Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Las calles de Acapulco 1

Calzada de los Amates

Las calles de Acapulco, como las de otras tantas ciudades del mundo, han sido bautizadas por sus propios habitantes aludiendo a muchas razones. Entre ellas el lugar al que comunican, algún servicio específico ofrecido en ellas, una fiesta patronal e incluso hechos delictuosos. Más tarde habrá que cumplirse con el santoral cívico patriótico y mucho después se satisfará el ego desatado de gobernantes y sus parientes. Una buena costumbre de los acapulqueños será el de dar a sus calles los nombres de árboles, frutas y flores. También de mares y su fauna, sus ríos, lagunas y montañas Y sin faltar, por supuesto, las ciudades mexicanas.
Las primeras calles de Acapulco comunicaban a la ciudad a partir de la plaza principal, “Plaza de Armas” la llamaron los conquistadores, Zócalo por imitación con el de la Metrópoli y finalmente Juan Álvarez a partir de 1899. Ahí residían los poderes civiles y eclesiásticos y era el punto de convivencia ciudadana, pero sobre todo la puerta al mar.
La Calzada de los Amates unía a la Plaza de Armas con el baluarte denominado Real Fuerza o fortaleza de San Diego, aunque en realidad fue de San Carlos. Esta arteria también era conocida como calle del Parián, escenario de la famosa e internacional Feria de Acapulco. Era una calzada ideal para el paseo dominical a caballo, incluso para las damas. Una nomenclatura que prevalecerá hasta ya muy entrado el siglo XX, cuando se le rebautice con el nombre actual de Jesús Carranza. Ello al conocerse aquí el vil asesinato en Oaxaca del hermano del presidente Venustiano Carranza, junto con uno de sus hijos y un sobrino. Precisamente cuando regresaban de Acapulco donde había logrado conciliar a las encontradas fuerzas revolucionarias de Acapulco y ambas Costas.

Hidalgo

La actual calle Hidalgo fue conocida como calle de La Soledad, seguramente porque salía a la parroquia de la patrona de Acapulco. Formó parte de la colonial “Abra de San Nicolás” –más tarde “Canal de Aeración–” a partir de los acantilados de La Quebrada y hasta la plaza principal. Una obra sugerida por el eminente médico español Fran-cisco Javier Balmis, con el propósito de dar paso a los vientos y brisas marinas, paliando así los calores infernales padecidos por los acapulqueños. Fue el Abra de San Nicolás resultado de una obra portentosa. Consistió en derribar a mano limpia y algo de dinamita un telón de roca de 300 metros de longitud y de 8 a 10 metros de ancho. Muralla pétrea que cerraba casi totalmente lo que hoy conocemos como La Que-brada.
Los primeros barretazos de la colosal empresa se dan en 1799, año en el que el rey Carlos IV confirma al puerto el extraviado título de “Ciudad de los Reyes”. Suspendida al poco tiempo, la obra será retomada casi un siglo más tarde por el coronel José María Lopetegui, jefe de la guarnición del fuerte de San Diego. El visionario militar crea una junta civil de mejoramiento material que llevará a feliz término el proyecto. Estará dedicado desde un principio a San Nicolás Tolentino, de donde le viene el nombre, cuya capilla se ubicaba al pie de aquel cerro. La obra fue inaugurada en 1888. El Canal de Aeración, ampliado con la avenida López Mateos, en 1964.
El aludido doctor Balmis estuvo entonces en Acapulco al frente de una misión solidaria, piadosa y sanitaria compuesta por 22 niños mexicanos entre los 4 y 6 años. Aquí embarcan con destino a Manila con el propósito de inmunizar contra la viruela al mayor número de infantes filipinos, utilizando para ello una técnica del propio Balmis denominada “brazo con brazo”. Médico y chamacos serán aclamados por los acapulqueños dedicándoles, además de un oficio religioso, una gran fiesta popular.
Destacó en esta calle Hidalgo una “casa de alto” o de dos pisos, estilo californiano, habitada por el general John Sutter en calidad de cónsul plenipotenciario de Estados Unidos.
Mucho más tarde, el 13 de marzo de 1924 el consulado es convertido en cuartel general del capitán Charles Preston Nelson, del cañonero estadunidense USS Cincinatti, quien con sus tropas ha ocupado algún sector del puerto. Según Nelson está en tierra para proteger a las familias españolas aquí residentes, amenazadas por fuerzas revolucionarias que vienen de la Costa Grande. Por lo menos ese fue el argumento de quienes pidieron su intervención “para evitar un genocidio”. Ellos fueron el vicecónsul gringo, doctor Pangburn, el cónsul español Juan Rodríguez y ¡Amado Estrada, jefe de la guarnición militar de Acapulco!
Cuando Nelson se disculpe telefónicamente con el secretario de Guerra y Marina, general Francisco R. Manzo, llamándose engañado vilmente y acepte retirarse inmediatamente, hará una pregunta al ministro: “¿Por qué, señor, tiene usted a un hombre tan pendejo (en realidad, usó el shit) en la jefatura militar de Acapulco”? Aquél colgó.

