27 julio,2024 6:01 am

Cien lugares famosos para gente no famosa

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

Son las 8 de la mañana aquí en Helper, Utah. Bajo la marquesina de la breve estación, hay una familia. Trato de imaginarme sus vidas, la razón de su viaje, los nombres de cada uno de ellos y los motivos detrás de haberse vestido igual: blue jeans y una playera blanca con un estampado nada pequeño de la cara sonriente de un animal excesivamente domesticado. Sospecho que quizá murió su mascota y van a tirar las cenizas al gran río al que lo habrán llevado, por primera vez, a ensayarse las patitas en el agua hace 10 años. O tal vez, su perro no pudo viajar con ellos y cada que se tomen fotos, la cara del golden retriever que usa cachucha, saldrá como parte de la postal Verano 2024 de esta familia sin apellido. O quizá, ninguna de las anteriores y más bien la familia no es una familia, es un grupo de desconocidos entusiastas que viajará de Helper, Utah a Golden, Colorado a celebrar el día mundial del golden retriever a plena luz de una media mañana que no puede disimular su aroma a bloqueador solar.

El tren reanuda su tacto metálico y preciso, y yo dejo de fantasear con un desfile masivo de dueños con sus perritos dorados caminando por una enorme llanura, cuidando de que a nadie, por ninguna razón, se le ocurra arrojar una pelota de tenis, porque el maquinista da varios anuncios, entre ellos, que el vagón restaurante estará sirviendo el desayuno. Repaso mi hambre. Decido solo tomar café. Allá afuera, por mientras, el desierto nos saluda indulgente, alzando sus dedos cribadores de arena y sonrío, y tomo alguna fotografía, y también me sorprendo.

Voy en el California Zephyr número 6. Llevo recorridas 22 horas desde que salí de la ciudad de San Francisco. Me faltan 14 más. No es queja. Estoy atravesando el Viejo Oeste. Pero no voy a caballo, mi cabeza, hasta donde sé, no tiene precio, ni tampoco tengo ganas de dispararle a todos los bisontes que pueda con mi Remington Rolling Block por puro placer o por puro aburrimiento. La gente se reúne en el vagón observatorio, que es una de las amabilidades principales del tránsito ferroviario. Mirar. La gente del tren, con sus gritonas excepciones, ha abrazado una lentitud que se precia de extinta, para pasar horas en un vagón mirando cómo cambia el paisaje de Estados Unidos de desierto a montaña y viceversa.

El día crece y nosotros crecemos con él, en medio de quién sabe qué deseos adheridos a este horizonte estéril. Y escucho el sonido de empaques de cualquier tipo de galleta y golosina, que a pesar de lo platinado de la envoltura, presume enormes intenciones nutricionales que casi prometen revertirle lo feo a uno. Tantos gramos de proteína, de sodio, de azúcar, de buena salud, cero grasas trans. Caen moronas, los niños siguen jugando sus juegos de mesa, y los demás, nosotros, con razones muy distintas, pero a la vez la misma, vamos en un tren en medio de Utah para llegar al río y de ahí a las montañas y de las montañas otra llanura, así, tal vez solo así, hasta que entendamos que todo eso que se ve afuera también existe en nosotros, aunque por puro placer o por puro aburrimiento, lo hayamos tratado de abatir guiñando el ojo menos dominante.

El maquinista avisa de la frontera entre Utah y Colorado. Y el camino deja de ser una palabra en silencio para adquirir textura, acento y cadencia conforme se van levantando pequeñas montañas zurcidas por un río apurado y lúdico de tanta agua. Los pinos y la hierba, orgullosos de su lugar en el verano, avientan la sombra hacia los durmientes, uno por uno, en el camino. Impúdicos como jóvenes que han pasado todo el día a puro sol y sonrisas, los riscos enrojecidos de tanto repasarse el origen, siguen sumando piedra encima de la última piedra sin inmutarse ni un ápice del pronombre y su caída.

Saludamos a pescadores y ellos nos saludan. Marineros arrinconados por la corriente, a modo de juego, pretenden saber hacia dónde se dirigen, y algunos otros individuos acuáticos, sin más, son indiferentes al paso de los vagones, pero otros tantos, costumbre, me imagino, de más de un siglo, inquietados por el metal dirigiéndose en seseo, se bajan los calzones, enseñan las nalgas con el esfuerzo de una heráldica colgada afuera de una casa española, y nosotros les aplaudimos, aunque no sabría decir si lo que estamos celebrando es la desnudez, la hospitalidad o que la palabra ojo y agua acaban de volverse un binomio con un nuevo sentido. De cualquier forma, este espectáculo prosigue en acrobacias durante bastante del trayecto al lado del río sin que las montañas y los árboles hagan comentario alguno. Prosiguen hermosos, trazando sus sueños en la longitud de las sombras estivales. Ambos gestos parecen no responderse y, sin embargo, en mi memoria para siempre el culo y la montaña, siendo compañeros de una gravedad compartida, que nunca sabré si volverá a repetirse.

