “Hemos denunciado con nombre y apellido a los ejecutores de delitos y amenazas. Sin embargo, el Ministerio Público, los policías y varios militares los protegen”. Presente estaba también Rafael Cázares Ayala, director de Derechos Humanos de la Secretaría de la Defensa Nacional, quien debió tomar nota de cada palabra.
En Ayutla de los Libres, Guerrero, se reunieron todos esos personajes entre los que también figuraba Javier Hernández Valencia, representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, pues la ceremonia era el acto público de reconocimiento del Estado mexicano por su responsabilidad en la agresión a Inés y lo ocurrido posteriormente, acto ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, hasta la cual tuvo que ocurrir la señora Fernández Ortega después de tocar puertas y recurrir a todas las instancias en busca de justica, la que no encontró en México.
Todavía antier, soldados vestidos de guayabera trataron de impedirle el paso al estrado en el que ella –vestida con sencillez, de sandalias y el pelo agarrado por un liga– sería la figura central. Pero subió y desde ahí, en tlapaneco, la única lengua que conoce, lanzó su denuncia traducida por Obtilia: “Escúchenme todos, hombres, mujeres y niños: los del gobierno, aunque te digan que están de tu lado, no van a cumplir, no les hagan caso… El  gobernador, aunque está aquí presente, no va a cumplir. Yo por eso tuve que ir a buscar justicia a otros lado, porque aquí no me atendieron”.
Luego, porque era necesario, recordó lo sabido: “Cometieron este crimen contra mí porque somos pobres. Y no sólo contra mí, sino contra otras personas”. Habló de los retenes, de las detenciones arbitrarias, de los interrogatorios humillantes, de los cateos sin orden judicial, de la negativa a entregar presupuesto público a las comunidades indóciles, de la falta de caminos, de escuelas, de agua potable, de drenaje, de electricidad.
Las palabras de Inés y de Obtilia describieron con precisión el horror  que viven las comunidades donde la delincuencia y los representantes del Estado se han aliado. Pero en la decisión de estas valientes indias está también el testimonio del hartazgo social, la desconfianza que suscitan las autoridades, el desprestigio al que han llevado a las fuerzas armadas. Y el problema no es sólo de los tlapanecos. Es nacional. ¿Lo entenderá nuestra clase política? ¿Sabrá que ya llegamos al límite?

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