Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Los encantados de Cerrito Rico

Siendo las 11 de la mañana del día 25 de junio se presentó en esta delegación un individuo de aproximadamente setenta años de edad (aunque insistió en que sólo tiene cuarenta y cinco) que dijo llamarse Pablo Castillo, domiciliado en calle del Ahorcado número veintiuno del barrio de San Mateo, donde vive con su esposa la señora Flor Balbuena y su hijo de 21 años también llamado Pablo Castillo, al que para efectos de distingo aquí llamaremos Pablito. El declarante dijo ser hijo del finado más originalmente llamado Pablo y apellidado Castillo, de profesión camionero y en sus últimos años taxista; de él heredó el declarante el oficio y la camioneta de servicio mixto que maneja desde hace 10 años y gracias a la cual comen él y su familia. La mixta es la número 092 y está registrada en el sitio denominado Independencia.

Pablo Castillo (o C) declaró que a eso de las 9 de la noche un comerciante de macetas le pidió llevarlo a Zumpango con una carga de muebles rústicos, y que después de regatear el precio del viaje aceptó llevarlo. De regreso, pasó a cargar gasolina, y al empezar a subir aún escuchó la última parte de Las Románticas de América de la XEB. Recuerda que dio la última curva en subida y la canción iba en “eres la gema que dios, convirtiera en mujer”, y que cuando empezó a la bajada quiso acelerar, pero que una fuerza superior a las suyas lo obligó a aflojar la suela del zapato. Dijo que iba bajando por la recta de Tierras Prietas cuando muy asustado advirtió que ya no estaba Chilpancingo, aclarando enseguida que se refería al resplandor nocturno de la ciudad que los viajantes puede advertir desde antes de llegar a Zumpango. Para Pablo C, la oscuridad se había engullido hasta la raya fosforescente de la carretera nacional. A media rueda, los dos o tres restoranes por los que pasó semejaban restos de pueblos fantasmas. Entre más aceleraba, el carro se zarandeaba como si le estuviera burbujeando el carburador o le empezara a fallar la batería. Iban a dar las 12 de la noche. De eso está seguro porque en cuanto el locutor de Las Románticas de América se despidió la onda radial se distorsionó y se hizo un chirrido largo y fastidioso.

Relata Pablo C que, entre tanta negrura, vio una lucecita amarillosa adelante, a la derecha, y que instintivamente, “pensando en un mecánico”, giró el volante y entró en el camino de terracería que lleva al Cerrito conocido como Rico. Dice que llevó la mixta hasta donde ésta quiso llevarlo; que subió parte del cerro a pie y que entre más subía más intensa y amarilla se hacía la luz, que resultó provenir de unos de hachones de ocote. No era un taller mecánico, pero no faltaría quien le explicara cómo es que la ciudad se quedó sin electricidad y el radio desapareció del aire por completo.

Confiesa Pablo C que él conocía más o menos el citado cerro y especificó que ladeándolo, se encuentra La Presa, la que, según le contaron sus mayores, dio pocos años de servicio no recuerda si porque se secó el río o los sembradíos que estaba destinada a regar; de todos modos, la presa resultó con grietas, y las grietas creaban sorpresivos remolinos. A los primeros ahogados, las familias dejaron de hacer días de campo en la presa, que de ahí en adelante –explicó– sólo fue visitada por novios y amantes con automóvil. También dijo saber que en ese tal Cerrito había una cierta leyenda que escuchó de su padre una noche después de que se supo que mientras las retroexcavadoras abrían una brecha en el Cerrito se encontraron restos de vasijas y figuritas de barro, cadenas de hierro oxidadas y varias cabezas con copete y nariz exagerada hechas en mármol blanco. Según su padre, en el Cerrito Rico había un encantamiento, y éste se abría a las 12 de la noche del día de San Juan.