El río desaparece, comenzamos el ascenso, y ocurrimos en la oscuridad de un túnel, intermitentemente 47 veces, según la información oficial del maquinista que no se guarda ningún dato revelador del trayecto. Oh right, folks!!, Here, a su derecha, si ponen atención, sobre ese pino de tantos pies de altura, un nido de águila calva americana. Y justo, justo en ese instante un águila calva americana sobrevuela nuestro vagón, y el bosque detrás, y aquí conmigo la claridad de que este país es un esfuerzo constante por hacer que la ficción no sea tan solo un símbolo. Y juro que alguien se conmueve y me surge la duda de si yo me conmovería igual si un domingo al estar comprando tierra oscura y exudado de lombriz en Xochimilco, viera un águila real alimentándose sin pudor en la ponzoña. No me respondo, y recuerdo que nunca he subido a una trajinera. A lo mejor mañana. A lo mejor otro día.

Familias enteras de amish viajan, distinguiéndose del resto de los pasajeros por sus peinados y vestidos, presumiblemente sin mucha variación desde 1730. Hablan alemán, pero se ríen igual que nosotros. Hemos atravesado una geografía entera con ellos, desde que subieron al tren a las orillas de Nevada y su camino sigue hasta Nebraska, Iowa o Illinois, y mientras los hombres amish se reúnen con sus tirantes y sus camisas azules en una mesa a contarse los callos de las manos, las mujeres con sus pañoletas blancas, sentadas en otra mesa, cantan a coro, sincronizadas con un paisaje que cambia de montaña a desierto. Las escucho, y allá afuera una casa con una bandera estadunidense ondeando sin ningún pretexto más que sí misma, y un hombre recortando el backyard en una podadora levanta el brazo en saludo hacia nosotros. Y la canción amish sigue, enmarcando el transcurrir de este país. Atravesamos pueblos insípidos con iglesias hechas de aglomerado de astillas con cruces también aglomeradas en la perfección de sus ángulos, que pareciera que tener fe, aquí, se trata de jamás equivocarse.

Inevitable que la tarde nos alcanzara, los amish comienzan a retirarse del vagón observador y se dirigen, aunque en el mismo tren, a un mundo quién sabe qué tanto más verdadero que el mío. Por última ocasión, de reojo, me llega la imagen de las pañoletas de las mujeres en coro. El blanco de la tela, en un vagón que aún no prende sus luces combinado con un atardecer más que encima, me remite al blanco percudido de los gorros llenos de sombras de las mujeres del cuadro de Los comedores de patatas de Vincent van Gogh.

Van Gogh vive en Nuenen, Países Bajos. Es 1885, tiene 32 años y decide pintar a una familia de campesinos apellidada De Groot. Al cuadro también lo llaman Los campesinos comiendo patatas. En la escena de la pintura hay una familia, presumible que es la hora de la cena después de un día de trabajo. Hay tres mujeres y dos hombres. Fisonomías exageradas, agresivas, tosco el gesto, la mano y el semblante, los colores opacos representando lo terroso de una patata. Van Gogh, en una carta a su hermano Theo, le confiesa que para él éste es el mejor cuadro que ha hecho. Contrario a todo lo que es apreciado de su trabajo, aquí no hay colores vivos, dice la crítica. A mí solo me queda preguntar, qué tanto tiene que acontecerle a un color para que humanos quietos frente a un cuadro decidan quietamente qué de lo que hay entre el blanco y el negro vale la pena.

Ahora yo, por mi parte, soy malísimo dibujando papas. Del color entiendo muy poco más que su tierna indiferencia cuando anochece o se hace de día. Sin embargo, estoy cumpliendo 32 años a la vez que me dirijo en este tren hasta el otro lado de este país de fisonomías toscas y exageradas, y no puedo evitar sentirme obscenamente vivo, con una oscuridad ciega de tanto pronunciarse en la llanura, miro los colores ir desapareciendo uno por uno, hasta que ya no queda nada, pero no me asusta la idea. La abrazo, y en el cariño apenas dicho, entre ambas circunstancias, mi vida y lo que no sabe decirse, ya no busco la hora, ni la dirección, ni el arribo, y aunque sé que esta forma de habitar no es permanente, me entrego a su hambre porque yo también tengo hambre.

El itinerario para mí, en esta contenida ciudad llamada California Zephyr número 6, termina. El tren sigue hacia el norte, con dirección a Chicago, Illinois. Desciendo en la Union Station de Denver después de 36 horas de camino. El primer viaje de este tren fue realizado en marzo de 1949. Gente que no conozco, en un mundo que tampoco conozco, viajaba en tren desde Oakland, California hasta Chicago, buscando algo que puede ser que sea lo mismo que yo busco.

Es 1949 y ocurre el Summer in the City de Edward Hopper. El siglo aprende que las ventanas no son simplemente figuras caprichosas para que entre el aire y salgan los olores. La crítica de nuevo dice algo, algo como que en la pintura hay una joven sentada en una cama, vestida con un vestido ligero y mirando por la ventana, mientras su compañero yace boca abajo, aparentemente buscando dormir, o también la crítica dice una mujer está sentada en una cama, absorta en sus propios pensamientos. Los colores son apagados, excepto por el rojo llamativo de su atuendo y el tono dorado de la luz del sol que baña el suelo. El mundo exterior se sugiere a través de la vista parcial de los edificios adyacentes visibles desde la ventana.

Es verano, aquí, en la ciudad de Denver, Colorado. He cruzado medio país y aún así me falta todo. Me llega una idea sobre los años que tengo y lo que he amado. El mundo me sugiere una forma antigua. Y me hago la pregunta que me hice al comienzo de este viaje, si los insectos construyen ciudades, ¿cuáles son sus bibliotecas?