Francisco I. Madero

La calle Francisco I. Madero sale a la Plaza Álvarez por el costado izquierdo de la catedral de Nuestra Señora de la Soledad. Fue en el pasado remoto, a partir de la confluencia con la calle de La Que-brada, el “Callejón del Piquete”. No se sabe bien a bien si porque lo poblaban alimañas ponzoñosas o porque los asaltantes ahí operando picaban a sus víctimas con verduguillo o con otra clase de piquetes.
Ahí se abrió en 1858 la Botica Acapulco (hoy en Carranza), y fueron sus primeros propietarios ciudadanos californianos de apellido Link. La sucesión testamentaria de estos la vende al médico hispano-cubano Antonio Butrón Ríos, alcalde de Acapulco (1890-1902), pasando luego a manos de la familia Leonel. La adquiere muchos más tarde Josafat Cortés Ramírez, propietario de una cadena de farmacias y quien había sido dependiente de La Moderna, de los Rojas-Vela.
La continuación de Madero hacia la escalinata que da a Lerdo de Tejada, honrará al maestro José Agustín Ramírez, el más grande compositor guerrerense, quien nace en el número 8 en esa callecita el 11 de junio de 1903. También en el otrora “Callejón del Piquete” se funda en 1939 la gloriosa escuela Secundaria Federal Número 22 y será hasta ese tardío año cuando los jóvenes acapulqueños tengan oportunidad de alcanzar tan elemental grado de estudios. El edificio que la albergaba, construido por el doctor Butrón, sucumbió ante un terremoto. Antes fue la oficina de Correos.
Cómo olvidar la presencia en Madero de la nevería El Vaso, donde los jóvenes de entonces, limpios de pensamiento y acción, echaban novio saboreando paletas de vainilla.

Independencia

La calle Independencia es una vía empinada de una sola cuadra que baja a la Plaza Álvarez por el lado derecho de la Catedral. Da acceso a los barrios de La Guinea, poblado por familias procedentes de aquella región africana, y El Teconche, asentamiento de indios yopes o los primeros pobladores de la bahía. También, a la Adobería, Los Tepetates y El Hospital, cuando en los años 40 se le cubra con piedra bola, sus miles de transeúntes protestarán airados por lo resbaloso del empedrado, particularmente durante las lluvias, mientras que el sector femenino se quejará de que sus tacones quedaban atrapados entre piedra y piedra. Todo finalmente será cuestión de acostumbrarse.
En el número 3 de la calle Independencia estuvo el consultorio del doctor José Gómez Arroyo, una eminencia en su tiempo. Él fue quien salvó la vida del presidente municipal Juan R. Escudero, atacado en su propio despacho por la soldadesca al mando del mayor Juan S. Flores, a sueldo de las casas de gachupines y de algunos ediles traidores.
Huyendo de la agresión, Juan logra escalar la barda que da a la panadería de doña Sofía Yavale, en la calle Progreso. Preparándose para saltar, es alcanzado por dos balas. Una le rompe el brazo derecho y la otra penetra en el tórax. Sangrando profusamente es rescatado por su mujer Josefina Añorve y su fiel amigo Gustavo Cobos quienes logran esconderlo. Será por muy poco tiempo pues el chacal Flores llega hasta el escondrijo para patearlo y descerrajarle un tiro en la cabeza. Avisado el vecino doctor Gómez Arroyo logrará llevarlo al hospital civil del cerro de Las Iguanas. Ahí le amputa el brazo derecho, arriba del codo, y logra finalmente rescatarlo de la muerte aunque con la pérdida del movimiento de la mitad de su cuerpo.” ¡Estos son güevos, no chingaderas!”, fue el comentario de un amigo que lo fue a ver al hospital. Juan nomás sonrió.
En esta calle se instaló el primer cuartel de Bomberos de la ciudad y también la primera delegación de la Cruz Roja. Alegraba la arteria el trino de las voces infantiles del jardín Morelos, acompañadas al piano por la maestra Celia López (un saludo para ella en su mesa cotidiana de Sanborns). Mucho antes, en esa misma calle, el cine 20 de Noviembre, de madera, por supuesto, sucumbió ante el fuego en un siniestro sin víctimas.
Fue esta misma calle escenario de la tragedia más dramática y dolorosa en la historia de Acapulco. El incendio del teatro Flores (madera y manta), suscitado durante la exhibición de trozos de películas de celuloide, un material de altísima combustión. El saldo del siniestro fueron 300 personas carbonizadas y entre ellas necesariamente muchos niños. El gobernador del estado, Damián Flores, había inaugurado la amplia sala propiedad de su hermano Matías, abandonándola inmediatamente abrumado por el calor.
No hubo cortejos fúnebres al panteón de San Fernando y San Francisco, tan solo el carretón de la basura, jalado por dos mulas, cargado con despojos humeantes. La Güera Leandra, una mujer muy popular en el puerto, lo siguió en cada uno de sus muchos viajes llorando y honrando a las víctimas. (Sin ningún auxilio para sofocar el siniestro, se salva milagrosamente la casa vecina, también de madera, propiedad de la familia Tabares. Casa que no escapará al fuego un siglo más tarde, ahora propiedad de los Rebolledo Ayerdi.

