6 abril,2024 4:20 am

Coyote

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

El silencio era amarillo. La hierba, después de tanto invierno, apenas recobraba su característica terquedad de crecer sin esperar nada a cambio. Luego, el silencio se interrumpía por alguna ventisca inesperada. Doblando las espigas de un lado a otro del pasto búfalo. Haciendo que la llanura entrara en un rito de adoración, donde los tallos primero se erguían, orgullosos y monárquicos, en una luz hermosa y dorada, para en seguida, en alabanza, inclinarse ante una deidad, al menos para mí, desconocida.

No me di cuenta del asedio, sino hasta mucho más tarde que dejé de pensar en el poder, su oro y sus banderas, y en lo muy poco que entendía la catástrofe que implica vivir desheredado y sin corona. Entretenido escuchando también, lo que consideraba, el augurio de un ave y sus ensayos sobre el fruto y la flor, el coyote tomó ventaja de su presente discreto, porque seguramente llevaba rato asechándome sin que lo notara.

Cuando supe de él, fue precisamente, en un momento donde la hierba estaba completamente digna y enterada de su linaje. Amarillo todo, el día, la llanura y mis ojos, el coyote se mostró sin dificultad. Ahí también supe que no era un descuido suyo. Sino tan adrede como que las piedras siempre caigan paradas, se dejó mirar en gris y castaño. El viento empezó a ir. Movía mi cabello hacia lados desconocidos. Y el coyote se acercaba. Hasta ese momento no entendí si debía tener miedo o no. Milenios de prácticas humanas, sobre cazar o ser cazado se desvanecían enfrente de mis ojos molestados por mi cabello y el aire. Y en esa intermitencia de mi campo visual, noté a la criatura aproximándose. Yo no me moví. En cambio, el coyote, aunque lento, dirigía sus patas, como si cada una de sus huellas también algo explicaran de los tiempos venideros. No me sentí presa, pero tampoco guardaba en mí la respiración y la cadencia de quien se reconoce la ventaja desde el hueso hacia el hueso enemigo.

El aire se detuvo, aunque no creo que para darnos permiso, y más bien, en su pausa, se podía advertir el comportamiento de quien observa, sin ninguna mesura, por una ventana ajena. El coyote dio un paso definitivo hacia mí. Yo también di un paso. El aire se detuvo aún más. El cielo no guardaba nada. Sin nubes, el medio día de verdad que estaba en medio. Suspendido de todo propósito. Sin urgencia de ocurrir, sin predisposición al milagro. El sol de tan arriba ni enterado iba de nosotros. Mi sombra estaba exactamente debajo de mis pies. Era uno solo con mi pasado y mi futuro. Nos miramos.

Sus ojos. Dos criaturas dentro de otra criatura, me obligaron a no dudar de la vida y la muerte como gemelos separados en el nacimiento. El coyote me observaba, con mi origen y mi final anunciado adentro de sus pupilas simultáneas, sin cerrarse por la cortina de sus párpados. Hasta que los cerró, soltando un aullido, inaugurándonos como parte de la misma hambre.

Cuando terminó su aullido, regresó su cabeza a una posición horizontal hacia mí. Y con movimientos no rápidos, pero sí exhortantes, con su hocico me daba a entender que era mi turno de darle un saludo a la luz que nos recorría a ambos en esta llanura.

Alcé mi cabeza. No había cielo. Sólo un azul, enorme y hueco. El resplandor de las 12 de la tarde no era excesivo, pero tampoco gentil. La luna no se había borrado por completo a pesar del día, aunque más bien, su ingenua figura, recordaba más a una hostia casi transparente y mordisqueada que a un satélite capaz de ordenar a la marea. Al sol no lo encontraba por ningún lado. Como si la luz sólo emanara sin tener un origen nítido.

Con la cabeza en dirección al azul vacío y los ojos cerrados, también procuré un intento de aullido. No era un sonido violento. No era una llamada de auxilio. Era, tan sólo, la conjugación de mi aire con el aire de abril, aunque no necesariamente este abril. Al regresar la cabeza a la llanura, ya no vi al coyote, y quizá, por unos segundos me sentí ridículo, y un tantito más al rato, casi, casi religioso. La hierba seguía inmóvil. Como si estuviera a la expectativa de un suceso. Pero no ocurrió nada.

El aire regresó, borrando el hueco que había dejado la silueta del coyote sobre la planicie. Volteé varias veces, no diría que con desesperación, pero con tal paciencia, que mi búsqueda semejaba a estar fundando nuevos puntos cardinales. Me dirigí a uno de ellos y alcancé a ver agua. E indirectamente, en el lomo del lago por fin tuve noticias del sol. Sobre la superficie miles de soles, pequeñísimos acentos dorados como miradas ansiosas de dioses nada perfectos, se reproducían en las minúsculas crestas del oleaje que el aire producía cada tanto. Y quise acercarme a esa agua para escuchar la oscilación diluyéndose en la orilla, igual que la voz de una madre contándole un secreto a su hijo mayor antes de dormir.

Se esperaría que la hierba fuera abundante, o siquiera menos amarilla alrededor del lago, pero todo seguía igual de dormido, como si no les hubiera llegado el anuncio de que el invierno cedía su lugar para que comenzara, acaso, cualquier intento de paraíso. La mímica del aire, su escritura, se presentaba legible en la pequeña costa. Ondas sobre la inocente arena describían el deseo constante del agua por abarcarnos. Ir y regresar. Devolviendo algo, para llevarse en préstamo un otro distinto. Pensaba en lo que regresa, o más bien en qué tan distinto es lo que regresa. Y estaba a punto de contestarme una estupidez cuando lo vi.

