29 diciembre,2022 5:22 am

Carta al fin de año

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

(Primera de dos partes)

Alan Valdez

Me sorprende que el agua, eso que siempre desea no contenerse, encuentre la quietud y que esa quietud signifique el color blanco y manos rojas como manzanas aún no tan maduras, y también que sea diciembre y que la gente se abrace y se diga cosas como hay que quererse, aunque sea un momento, porque ya de por sí el mundo está jodido, para qué joderlo más. Y entonces, la gente se sienta a compartir los alimentos, no importa qué sea lo que se coma, sino los nombres repartidos sobre la madera. Esta es la mesa en donde yo crecí, estos son los nombres de ellos. Y nos reímos, pero también lloramos, y nos volvemos a reír porque la vida es contradictoria, y lo es tanto que a veces hasta llueve, aunque el sol esté puesto.
Así que esta mañana caminé alrededor de un lago congelado. Me preocupé un momento por los peces, pero no tanto como para no recordar el sabor de ese ceviche ahí cerca de las siete esquinas pasando la Comer de Las Hamacas, y si no mal recuerdo, el restaurante de mariscos se llamaba El Güero. Me encantaba que hubiera pez vela y pez mojarra y un pulpo en acrílico ahí empotrados como si el mar fuera tan solo esas cuatro paredes blancas tapizadas con fotos viejas de Acapulco. Fotografías a blanco y negro, como se le ha pedido ser a la nostalgia. Y unas sillas de plástico de cerveza Sol. Y unos molcajetes también de plástico con una salsa verde brutal esperando ser bautizada por unos totopos quizá no tan memorables, pero igualmente necesarios para el maridaje. Ahora que lo recuerdo, pienso sobre todo en las crudas ya de carácter criminal que me vengo manejando algunos fines de semana, y en cómo quisiera que mariscos El Güero estuvieran cerca de mi casa, pero estoy lejos.
Hizo frío, muchísimo frío, tanto que el sol no calentó ni en palabra. Los gansos huían hacia un sur que no conozco, probablemente a Argentina, porque después de ese último penal de Gonzalo Montiel, pues Buenos Aires será una fiesta eterna, tan eterna como el río de la Plata, ese río que Magallanes confundió como el Pacífico hace más de 500 años. Así que los gansos volaban, te digo, y yo quise irme con ellos para ver si de una vez por todas entendía qué significan los años que tengo.
Seguí caminando otra hora, y me di cuenta, tristemente, que a pesar del vario vuelo que observé, algunos gansos se habían quedado inmóviles sobre el agua congelada. Quise tomarles fotos con mi celular, pero en un momento cuando estaba lo suficientemente cerca de la orilla y vi el cuerpo de uno ahí paralizado, enseñándome la caducidad de su plumaje, sentí que debía guardar respeto por el mutismo de migración que se anunciaba en cada una de sus alas.
Tuve una pequeña revelación sobre qué significa la vida, pero duró poco, siempre dura poco. Nadie puede contener esa claridad por mucho tiempo. Regresé a la casa, y mientras acomodaba mi chamarra en el perchero, escuché a mi madre y mi tía reír como si fueran niñas que acaban de llenarse de lodo las calcetas. Las abracé, y breve pero contundente, entendí porqué son hermanas, y sentí algo muy próximo a lo que sienten las plantas al sacarlas de una maceta para ponerlas en tierra firme y nutritiva, para que así sus hojitas sean verdes, sean el verde, el único verde, y me reí también, pero sin que se dieran cuenta, como si fuera un niño, el único niño, y mordí una manzana, la única manzana, la primera.
Antes de la última mordida, vi desde la ventana de la cocina a un hombre caminar mostrándose tan seguro de hacia dónde iba que envidié su futuro, pero no dije nada, y mejor seguí mirando cualquier otra cosa que ocurría afuera, y todo comenzó a cubrirse de nieve, y todo sucedió más lento, y sentí una urgencia de saber qué fue lo que pasó durante doce meses, porque sé que algo pasó, es decir, lo intuyo, pero no puedo enunciarlo, como cuando te despiertas y sabes que soñaste, porque el sudor ampara la brusquedad de lo que padeciste dormido, pero aún así no puedes describirlo. Así que decidí preguntarte directamente, a ver si tú me das luz sobre esto o algo parecido a la claridad.
Te escribo esto a unos días de que cambies de rostro. Sé que el contexto no era tan necesario para ti, y pude haber empezado con las preguntas obvias, pero es importante escribirlo, porque para mí la nieve significa muchas cosas. Esa pausa que da el blanco del invierno también es la pausa que tiene la espuma de la interminable ola, y yo soy la pulsión entre ambas, contradictorio, sí, y tenía que hacer homenaje a esas dos condiciones de mi nombre. Además, estoy con mi familia, aunque falta mi padre, él sí está en la playa. Antes de continuar, déjame le mando un saludo a mi jefe: Hola, papá, ¿cómo te la estás pasando en estas fiestas? Si tienes tiempo, ve por un ceviche ahí a El Güero, si es que aún existe ese lugar, y de paso échate una cerveza a mi salud. Y después, ve a la estatua de Narciso que está sobre esa piedra al lado del restaurante 100% Natural. Te confieso que yo siempre pensé que la estatua era de una foca. Uno nunca deja de aprender, es cierto, eso tú lo dijiste, pero ahora ya te doy la razón).
