26 septiembre,2024 6:07 am

Ayotzinapa: la década infame

EDITORIAL

A la desaparición de los 43 estudiantes normalistas víctimas de la sevicia en la noche de Iguala, hay que sumar la decisión de dos sucesivos gobiernos para no esclarecer el caso cabalmente. Además, hay que computar los giros en las investigaciones que han terminado por desviar la mirada del objetivo principal, por confundir a los interesados en conocer la verdad o por encubrir a presuntos responsables. El resultado ha sido una década de infamia, donde el engaño y la manipulación arrojan un saldo de impunidad.
Pronto quedó de manifiesto la frivolidad inicial del gobierno de Enrique Peña Nieto, que desdeñó el asunto como si se tratara de un incidente local. Cuando la federación entendió que debía tomar el caso en sus manos, tuvo la ingrata ocurrencia de fabricar la “verdad histórica”, que al paso del tiempo quedó desacreditada.
La llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República dibujó en el horizonte la posibilidad de que, ahora sí, la investigación terminaría por poner los hechos en claro y quitaría del expediente las torceduras acumuladas en el camino.
López Obrador fundamentó esa expectativa con su compromiso personal, al incluir el caso Ayotzinapa en sus prioridades de gobierno. Luego avivó la llama de la esperanza, al constituir la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia, auspiciar la designación de un fiscal especial del caso y encargar la conducción a un hombre de probada vocación democrática, Alejandro Encinas.
El equipo logró avances notables, catapultados, además, por el regreso a México del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que ya había trabajado durante el gobierno de Peña Nieto, pero que, sin explicación convincente, fue apartado de la tarea.
El progreso de la pesquisa siguió, pero no tardó en encontrar una muralla: el Ejército. El grupo de expertos, la Comisión de la Verdad, la Fiscalía Especial y el grupo de padres y madres de los estudiantes y sus abogados llegaron al convencimiento común de que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) albergaba material informativo sustancial para arrojar luces definitivas en el caso.
López Obrador ha repetido que ordenó al secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, que abriera todos los archivos necesarios a los investigadores y a los familiares. Ambos han insistido, también, en que la orden fue acatada.
Pero muy distinta fue la apreciación de la comisión, los padres y madres y el GIEI. Por diferentes vías llegaron a precisar el paquete de información de inteligencia que razonablemente puede suponerse que conserva la Sedena y que sigue sin conocerse.
El GIEI, en su sexto y último informe sobre el caso, llegó a detallar, con fechas y circunstancias, los registros que debían reclamarse a los militares; los famosos 800 folios cuyo contenido no se ha dado a conocer. En esencia, el material requerido es el que pondrá en perspectiva nítida lo que ahora son indicios que se deben investigar de los acontecimientos de hace diez años.
¿Quién del alto mando militar estuvo al tanto en tiempo real de los movimientos de los normalistas? ¿Qué instrucciones recibieron los jefes del Ejército en el terreno? ¿Qué informó en su momento el agente infiltrado entre los estudiantes y que terminó como una más de las 43 víctimas? ¿Por qué la Defensa no rescató a su hombre? ¿Qué reportes hubo en la Sedena del destino de los jóvenes, una vez que quedaron en manos de las policías locales? ¿Algunos de los estudiantes pasaron por uno de los cuarteles de la zona? ¿Qué ocurrió ahí? ¿Qué grado de compromiso había entre oficiales y tropa y el crimen organizado en Guerrero? ¿Quién de la superioridad estaba al tanto?
Estas y otras muchas preguntas se agolpan en las pesquisas y en las gargantas de los familiares. Pero ese reclamo de transparencia, lejos de dar el impulso definitivo a la investigación, significó el golpe de timón para que, también en este sexenio, el caso naufragara.
López Obrador atajó cualquier intento de cuestionar al Ejército, más allá de algunas consignaciones. Por el contrario, ha convertido la defensa cerrada de las fuerzas armadas en una parte sustancial de su discurso. Fue significativo el acuerdo político al que llegó con Estados Unidos para liberar a quien fuera el titular de la Sedena cuando los hechos de Iguala, Salvador Cienfuegos, detenido en ese país acusado de narcotráfico.
El choque de visiones sobre la real actitud del Ejército en septiembre de 2014 se convirtió en un punto de inflexión y, al final, en el hecho que marca la gestión de López Obrador ante el caso.
Abierto ese diferendo, el presidente destituyó a Encinas, propició la salida del fiscal especial y puso fin a la gestión del GIEI. Con una perversa maniobra, funcionarios del gobierno han intentado quebrar la unidad ejemplar que han demostrado los padres y las madres de los normalistas. La comisión quedó al garete y el propio mandatario, en una decisión insólita, anunció que él, personalmente, se ocuparía de encabezar la investigación del caso Ayotzinapa.
López Obrador, en un extraño papel de agente del Ministerio Público, presentó dos informes de su indagación y sendas cartas dirigidas a los padres y madres. En ambos casos el resultado es decepcionante. Lejos de ayudar a esclarecer los hechos, el mandatario ha optado por repartir culpas, por denostar a organizaciones humanitarias de probada rectitud y por atribuirle toda suerte de maquinaciones a terceros.
Mientras tanto, los jefes militares de las plazas involucradas siguieron sus carreras y recibieron sus ascensos escalafonarios. Los detenidos por el caso cuentan con abogados de la Sedena pagados con recursos públicos, que han llegado al extremo de hostilizar a Encinas por todos los medios a su alcance.
En esa especie de montaña rusa de avances y retrocesos, de hallazgos y encubrimientos, de hechos y de invenciones, la verdad sobre la suerte que corrieron los estudiantes se ve distante. El décimo aniversario de la tragedia coincide con el cambio de gobierno. Un nuevo sexenio es inminente y, como es natural, en los familiares de los normalistas resurge la esperanza de conocer, por lo menos, cuál fue exactamente el desenlace de aquella terrible noche.
Toca a la futura presidenta decidir si entra al fondo de la cuestión o se pliega a la inercia del actual gobierno. El reclamo está vivo, las familias, las nuevas generaciones de normalistas y una sociedad entera, agraviados todos por tantas atrocidades, una encima de otra, esperan que por fin cese la incertidumbre. Que termine ya esta infamia que pone al país una marca funesta ante el mundo.