14 junio,2021 5:56 am

Autocrítica partidista

Jesús Mendoza Zaragoza

 

El ego –en las personas y en las instituciones– se hace cargo de construir sus propios prejuicios para sostenerse y justificarse. En todos los campos de la vida, desde el territorio de los individuos hasta los espacios públicos. Estos prejuicios definen comportamientos y formas de vida, definen actitudes y relaciones y definen dinámicas sociales y políticas. Y suelen representar serias dificultades para la democracia, para la paz y para el desarrollo.

Un prejuicio que nos hemos tragado para alimentar el ego consiste en que la autocrítica es una debilidad y, por lo mismo, la crítica hacia el entorno es una fortaleza. Y nadie quiere aparecer débil ante los demás. Por eso somos tan obstinados para reconocer nuestros errores y tan proclives a seguirlos reproduciendo. Nos hemos vuelto hipercríticos ante todo, incluso ante lo que ni conocemos; opinamos y juzgamos todo y a todos. Esto se ha convertido en una especie de diversión en las redes sociales y en los espacios públicos. Mostramos, de esta manera nuestro talante de extroversión y de superficialidad ante la vida y ante los problemas que nos presenta de manera cotidiana.

Con la actitud crítica solemos presumir de madurez, siempre y cuando sea filtrada por el ego. Pero hay que señalar que hablar de madurez es hablar de responsabilidad. Una persona es madura cuando se hace responsable de sí misma y de su entorno. Una sociedad es madura cuando se hace responsable de sí misma y de su entorno. Y la crítica es una forma del ejercicio de responsabilidad, en la medida en que comienza por desmontar el propio ego, es decir, en la medida en que se convierte en autocrítica como punto de partida. El miedo a la autocrítica indica inmadurez personal o institucional.

Una vez que se ha concluido el proceso electoral, los partidos políticos han comenzado a hacer sus propias valoraciones relacionadas con los resultados electorales, como el punto de referencia absoluto para la crítica. Sus pérdidas y sus ganancias, en términos de poder, son lo que cuenta, porque se han desarrollado como instituciones acostumbradas a su autorreferencialidad.

Dos cosas quiero señalar.

La primera tiene que ver con la concepción que los partidos tienen de sí mismos. Si su referente es el poder y no es el país, su manera de ejercitar la crítica no nos ofrece coordenadas propias para mirar el proceso electoral en términos de avance o retroceso democrático. Esta autorreferencialidad no puede dar lugar ni a una sana crítica ni a la necesaria autocrítica. Simplemente se alimenta el ego del partido, que a partir de resultados electorales hace sus cálculos en términos de mayor o menor poder. Hay que señalar que la tendencia mayoritaria en México está en que los partidos se entienden a sí mismos como fines en sí mismos, en negocios familiares y en ínsulas de privilegios.

La segunda tiene que ver con la concepción de la crítica, desvinculada de cualquier rasgo de autocrítica. Muchas cosas se han escuchado en estos días para explicar las derrotas electorales: las artimañas de los adversarios políticos, las deficiencias de las autoridades electorales, las maniobras de los gobiernos en turno, las campañas de desprestigio, los recursos ilegales, la gente que vende su voto o se deja manipular. Total, todo mundo es responsable de las derrotas, menos el propio partido. Este es un verdadero infantilismo.

El no asumir las propias responsabilidades es perpetuar los autoengaños con prejuicios que no se sustentan en la realidad. Y eso no hace nada bien a los partidos ni al país. El reconocer en privado o en público los propios errores y equivocaciones es asunto de responsabilidad, y de madurez institucional y política. Incluso, representa una fortaleza y genera autoridad moral. La verdad es así: quien la reconoce y la avala, abona a su propia credibilidad. Ese prejuicio de que reconocer los propios errores daña la imagen y perjudica a las instituciones ya no puede sostenerse.

Los partidos políticos tienen una amplia deuda con el país que deberían pagar honrando a sus ciudadanos y hablando con la verdad. Son necesarios, aunque algunos hablan de un “mal necesario”, pero por eso mismo, necesitan transformarse desde dentro para estar en condiciones de abonar a la democracia, al desarrollo y a la paz. Tienen que mirarse como medios y no como fines en sí mismos. Debieran abandonar su práctica autorreferencial para contribuir al bien de la nación.

Si la contribución de los partidos políticos se reduce a reciclar gobiernos, a proveer de candidatos, a pelear batallas electorales, ¡qué pobre contribución! Y muy costosa. Creo que los partidos pueden ofrecer una mayor contribución que le ponga sustancia a la vida pública, y que hasta ahora no lo han hecho.

Tenemos un gran déficit en cultura política en general. Nada se sabe en torno a la formación política que los partidos políticos ofrecen a sus militantes. Recuerdo que allá por los años 60 del siglo pasado se hablaba de las células del Partido Comunista Mexicano o de los cuadros del PAN, cuando había un empeño en la formación política de las militancias, cosa que no existe ya. Había una militancia, sobre todo en las oposiciones, firme y sostenida en convicciones, estrategias e ideas. Hoy por hoy, ya no se debaten ideas ni convicciones porque las campañas son sustancialmente viscerales. Bastan las vísceras y la mercadotecnia para dar una batalla política o electoral.

Mucho bien haría al país la formación política de las militancias partidarias, para que se dibujaran los diferentes proyectos de nación y se visibilizaran las diferencias entre las opciones políticas y, como consecuencia, los procesos electorales tengan un digno desarrollo y, además, se eleve el nivel de discusión política y social acerca del país que queremos. La educación política es la que puede hacer la diferencia para un verdadero avance democrático en el país.

Por lo pronto, hay que comenzar con una autocrítica a fondo.