Dijo Pablo C que llegó a una explanada ubicada en la ladera del cerro alumbrada por ocotes en la que aparentemente se celebraba una fiesta. Las señoras no pasaban de tres, y los señores no llegaban a siete. Morenos como el bronce, según palabras del declarante, vestían mezclilla y manta, y uno que otro traía sombrero de palma. Todos eran viejos, aclaró don Pablo, y parecía que se divertían bastante… aunque a su modo. Contradictoriamente asegura que una pareja bailaba algo, con exagerada suavidad (recalca), al tiempo que no recuerda haber escuchado ninguna música. De cualquier manera, en cuanto lo descubrieron las señoras se reunieron por ahí cerca y no faltó el señor que le invitara un carrizo de tlapehue. Afirma que hasta bailó una danza (aunque se aferra en que no había música alguna). Dice que se dio cuenta de que entre los que estaban ahí hablaban una lengua indígena que no comprendía, pero que a él le hablaban en español.

El susodicho bebió varios carrizos de tlapehue mientras los señores y las señoras del cerro platicaban sobre la extinción de los zopilotes en el universo y las lluvias que se esperaban para el siglo que viene. Dijo que desde que llegó advirtió que sobre dos piedras planas había al menos una docena de máscaras de soyate y que encima de un petate descansaban varias decenas de vasijas, jarros, metates y otros utensilios de barro, cada uno de los cuales parecía recién salido del horno. En otra pequeña explanada adyacente dos señores cernían maíz y lo iban disponiendo alrededor de ellos en montones de regular altura, y Pablo C dice que sólo entonces percibió el olor a copal.

Dice que de pronto tuvo conciencia de lo tarde que se le había hecho y hasta entonces preguntó si entre los señores había un mecánico, alguien que entendiera de carros, y que como respuesta un señor le dijo que no se preocupara, que cuando volviera a su camioneta el parpadeo de la luz ya habría pasado e iba a arrancar a la primera. Entonces quiso saber si las cazuelas y los jarros estaban ahí de exhibición o para su venta, a lo que el señor respondió, sorprendentemente, que ni para una ni para otra cosa, y lo invitó a tomar las ollas, los jarros e inclusive los cuartillos de maíz que quisiera, porque para eso estaban. ¿Qué festejan hoy?, preguntó, y, asegura, en el instante que todos los señores y señoras, sordamente, respondieron en coro: El día de San Juan…, el viento arreció y la luz de los hachones se volvió más amarillenta e inestable, la tierra se movió, jura, y tuve la sensación de estar en el penúltimo piso de una pirámide.

Asegura don Pablo que fue hasta entonces que recordó la leyenda: el 24 de junio, después de que fue a dejar Zumpango a un mercader, Arriero pasa al Cerrito al promediar la medianoche y ahí se hace de unos costales de maíz. Con las bestias bien cargadas, agarra rumbo a Chilpancingo, y lo primero que le extraña es que de Tierras Prietas a su casa nunca hizo más de cuarenta minutos, y ahora había hecho el recorrido en más de siete horas; más que de madrugada, ya era de día. Además, sus mulas estaban más cansadas que nunca.

En lo que Arriero mete sus mulas, cargadas de maíz, en el corral, aparecen su mujer y su hijo y entre muchos otros improperios le recalcan con furia que es un maldito intruso. Sólo por el imperio de voz y los tangos espantosos que acostumbra reconoció a su mujer, pues ésta estaba mucho más flaca y arrugada que ayer que la dejó preparando las memelas de manteca con lo que lo iba a esperar para la cena, al rato. Todavía asustado murmuró que su hijo estaba mucho más alto que ayer y que haberlo encontrado casado y con dos hijos parecía cosa de magia.

Una versión de la leyenda pone a Arriero diez años más joven que ayer gritando qué te pasa cabrona yo soy tu marido, y a su esposa aún más furiosa dándole de escobazos mientras le grita si está pendejo o qué, que ¿no sabe que Pablo su marido desapareció hace diez años, un 24 de junio, a medianoche, luego de dejar a un comerciante en Zumpango?

Arriero corre a mostrarles la carga de maíz que le regalaron en el cerrito, como confusa prueba de que él es él, y en cuanto abren los pesados costales y el maíz rueda al suelo, se dan cuenta de que todos y cada uno de los granos es de oro macizo y la prueba de confusa pasa a ser contundente.

Pablo C deduce que, con diez años de menos y millones de sobra, Arriero hizo feliz a su mujer y tuvo la suerte de ver crecer a su familia y ser tatatarabuelito.

En ningún momento niega que dicha leyenda pasó por su mente cuando llenaba la cajuela de objetos de barro y de los cuartillos de maíz con que los retacó, pero de ninguna manera reconoce que se dejó llevar por la reventa de artesanías u otro tipo de ambición malsana y premeditada.

