Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Don Chente

Era de estatura mediana, complexión robusta y un poco del color del betún, como dice Joan Manuel Serrat.

Por su color y complexión no podía negar su origen afromestizo e indígena. Era de estatura regular pero forzudo. Cuando se bañaba el agua le escurría formando numerosas gotas que resaltaban su piel lisa y brillante. De indígena era su pelo hirsuto  aunque prematuramente blanco.

Tenía frente estrecha y ojos ligeramente rasgados, su bigote más bien ralo y la barba apenas anunciada porque era lampiño. Su nariz era chata, sus labios no muy gruesos y casi morados; sus dientes eran blancos, uniformes, sanos y resistentes.

Sus manos eran fuertes y diestras como extensión de su ingenio. Tenía cortos y regordetes los dedos pulgares de sus manos, como seña particular que algunos de sus hijos y nietos heredaron.

Era hijo de la tierra porque de ella vivía, y aunque su padre se había dedicado a la arriería, él se realizó como campesino porque tempranamente aprendió todas las artes del campo. Nunca le pregunté cómo supo tanto pero seguramente me habría contestado que fijándose en los que sabían.

Leía el tiempo en los indicios de cada día y su vida se ajustaba al ritmo de las estaciones del año. Para el campo usaba su sombrero de palma que podía ser endosado para la temporada de lluvias. Sus huaraches eran de suela de llanta (como dice el corrido de Gabino Barrera) con grapas de alambre para tejer las correas blancas, sin añadiduras para hacerlas más resistentes.

Podía él sólo domesticar un torete cerrero ocupando un buey manso para formar una yunta y con ella arar su campo para la siembra.

Desde joven aprendió a uncir la yunta, cortó sus propias coyundas y armó su arado pegando él mismo el timón (timoncillo) que amarrado al barzón va colgando del yugo para el tiro de los bueyes.

Era también un hombre previsor y organizado (el hombre prevenido vale por dos, solía decir). Sus instrumentos de trabajo y los aperos de labranza siempre estaban ordenados y limpios. Rara vez pedía algo prestado. Cuando alguno de sus hijos trabajaba con una pala o un machete debía lavarlos a conciencia y guardarlos ordenadamente para evitar accidentes y encontrarlos cuando se ocupaban.

Cuando se trataba de abastecer de leña buscaba la mejor entre el monte, sin importar la distancia que era preciso caminar. De preferencia buscaba los árboles secos o maduros, el tepeguaje, zazayasi, cuajiote y brasil eran los preferidos porque hacían buenas brasas y los leños duraban en la lumbre. Era preciso con el hacha para rajar cada leño.

Sus siembras siempre fueron ejemplo para los vecinos por su cuidado y limpieza extrema, pero también porque las fertilizaba siempre para ayudar a su pleno desarrollo.

Si requería más fertilizante del que naturalmente se preparaba en el patio con los desechos orgánicos, a menudo iba a las cuevas de los cerros vecinos para aprovechar el guano de los murciélagos. Con él aprendí que el abono de hormiga resulta especial para las matas de chile y jitomate.

Llegó a dominar tanto el cultivo de vegetales para su comercialización que durante buena parte de su vida se dedicó a su producción y  comercio en la época de mayores dificultades para llegar al mercado.

Cada viernes hacía su carga que llevaba al mercado de Chilapa caminando por la difícil cañada de Vista Hermosa. Eran ocho horas de viaje sin descanso, la mayor parte del trayecto caminando en la oscuridad para aprovechar el clima fresco y la energía de los animales de carga.

En esa larga y pedregosa cañada por donde ahora va la carretera, en aquella época también había la inseguridad por los asaltos, por eso los viajeros se organizaban en grupos.

Don Chente se acompañaba siempre con su compadre Nicolás que era su vecino. A las 4 de la mañana, cuando se ponía en el cielo el lucero atolero, ya se estaban comunicando a silbidos como clave para despertarse y empezar cargar los animales.

Regresaba los domingos por la tarde y nosotros lo esperábamos impacientes preguntando a cada viajero si alguien lo había visto.

Era inconfundible a la distancia con su ropa de fiesta, su sombrero de ala ancha y paliacate en el cuello. Mientras nos platicaba las experiencias del viaje iba sacando de los costales los regalos de la ocasión. En esos días nunca faltaban los cacahuates tostados, los dulces de ajonjolí y de amaranto, así como los pititos de barro pintado y los silbatos de hoja de lata con sus llamativos colores verde y rojo, los yoyos y los trompos. A veces los cuadernos nuevos para la escuela, los huaraches costeños y hasta los zapatos tenis Superfaro que eran la marca de ésa época.

Cuando se trataba de hacer un trabajo de palma él mismo iba al campo para cortarla.

“Vamos a prensar palma” decían los campesinos para acompañarse cuando el temporal de lluvias se acercaba y los techos de las casas reclamaban remiendos contra las goteras.

Don Chente fabricaba sus propios tecolpetes para la cosecha de mazorca, pero su mayor ingenio con el tejido de palma que sabía era la fabricación de su propio capote para la lluvia, como vestían antes los capoteros de la centenaria danza que conocemos como tlacololeros.

Lo engorroso del capote que había que llevarse terciado sobre la espalda colgado al hombro, se compensaba con el calor abrigable que mantenía en la peor tempestad, con la ventaja de que, al contrario de las mangas modernas y de los impermeables de plástico, el capote de palma no se volaba con el viento, por más tempestuoso que fuera. Eso sí, después de mojado doblaba su peso.

Don Chente, como le decían todos en el pueblo, era atento y respetuoso, compasivo y bondadoso.

“Buenas tardes compadrito”, saludaba en la calle mientras con una mano se quitaba el sombrero y extendía la otra para estrechar la mano del compadre.

“Cómo le va compadrito”. Al saludo corto seguía algún comentario y luego la despedida con “saludos para la comadrita”. “Gracias compadrito”.

No decía una mala palabra, acaso las llegaba a pronunciar en una situación de enojo contra los animales, pero nada más. Eso sí, era enérgico para llamar la atención y nunca daba una orden dos veces. Cuando le urgía la presencia de alguno de sus hijos, por muy alejados que estuviéramos con un silbido bastaba, atendíamos el llamado corriendo.

De los pocos placeres que tenía, la comida era algo que disfrutaba, sobre todo si eran los guisos preparados con los productos frescos que él cultivaba.

Leía menos de lo que él hubiera querido porque no era fácil su acceso a los libros. Tenía fama de buen narrador depurando el lenguaje de los libros con el hablar popular que él traducía. Los más fieles seguidores de sus cuentos y relatos éramos sus hijos en las tardes de ocio.

Vicios no tenía porque si fumaba lo hacía sólo por temporadas en las que compraba sus cigarros Tigres, Casinos y Alas.

No faltaba a misa los domingos y pertenecía a la Hermandad del Santiago Apóstol. Cooperaba en los trabajos comunitarios y asistía a las juntas del ejido, aunque nunca le oí ni supe que tomara la palabra para exponer alguna idea o propuesta.

Siempre apoyó la causa partidaria de sus hijos, pero nunca se hizo fanático ni de partidos ni candidatos como para perder por ello alguna amistad. Tampoco buscó ni obtuvo nunca algún beneficio personal que procediera del gobierno.

En el aniversario de su muerte enhebro recuerdos que nos unen, unas veces me lleva cargando sobre sus hombros, otras voy aferrado a él que me enseña a cruzar el río crecido, aunque me gusta más recordarlo bañando en el río Limpio, después de una pesca abundante.

 

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