2 enero,2021 9:39 am

Busca el escultor “Hersúa”, ganador del Premio Nacional de Artes, un espacio para legar su obra

 

Ciudad de México, 2 de enero de 2020. El escultor Manuel Hernández Suárez, Hersúa lleva años resguardando buena parte de su obra para un futuro museo en algún lugar del sureste mexicano. Piezas que se ha negado a poner en el mercado y que representan la mayoría de su producción.

“Nunca quise ser mercancía”, dice vía telefónica el artista sonorense de 80 años, convencido de que el arte no es para producir obra y vender. “Es para procesarnos, para ir más allá. Eso es lo que he hecho. Si no me proceso, me retiro”, sostuvo el reciente ganador del Premio Nacional de Artes y Literatura, en el campo de las Bellas Artes.

Su plan es crear un museo con toda la producción que conserva. “Mi idea es que algún gobernador me diga: ‘Le doy el terreno, hágalo ahí’”.

Tuvo idea de guardar sus obras con la conciencia de que, si vivía muchos años y reunía una cantidad considerable de obra, prefería darla al pueblo de México.

“Ésa es mi idea final, dejarles mi vida con la obra”, aseguró Hersúa.

Un museo lejos de su natal Sonora, “muy rica y muy inculta”. Si prefiere llevarlo al sureste es porque quiere beneficiar a sectores que viven en mayor situación de pobreza y marginalidad. “Por eso yo quisiera hacerlo ahí, regalarles todo mi trabajo”, expresa.

Hersúa descubrió su vocación el día en que acompañó a su padre a una ferretería en Ciudad Obregón y se quedó viendo unas “brochas muy delgaditas”; no conocía los pinceles. Cuando el dueño de la ferretería se dio cuenta, se los ofreció muy baratos. Entonces, en su localidad, no había ningún pintor o artista, recuerda. Con esos pinceles, el niño Manuel se puso a copiar calendarios y jugar con los colores.

“Aprendí que jugar era lo que yo quería. Hasta hoy lo sigo considerando: la vida es un juego”.

Cuenta que, cuando niño, se subía con una sábana al techo de su casa y fantaseaba con volar. “Era una fantasía, pero lo sentía en todo mi cuerpo. Dije: ‘El cuerpo es importante y jugar es más importante con mi cuerpo’”.

El juego que, lamenta, es aplastado por el condicionamiento del adulto.

Ya joven, se fue de aventura a Estados Unidos y anduvo por todos lados. “Me di cuenta que viajaba, pero me estaba buscando”.

Allá siguió pintando y le ofrecieron una beca para estudiar en Los Ángeles, pero Hersúa prefirió irse a la Ciudad de México durante un año, probarse para ver si “servía”. Ingresó a la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) en 1965, ganó en su primer año el concurso de autorretratos y, al año siguiente, una mención honorífica.

Pronto dejaría de concursar, pero la vocación estaba decidida: “Voy a hacer lo que quiero, sea arte o no sea arte”, se prometió.

Su camino estaría, sobre todo, en el arte público, y de ello consta su contribución a la creación del Espacio Escultórico en Ciudad Universitaria, proyectado junto a un grupo de colegas: Helen Escobedo, Manuel Felguérez, Mathias Goeritz, Federico Silva y Sebastián.

“(La idea) era hacer una obra que se sintiera que no estás en la ciudad, y creo que se logró”.

En el libro Hersúa, obras/esculturas, persona/sociedad, el crítico peruano Juan Acha sostuvo que “la autoría conceptual” del Espacio Escultórico “es atribuible, a pesar de su carácter colectivo y su condición como escultura transitable, a Hersúa”, según se asienta en el catálogo de la exposición Juan Acha, Despertar revolucionario, que se expuso en el MUAC. Dicho libro, anticipa el artista, será reeditado.

“(Lo hecho en Ciudad Universitaria) es la obra más importante de land-art en América Latina”, asegura el escultor. “Siempre me lo quieren quitar: como el niño salió guapo, todos quieren ser el papá”.

Su obra se despliega en museos y ciudades de Francia, Bulgaria, Japón, Australia, Cuba y México.

“La escultura requiere del espacio real, donde nos movemos nosotros. Si usted viaja a otro país y va a los lugares abiertos, a los mercados, a cualquier lugar público, va a ver a la gente lo más cercano a lo que son, porque no se están cuidando, no están actuando.

“El hecho de cómo caminemos, giremos, es un diseño que retomo del individuo para crear las obras que realizo y colocarlas en un espacio real. Las regreso al medio ambiente del individuo, pero necesitan transitarse”, explica.

Hersúa propicia que el espectador transite por sus esculturas, como en Ave Dos, en CU, con la idea de que la persona entra de una manera y sale de otra, dice.

“El espectador debe ser copartícipe de mi obra para que entre al campo de lo creativo. Si usted ve una obra y la significa, se va a percatar que ya tiene una capacidad de observación que no tenía”, asevera. “Trabajo para los demás, en mis obras hay algo mío pero también hay algo de ellos”.

En 1968 fue miembro fundador del grupo experimental Arte Otro y expuso en la ENAP tres ambientes cerrados: Micro-Macros, Psico-cilindros y Ambiente inestable.

“Les llamaba ‘ambientes’, ahora son instalaciones. Soy un precursor de la instalación”, declara.

Para Hersúa, la verdadera Ruptura en el arte la hicieron Carlos Mérida y Rufino Tamayo, el “más grande artista que hemos tenido”.

“Cuando hice los ‘ambientes’, eso era Ruptura. Los otros eran pintores bastante tradicionales; Felguérez y todos ellos”.

A sus 80 años, se ha ido la fuerza de la juventud, pero mentalmente se siente mejor.

“Hay que hacer uso de la astucia”, añade el artista. “Cuando uno es joven, se cometen muchos errores”.

Pero, a pesar del paso del tiempo, el juego sigue presente. “Juego con las formas, con los colores. No me gusta tenerles miedo. Hay que jugar”.

Planea una intervención en el Lago de Cuitzeo, en Michoacán, y publicar un libro sobre su método de trabajo.

“Yo me puedo morir cuando sea, cuando me llegue. No le tengo miedo a la muerte, es parte de la vida. Nacimos con ella a un ladito, nos va a acompañar y nos vamos a ir con ella”.

Eso sí: nunca creyó a quienes le decían que se moriría de hambre, convencido de que el arte era su camino. “He seguido con el juego”.

Texto: Érika P. Buzio / Agencia Reforma