17 mayo,2023 5:26 am

Crecimiento y empleo: la inercia del pasado neoliberal

Saúl Escobar Toledo

 

De acuerdo con los datos más recientes del Inegi el crecimiento de la economía mexicana, medida por el índice del Producto Interno Bruto (PIB), ha sido nulo si se mide entre el cuarto trimestre de 2018 y el de 2022 ya que apenas alcanzó un 0.08 por ciento. Si tomamos en cuenta los datos anualizados, el año pasado todavía no alcanzaba los niveles de 2018, y presentaba un decrecimiento de 0.9 por ciento aunque superaba los de 2017 en 1.3 por ciento. Se trata de cifras que pueden ajustarse, pero muestran, sin duda, que la economía mexicana no ha crecido en los últimos cinco años. Este fenómeno se explica por varias razones, desde luego por el trauma de la pandemia que impactó principalmente 2020 y 2021. También por la situación internacional y los problemas que se presentaron: primero el freno de las actividades en todo el mundo, después la interrupción de las cadenas de abastecimiento (refacciones y materias primas), y luego la inflación y el aumento de las tasas de interés. Otro asunto que ha pesado tiene que ver con la política económica pues se optó por la moderación y la estabilidad para no poner en riesgo la balanza de pagos y evitar una devaluación de nuestra moneda. El “super peso” es entonces resultado de una administración conservadora de la economía y refleja, paradójicamente, la ausencia de medidas suficientes y oportunas para reanimar el aparato productivo.

Ahora bien, si nos fijamos en el comportamiento por sectores entre 2018 y 2022, vemos que el sector primario (agricultura) fue el que creció más (8.8 por ciento); el sector secundario, por su parte, tuvo un comportamiento negativo (-1.25 por ciento) y en cambio, las actividades terciarias (servicios) crecieron en un 0.38 por ciento. Sin embargo, hay que recordar que, sin tomar en cuenta los impuestos, las actividades primarias representan una porción muy pequeña de la actividad económica (4.2 por ciento) en tanto que el grueso de éstas se ubica en los servicios (59 por ciento) y en la industria y la minería (32 por ciento).

Por su parte, la ocupación y los salarios han tenido un comportamiento menos negativo. Si medimos el primer rubro con el concepto de brecha laboral, la cual incluye la desocupación abierta; los subocupados; y las personas que no buscan un trabajo pero estarían dispuestas a aceptarlo debido a que necesitan esos ingresos (la Población no Económicamente Activa disponible), ésta representó alrededor del 18 por ciento a finales de 2018 y en marzo de 2023 fue de 17.5 por ciento. Un progreso pequeño que, no obstante, resulta mejor que el comportamiento de la economía en su conjunto.

En materia de salarios, el mínimo ha aumentado de diciembre 2018 a marzo de 2023 un 134 por ciento en términos nominales y de alrededor de 90.75 por ciento en términos reales (descontando la inflación, según el Banco de México). Los contractuales han tenido un desempeño más modesto. En el caso de las empresas privadas, habrán ganado un o dos puntos por encima de la inflación. En cambio, los trabajadores de las empresas públicas, tan sólo en el inicio de este año, han perdido por lo menos cuatro puntos porcentuales de su poder adquisitivo. La política de austeridad les ha recortado sus salarios.

Hay otro elemento que hay que tomar en cuenta: en la medida en que la economía se fue recuperando, todas las modalidades del empleo informal (por cuenta propia, empleo en empresas familiares o en puestos laborales sin seguridad social) también se expandieron. En marzo de 2023, la población ocupada en la informalidad laboral fue de 32.5 millones de personas y la Tasa de Informalidad Laboral fue 55 por ciento de la población ocupada. Lo que quiere decir que la mayoría de los trabajadores mexicanos laboran en condiciones vulnerables: carecen, en su mayoría, de seguridad social, estabilidad laboral y reciben ingresos muy reducidos.