La Paz

El Callejón de la Paz era tan angosto que en las lluvias se saltaba de un brinco de un lado a otro. Ahí estuvieron los colegios Acapulco y México y en su esquina con la Plaza Álvarez, el cosmopolita restaurante Colonial. Ahí, el misterioso escritor B. Traven tomó café con coñac durante las muchas tardes de su estancia en el puerto. Años atrás, en los veintes, fue sede de la Aduana Marítima, alguna vez asaltada por las fuerzas revolucionarias con secuencias dramáticas y chuscas. Entre estas últimas, una parvada de chiquillos recogiendo el reguero de pesos de oro caídos de las talegas rotas de los ladrones en huida.

Juárez

La calle Benito Juárez no fue más ancha que el Callejón de la Paz y como éste fue un predio sembrado con zacate pará. Dicen que el nombre le viene porque al desembarcar aquí el señor Juárez, procedente de Nueva Orleans, para unirse a la Revolución de Ayutla, encabezada por don Juan Álvarez, se echó en una fonda de aquel lugar su primer piscolabis en muchos días.

Calle Roberto Posada

La callecita que bajaba como tobogán hacia la Plaza Álvarez, comunicándola con el Palacio Municipal (hoy escalinatas), es prolongación de la calle Roberto Posada que al otro lado sale a Escudero. Fue bautizada así a petición popular porque en ella tenía su consultorio el doctor Roberto S. Posada, significado por su bondad y altruismo con los pobres, a quienes no cobraba las consultas y obsequiaba las medicinas. Murió el 11 de octubre de 1893 y está sepultado en el panteón de San Francisco.
Mismo acceso para una plazoletita donde se ubica la casa que fue de las Mamitas González, seguramente una de las primeras hospederías del puerto. Uno de sus huéspedes habría sido el general Vicente Guerrero, quien de ahí habría salido para asistir a la comida en el bergantín Colombo, invitado por Picaluga.
Brazo fuerte de ese viejo tronco, Luis Guicho González fue por muchos años el más celoso protector de la salud mental de varias generaciones de acapulqueños. Siendo portero del cine Varie-dades, no permitió el acceso de ningún menor a la exhibición de películas con clasificación C, para adultos o “de viejas encueradas” como las llamaban las mamás.
Don Güicho se preciaba de no haber caído nunca en el engaño de chamacos con bigotes postizos, cachuchas cubriendo casi totalmente la cara e incluso con la cartilla del servicio militar del papá, sobrepuesta la fotografía del jarioso. ¡Pinche viejo!, fue siempre la reacción de los rechazados.
–“Yo sé de toros y de pintura, no de política”, rechazaba Gon-zález cuando algún líder estudiantil alegaba sobre el absurdo de la censura oficial. Que fuera precisamente la Secretaría de Goberna-ción la que determinara, a través de la clasificación de las películas, lo que los jóvenes podían o no po-dían ver. “Gobernación, una dependencia siniestra de la que salieron enfermos mentales, perversos, depravados, rateros y asesinos como los tales Díaz Ordaz y Echeverría”.
De veras, ¿por qué?

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