Sin que se le pregunte, repite su sorpresa por la desaparición de Chilpancingo, lo que según él, equivale a la oscuridad total, y sin que nadie se lo pida jura que cuando vio la lucecita amarillosa jamás se imaginó que provenía de unas antorchas de ocote de las que no se iba a olvidar jamás. De por sí blancuzco, palidece aún más mientras asegura que el cerro es una pirámide, que los que le regalaron el maíz bailaban sin música y que no se explica lo que le pasa, ya que, cuando ha subido a la mixta a los señores con sus máscaras y bolsas de chucherías, casi siempre les ha cobrado más o menos lo justo.

La mixta se encendió al primer llavazo, tal como anunciaron los señores. Levantó la vista, y fue apareciendo el halo de Chilpancingo. El tramo carretero se le hizo más corto que de costumbre, lo que atribuye a que el malpasado locutor de la XEB dijo buenos días y dejó rayarse el disco de música clásica antes de dormirse sobre el tablero de operaciones. De paso, a que, quién sabe por qué y sin avisar, las calles de concreto habían vuelto a ser empedradas.

Dice don Pablo que en cuanto metió la mixta al patio de su casa su mujer le dedicó una docena de escobazos. Al tiempo que enseña las costillas aclara que lo tundió del palo de la escoba. Dice que enseguida notó que su mujer estaba más bonita que ayer, y mucho más fuerte si tomamos en cuenta la huella de los palazos. Llegó su hijo con una pistola en la mano y le gritó: Pablito, soy tu padre cabrón no vayas a disparar. Tú explícale, le suplicó a su mujer, pero ésta, sin bajar la escoba, se le quedó mirando fijamente y luego con firmeza absoluta le dijo que ni para chismoso servía: Pablo Castillo, su marido, había llevado pasaje a Zumpango la noche de ayer. No tardaba en llegar, y él sí le iba a dar una paliza. Don Pablo no había creído en las repentinas arrugas de sus manos; dice que cuando escuchó Lo que tiene de decrépito lo tiene de ratero, la sangre se le esfumó de las venas: en el espejo retrovisor se vio, más que desdormido y cansado, con las arrugas que empezaba a tener y muchas otras que no sospechaba, muchísimo más viejo que nunca. ¡Maldita sea, estoy encantado!, gritó, asustado, mirando para acá y para allá, sin importarle que nadie le hiciera caso. Fue hasta que respiró dos, tres veces y hasta cuatro veces profundo, que la sonrisa apareció en su cara, organizando locamente sus arrugas, las colgantes y las finas, y todo el patio de la casa. Un encantado…, ¡soy un maldito encantado!, murmuró feliz al tiempo que jalaba la lona de la cajuela, para enseñarle a su mujer y a su hijo el tesoro que sin mover un dedo había obtenido en Cerrito Rico, pero en vez de cazuelas, ollas, jarros y metlapliles de oro, de la camioneta rodaron pedaceras de barro, un pedazo de cadena de hierro verdosa y el pedazo de una nariz de mármol blanco.

Regístrese esta declaración y, junto al informe de la visita que peritos arqueológicos y judiciales hicieron al triste y mal llamado Cerrito Rico, donde sólo encontraron heces de vaca y dos parejas de amantes con carro, súmese a los delitos de allanamiento de morada, usurpación de personalidad, robo de vehículo motorizado (una camioneta de servicio mixto número 092) y faltas a la moral que se le imputan. Por el momento y mientras no aparezca el verdadero Pablo C, es sospechoso de secuestro y probable asesinato con dolo, premeditación y ventaja. Si entre las mentiras del anciano hay una verdadera, posiblemente se le rebaje la condena: otros diez años encantado tras las rejas. De por sí, como loco, repite que, aun sin pasaje, va a Zumpango, y que por más que agarra la recta de Tierras Prietas no logra ubicar el sitio exacto de la lucecita amarillenta, ruega que, antes de dictarle sentencia, se considere que ya bastante tiene con haber perdido a su mujer, a su hijo, a nietos y tataranietos, además, desde luego, de su tesoro, y por último, con la mirada humedecida una y otra vez suplica que esperemos hasta el día de San Juan.

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