De esta manera, puede decirse que la ocupación ya superó los niveles previos a la pandemia; sin embargo, no ha cambiado su estructura: seguimos arrastrando los mismos problemas, las brechas de desigualdad entre trabajadores formales e informales; entre hombres y mujeres; entre las distintas regiones del país; y con un nivel de desempleo juvenil elevado, pues más de la tercera parte de las personas sin ocupación tienen menos de 24 años. En resumen, superamos el golpe de la pandemia, pero seguimos arrastrando una situación muy deficiente.

La regulación de la subcontratación y, quizás el alza de los salarios mínimos, hayan servido para impedir que el estancamiento económico redundara en una caída más fuerte de la ocupación. En lo que se refiere al último asunto, hay que tomar en cuenta que los salarios de menores ingresos se han elevado más que los intermedios y los que reciben ingresos más elevados. Fenómeno que merece una investigación más minuciosa.

Las expectativas de crecimiento para este año apuntan a una cifra menor al 2 por ciento (1.6 por ciento según el Banco de México). Sin embargo, el contexto internacional sigue siendo incierto y los efectos de una recesión o una crisis financiera en Estados Unidos no pueden descartarse.

Lo que resulta indudable es que se requiere de una nueva política económica que acelere el crecimiento y dé lugar a una estructura ocupacional más justa para los trabajadores. No puede apoyarse solamente en los aumentos al salario mínimo ni en los programas de inversión en infraestructura que se están realizando.

Por lo pronto, resulta imperativo detener el aumento de las tasas de interés, como ya lo están haciendo otros países, incluso de América Latina. El tipo de cambio del peso mexicano no puede ser el objetivo más importante de la política económica.

Viendo hacia el futuro inmediato, han surgido propuestas para esbozar lo que podría ser una agenda de reformas desde el lado progresista, entre las que se encuentran, por lo menos, las siguientes: una reforma fiscal que grave a los sectores de mayores ingresos (quizás apenas al 1 por ciento más rico) y disminuya los impuestos de los que menos ganan; una política industrial apoyada en tres pies: inversiones públicas en infraestructura y servicios, incluyendo no sólo aquella indispensable para las empresas (energía, comunicaciones, internet) sino también para el reordenamiento urbano. Una segunda pata, consistiría en su orientación “verde”, para evitar el saqueo de recursos naturales, principalmente el agua; y una tercera, el aumento del gasto en Ciencia y Tecnología.

Asimismo, se requiere seguir avanzando en la agenda laboral. La reforma de 2017-2019 necesitará mayores recursos para que las nuevas instituciones funcionen mejor, principalmente los juzgados laborales y los centros de conciliación. Un seguro de desempleo es otra falta que se arrastra desde hace décadas. Asimismo, es indispensable desplegar una red de instituciones estatales en materia de cuidados, especialmente dirigidos a la mujer trabajadora (guarderías, escuelas de tiempo completo, alimentación para menores, etc.). Por su parte, el Congreso tiene varios asuntos no resueltos: la ley para la protección de los trabajadores que laboran para plataformas digitales y la semana de cuarenta horas con dos días de descanso.

Dejemos para otra ocasión el tema del sistema de pensiones privado (manejado por las Afores) debido a su complejidad. Anotemos, solamente, que el problema no está resuelto. Tampoco hemos abordado el grave problema de las instituciones públicas de salud y el retroceso en esta materia que quedó demostrado con la desaparición del Insabi.

Todos estos asuntos por resolver deben verse a la luz de las lecciones que nos dejó la pandemia, pero también observando que, en los fundamental y a pesar de algunos cambios, seguimos teniendo un crecimiento insuficiente y una estructura productiva y del empleo que persiste desde hace décadas. El cambio estructural no ha llegado y por lo tanto, la pobreza, la desigualdad y el abandono de millones de mexicanos siguen siendo una deuda pendiente.

 

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