Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Julio Moguel

HOY, HACE 200 AÑOS

*Las batallas de Morelos

Rendición del fuerte de San Diego

Retomaremos el camino previsto del Hoy hace 200 años a partir de la toma del fuerte de San Diego por parte del ejército insurgente comandado por Morelos, en el entendido de que apresuraremos ahora el relato de los hechos (la toma del fuerte de San Diego culminó el 20 de agosto de 1813) pues el abordaje de los acontecimientos relacionados con el Primer Congreso de Anáhuac (13-15 de septiembre de 1813) implicará por sí solo varias entregas, las que empezarán a aparecer en estas mismas planas a partir de la próxima semana.
Citemos, para retomar el hilo del asunto, lo que el mismo cura de Carácuaro plantea sobre la importancia de tomar Acapulco, justo antes de arribar a esta plaza, en su regreso de Oaxaca (febrero de 1813): “Es indispensable que tengamos cuanto antes un puerto, pues de su posesión obtendremos inmensas ventajas… Ya estamos en predicamento firme; Oaxaca es el pie de la conquista del reino. Acapulco es una de sus puertas, que debemos adquirir y cuidar como segunda después de Veracruz, pues aunque la tercera es San Blas, pero adquiridas las dos primeras, ríase V.S. de la tercera.”
Puede fácilmente advertirse en este texto que Morelos ya piensa como jefe de Estado y desde los encuadres internacionales del tablero de guerra. Sabe perfectamente que ello le permitirá, por lo demás, asir bajo un solo mando el haz de fuerzas insurgentes que operan en los cuatro puntos cardinales del país, cuestión que le parece indispensable para llevar a cabo la grande y definitiva fase de asalto militar a los cuarteles centrales del realismo.
Recordemos que fue el 12 de abril de 1813 cuando los rebeldes se posesionan del puerto de Acapulco, y que a partir de esta fecha se inicia el cerco sobre el fuerte de San Diego. El enorme castillo con forma de tortuga mantenía día y noche su respiro habitual, sin que apareciera en el grupo insurgente asentado frente a sus impenetrables murallas alguien que tuviera una mínima idea sobre cómo llevar a buen término el proceso de asalto. Más aún si las torres de esas mismas murallas vomitaban un fuego nutrido y regular, con cañones preparados para funcionar por largos periodos de tiempo, pues el fuerte contaba con una provisión de pólvora y de balas suficientemente grande que le llegaba sin problema alguno desde el mar.
En la parte insurgente, cercadora del fuerte, se sufría de los intensos calores propios de esa costa y de todos los males derivados de encontrarse asentados en una zona relativamente hosca, dada la proliferación de insectos y las dificultades para mantener condiciones mínimas de asepsia en los campamentos, casas, enramadas (éstas habían proliferado como condición básica de protección frente a los intensos rayos del sol).
Mas no se trataba de un asedio pasivo, de simple y dominguera espera, pues todos los días había tareas físicas de gran calado, algunas de ellas derivadas de las condiciones en que Morelos y sus acompañantes en el mando decidían ampliar o reforzar las propias condiciones del cerco (ampliando o construyendo caminos, cercos, baluartes, plataformas en torno al sitio establecido; o realizando infinidad de tareas relacionadas con el avituallamiento y la conformación de un asentamiento regular, que mantuviera sano y salvo o en buenas condiciones físicas y psíquicas a los hombres –y mujeres– de su ejército). Y lo deseado en cuanto al incremento de presión para ahogar a los realistas, entercados defensores del fuerte, era reducir o eliminar sus fuentes de abastecimiento de agua, entre ellas las que manaban de los Hornos; crear cuellos de botella para limitar o impedir las condiciones de movilidad de los realistas en las inmediaciones del castillo; mantener algún nivel de ataque con la poca artillería que tenían, sobre todo con las culebrinas que habían logrado ganarle al enemigo en los últimos asaltos a Acapulco.
Habremos de recordar que un momento decisivo en el cerco al fuerte de San Diego fue cuando un pequeño núcleo de insurgentes, comandado por el joven Pablo Galeana, se hizo de la isla de la Roqueta (9 de junio de 1813) –para privar al castillo de los servicios de apoyo que desde allí se generaban–, pero que este heroico hecho de armas no llevó en lo inmediato al jaque mate sobre la fuerza enemiga, dada la llegada a las costas acapulqueñas del realista bergantín San Carlos, proveniente del puerto de San Blas (9 de julio de 1813). Pero durante los primeros días del mes de agosto –ahora, hace 200 años– la rendición del fuerte se convirtió en una cuestión de días pues el cansancio y las enfermedades (la peste, entre ellas) empezaron a abatir a los sitiados.
Una líneas de Julio Zárate (México a través de los siglos) amplían el enfoque: “Los del castillo estaban […] sujetos a duras privaciones pues carecían de carne y de leña, habiendo tenido que suplir ésta quemando todos los trastos inútiles, los cuales, consumidos, se estaba ya en el caso de tener que alimentar el fuego con las puertas interiores: las enfermedades se habían aumentado y no quedaba en pie más que la gente precisa para el servicio.”
Morelos logró tener información precisa sobre este asunto, pues un realista desertor de nombre Liquidano le dio los pormenores el 17 de agosto. Fue ese mismo día cuando el cura de Carácuaro dio el paso final del largo y ya costosísimo proceso de cerco. Escrito por él mismo, en un texto dirigido a Benito Rocha y Pardiñas, gobernador militar de Oaxaca, señalaba:
“El 17 de agosto en la noche determiné que el señor mariscal don Hermenegildo Galeana, con una corta división, ciñera el sitio hasta el foso por el lado de los Hornos, a la derecha del castillo; y al siempre valeroso teniente coronel don Felipe González, por la izquierda, venciendo éste los grandes obstáculos de profundos voladeros que caen al mar, rasando al pie de la muralla y dominado del fusil y granadas que le disparaban en algún número. Superóse todo, no obstante la oscuridad de la noche, y a pesar de que el señor mariscal pasó por los Hornos dominado del cañón y de todos sus fuegos, sin más muralla que su cuerpo, hasta encontrarse el uno con el otro, y sin más novedad que un capitán y un soldado heridos de bala y fusil.”
Fue en definitiva este movimiento envolvente y sorpresivo el que hizo la diferencia táctica del momento, colmando la desesperación y los miedos de los defensores del castillo y llevándolos a pedir parlamento. El calendario fijó el 20 de agosto [de 1813] como el día de la capitulación, con un saldo de “noventa piezas de artillería, quinientos fusiles y un inmenso acopio de municiones”.

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