Se paraba en las patas traseras y cuando alcanzaba altura suficiente, dejando lo protagónico de su peso a las patas delanteras, se iniciaba al suelo con las garras dirigiendo la caída como una barreta, precisamente, asegurando la fractura en la roca. La distancia esta vez era mayor que en nuestro primer encuentro. Y decir que se trataba del mismo animal era apresurado, sin embargo, por alguna razón, su pelaje, el giro en su cola antes de soltarse al suelo, con una candencia y armonía igual que la de una bailarina educada sólo para la ovación rusa, o simplemente, el hallazgo justo después del encuentro anterior, me hicieron asumir que era el coyote y no otro.

Decidí acercarme. Quería saber de qué iba esa celebración de danza con garra y brinco. Y en uno de mis últimos pasos, el coyote supo de mí. Pero apenas y volteó.

Entre el sonido del lago y la insistencia del viento que doblegaba el amarillo, lo que en un inicio parecía el chapotear producido por la cola de peces siendo alimentados, en seguida mostró sus nada discretas dimensiones. Ahí supe por qué el coyote no se había interesado en mí como en nuestro anterior encuentro.

Antes de percatarme de los detalles completos y la anatomía precisa de los involucrados, tuve algunos avisos. El oleaje llegaba, y cada vez un rojo, uniformemente, iba sustituyendo lo transparente del retorno del agua. Un tronco que había sido arrastrado a la orilla, sollozaba lo hinchado de sus maderas más que carcomidas por la humedad. Barca vieja, al reventar las pequeñas olas en rojo sobre uno de los costados del tronco, era difícil no recordar un naufragio mercenario.

Me acerqué aún más. Hasta que lo único que me separaba del coyote era el asco que sentí al observar las maneras de su danza.

Una tortuga gigante, con el caparazón asediado entre el agua y el coyote, exponía su abdomen corrompido por las garras del animal cenizo. El coyote se alzaba, pulcro, salvo por las patas delanteras y su hocico ahora maquillado por el color de la satisfacción y la vena. Entregado el cuadrúpedo a su himno, jalaba las vísceras de la tortuga hacia el cielo, estirándolas hasta que reventaban como listones de un solo color. Salpicando el azul, que indiferente acudía a la escena.

El reptil seguramente llevaba rato ya sin memoria. En cambio, el coyote acaba de nacer sólo para eso. Y cada uno de los movimientos de su mandíbula no eran más que signos de un lenguaje inventado sólo para él.

El coyote no volteó a verme, pero como si a una de sus orejas le hubieran ordenado el firmes ya, apuntó el cartílago en la dirección hacia donde estaba parado. Cuando puso su oreja en descanso para continuar con su profecía, entendí que era bienvenido y no sólo eso, podía ser partícipe de la sangre.

Rechacé la invitación sin tratar de mostrarme ajeno y malagradecido, y más bien postulé mi debilidad y lo indigno de mi anatomía para un banquete como ése. El coyote terminó y el caparazón de la tortuga se balanceaba sobre la arena, hueco y sonoro, bajo un cielo también hueco y sonoro.

El animal regresó a sus cuatro patas. Se acercó hacia una de las olas del lago y como un duque se lavó toda la sangre para regresar al color de su pelaje original.

Hasta ese momento mis emociones sólo habían recorrido el asco y la sorpresa y es muy posible que algo cercano a la inverosimilitud, pero nunca miedo, hasta que el coyote, de nuevo, como en nuestro encuentro original, me miró.

Los dos, parados aún con la sombra completa debajo de nuestras pisadas, nos observamos los ojos, pero diría que cada uno indagaba algo distinto. No se necesita mucha metafísica para llegar a esa conclusión. El animal no se movía de su lugar, pero yo lo iba sintiendo cada vez más cerca. Como si en cada segundo, un significado que hasta ese momento no sabía cómo pronunciar, se pronunciase en mí. Y ahí me vino el miedo, y con el miedo sentí una necesidad enorme de decir cualquier cosa. Y ocurrió.

¡¿Quién eres?! ¡¿Esto está pasando de verdad?! ¡¿Estoy muerto?! ¡¿Moriré pronto?!¡¿Quién eres?!?!¿Quién eres?!

Continué mis preguntas como un discípulo desquiciado que ya sólo balbucea el fin. Y me reproché nunca haber leído con atención las fábulas de Esopo para saber qué hacer en una situación como ésta.

El animal no dejaba de verme. Yo, estoy seguro, ya ni siquiera me miraba a mí mismo. El sol apareció, invitado inoportuno, y habiéndose movido de lugar, nos había devuelto la sombra. Dos siluetas negras, diagonales a nosotros, se iban alargando por la arena. Parsimoniosas, mi figura y la figura del coyote, se aproximaban desde su interior negro. Casi era una cuenta regresiva. Pero yo no sabía qué era lo que se estaba terminando. Y por fin, se lograron en tacto.

Y adentro, en algún itinerario aún desconocido, las vidas de nosotros, que se habían vuelto ya crepusculares, escuché una pregunta. Al oírla, hincado sobre la misma sombra, que ahora era la sombra de todo, lloré mi nacimiento. Y me dirigí hacia el agua que ahora era oscura porque ya era de noche. Y desde el interior del lago, que también se había vuelto el interior de todo, traté de responder, y mi respuesta me hizo sentir ridículo, pero sólo eso.