7 noviembre,2017 6:44 am

Autodefensas, un modelo sin salida

Abelardo Martín M.

La principal característica de la pérdida del sentido de realidad es tener un elefante enfrente sin darse cuenta de su presencia. Peor ocurre con el clima de violencia característico de nuestro país desde hace casi dos décadas y en donde la incapacidad gubernamental federal, estatal y municipal es cada vez más evidente, podría decirse escandalosa. No sólo moldea un estado de miedo generalizado, sino que de boca a boca va proliferando estimulado por políticas públicas que son como leña al fuego, sin que los funcionarios se den cuenta de su grave equivocación.

En el tema de la pérdida de la seguridad o, dicho de otra forma, del clima de violencia imperante, Guerrero ha ocupado un lugar destacado y cada vez más preponderante. Primero fue Tamaulipas, después Michoacán y Guerrero ha tenido una presencia permanente por su clima de violencia.

No obstante, gobernadores van y vienen sin atinar a la forma y el fondo de cómo enfrentar un problema tan grave que carcome todas las estructuras de la sociedad empezando por las políticas, las sociales y las económicas.

El arzobispo de Acapulco, monseñor Leopoldo González, de nueva cuenta puso el dedo en la llaga al referirse a la gravedad del problema de la violencia y el clima de inseguridad en el estado. “En este momento tan difícil para el país necesitamos procesos electorales civilizados que no pierdan de vista el bienestar fundamental de la población, las situaciones más dolorosas que viven gran parte de nuestro pueblo como la violencia y la pobreza extrema”, dijo este domingo en su conferencia de prensa semanal.

Para el senador Alejandro Encinas, este flagelo se agrava por la “ausencia del gobernador, Héctor Astudillo”, quien a dos años de mandato ha demostrado con creces su incapacidad para enfrentar el problema.

Por eso, el arzobispo de Acapulco llamó a políticos y a sus partidos a protagonizar procesos electorales civilizados y dejar esas campañas centradas en intereses de grupos o corrientes políticas y en ocasiones sociales y económicas. Lo mismo que algunas veces en intereses personales y familiares.

Uno de los errores cometidos por distintos gobiernos ha sido el convertirse, sin quererlo, en promotores del clima de violencia y la proliferación del miedo generalizado. Intentan sin remedio posicionar publicitariamente sus logros y resultados en materia de seguridad, creando o contribuyendo a exacerbar la violencia. Es ingenuidad o tontería publicitaria de quienes pretenden combatir a la delincuencia con spots o pretender que esos anuncios aporten seguridad a los ciudadanos que, diariamente, conocen las historias de violencia y terror que se vive en todo el estado y en muchas partes del país. Los testimonios son incontables.

Más de 62 mil niños y jóvenes de comunidades de siete municipios de la Montaña Baja permanecen sin clases, pues los profesores y directivos han considerado que la creciente violencia en la región –que incluye Chilapa– pone en riesgo a los alumnos y a ellos mismos, y en muchos casos han sido amenazados por los delincuentes para suspender labores.

Lo que en diversos planteles empezó como una suspensión derivada de los sismos de septiembre y de la necesidad de revisar los daños y la seguridad estructural de los edificios, se ha mezclado con el temor proveniente de mensajes de los criminales.

Hace ya varios años que en diversas colonias de Acapulco y en otras poblaciones tuvo que instrumentarse una operación policiaca y militar en las escuelas para que los docentes se sintieran protegidos y los estudiantes pudieran tomar clases.

La inseguridad no se ha resuelto, y por el contrario, las más recientes estadísticas muestran que va a la alza. Octubre pasado finalizó con 193 ejecuciones en el estado y la cifra acumulada a lo largo del año pronto rebasará las dos mil.

Lejana quedó la teoría de que los asesinatos se cometen sólo entre los integrantes de las bandas. La violencia afecta la vida entera de las comunidades, incluso en ámbitos como el educativo que parecieran muy lejanos de la dinámica de los grupos criminales. Comerciantes, taxistas, empresarios, incluso sacerdotes, sufren la extorsión de los delincuentes, y se enfrentan al dilema de pagar el “derecho de piso”, servir de informantes y admitir el imperio de los maleantes, o cesar sus actividades, emigrar o, como hacen ahora los maestros, cerrar los planteles y esperar a que el vendaval pase, con la conciencia de que en realidad no va a pasar.

Rebasada también ha sido la esperanza de que las llamadas policías comunitarias contribuyeran a restaurar la paz y la seguridad en pueblos y comunidades. La promoción y tolerancia de estos grupos por parte del gobierno copió modelos de operación paramilitar como los utilizados con muy malos y peligrosos resultados en Colombia.

Si en algunos casos hubo en su inicio alguna intención realmente idealista de que las poblaciones se defendieran a partir de su propia organización, hoy esos grupos están prácticamente en su totalidad en poder de los cárteles de la droga, y sirven para proteger el trasiego y el control territorial.

El crecimiento de la producción de heroína y opiáceos en Guerrero, su exportación sin precedentes hacia Estados Unidos, y el crecimiento de las fortunas que le producen al crimen organizado, explican por qué, pese a las buenas intenciones de la Federación y del gobernador, la violencia y la inseguridad aumentan y se descontrolan cada vez más.

El gobierno de Héctor Astudillo comienza así su tercer año. La situación no aminoró en el primero, como se prometió, ni siquiera en el segundo. Y no se ve para cuándo. Al contrario.