En tu principio creí tener algunas certezas, pensé en el amor y sus maneras, también cosas sobre la escritura, y aprendí una receta para cocinar un arroz con camarón que me jacto de hacerlo a la altura de cualquier restaurante japonés que no cause intoxicación inmediata. Vi un sol, por ejemplo, y me alegró saber que cumpliría 30 años. Lancé varias piedras al arroyo, corrí y acaricié algunos perros con nombres inverosímiles. Pero poco a poco fui perdiendo. Me volví uno con la maleza, pervertí mi sueño, la montaña tuvo neblina, y dejé de saber cuándo terminaba la tarde. Te pregunto por qué las cosas se acomodan de esa forma y no de otra, qué me puedes tú responder a eso.
También tuve la dicha de nadar en un lago, de beber y masticar como los romanos lo dictaban, y en cierto sentido, fui feliz estúpidamente, hasta que ya no, como todos. Es necesario. Lo sé. Escribí sobre un venado corriendo en la orilla de una playa de Baja California en la que nunca he estado, pero es hermoso cómo corre. Pareciera que ese venado y las olas se crearon al mismo tiempo, logrando ser una sola cosa con diferente nombre, pero al fin una. Después abracé personas, y luego ya no nos abrazamos. Me mudé de casa. Dime, por qué cuando uno se muda pareciera que siempre faltó empacar algo.
Escribí también sobre ir a terapia, sobre sentirse solo en la orilla de una ventana que no da hacia ningún lado, sobre lo rojo de las manzanas, sobre su interior, sobre las piedras y su memoria. Caminé de noche por la Ciudad de México, me sentí sospechosamente joven, me dolieron las piernas, perdí mis llaves. Compré una planta. Se secó esa planta. Y aquí quisiera saber, qué tanta sombra es necesaria, qué tanta luz es necesaria.
En tu mitad cumplí años, no fue nada ostentoso, nada notable, pero el ruido que ya me cargaba como bandera se repitió insistente anunciando el sinsentido de los últimos meses. Y justo me recibió el tercer piso en el hospital. Perdí ya no metafóricamente el color. Tuve miedo, me abrazó mi hermano, lloré mientras me bañaba para que él no se diera cuenta, pero sí se dio cuenta, y pensé en un poema que aún no escribo, él me escribe. Y deseé como nunca acordarme íntegramente, a detalle, con minucias y todo, en cómo fue que aprendí a nadar. Anda, contéstame, ¿por qué uno no puede acordarse completamente de todo?
Mejoró mi salud, comencé a escribir en este lugar, y a pensar en las cosas que la gente olvida. Me volví aficionado al té, escribí sobre el llanto, pensé en mi abuela yendo a la iglesia. Creí en el amor de nuevo porque, como dije, uno es un ser contradictorio, y está bien, lo pago. Me volví a mudar, sentí un temblor, compré más plantas, grité a medianoche en el zócalo de la ciudad para ver qué se siente ser tan antiguo como una civilización. Me aprendí tu nombre, y tuve miedo. Visité el desierto, entendí por qué hay cosas que nunca van a regresar. Y entonces, quisiera saber, pero respóndeme lo más honestamente posible, a dónde van esas cosas que ya no regresan.
Sigue nevando, nos sentamos todos a la mesa y discutimos las implicaciones de tener esta vida y este nombre y este cuerpo y no otra vida y no otro nombre y no otro cuerpo. Sonreímos y lloramos, como te dije al principio, y comemos fruta, fruta hermosa como las tardes en el desierto. Y brindamos con los vasos vacíos, o llenos o medio llenos, porque esta no es una cuestión de suerte, sino todo se trata de la sed. Yo aprendí de la sed en el mar. Es increíble, no crees, que ahogarse sea el antónimo de la sed, pero no voy a terminar esta carta el día de hoy.
Y antes de irme por esta tarde, sólo quiero agradecerles mucho a las personas que leen todo esto, quiénes quiera que sean, cuántos sean, no importa, sólo gracias por su paciencia. Mis metáforas no necesariamente son suyas, pero se las regalo, de eso se trata escribir, de aprender a no ser egoísta con el lenguaje. Este es mi hallazgo y esta es mi lengua, con ella aprendí a reconocer a mis padres, y a nombrar lo que deseo y lo que me hace daño, a señalar el milagro de la lluvia en un vaso de agua. Con ella aprendí a contar los cristales de la arena, a llamar al primer perro que tuve, a pelearme con mis hermanos, pero también a tomarnos de las manos para cruzar el camino hacia la escuela.
Mientras escribo esto, pasa alguien más, y su caminar es menos severo y tajante, improvisa pequeñas zancadas, como si fuera la primera vez que camina en este mundo, y también lo envidio.
Estas son las cosas que recuerdo, pero también las cosas que olvido, así como ustedes. Y ya sólo quisiera saber, si tuvieran que preguntarle algo a este año antes de que termine, qué cosa le preguntarían. Yo, por ejemplo, quisiera saber por qué ninguna ola es igual a otra.