18 abril,2018 6:56 am

Crisis renacentista y literatura/ 8

POZOLE VERDE
José Gómez Sandoval
 
Los esquivos recursos narrativos de Cervantes
Íbamos en que en el propio Miguel de Cervantes Saavedra insistió, en su propia gran obra, El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, en que ésta no era más que una parodia de las “perniciosas” novelas de caballerías, como primer paso para evadir a los lectores evaluadores del Santo Oficio. Con el mismo soterrado y futurista propósito (Cervantes adelantó que su obra tendrá necesidad de comento para entenderla) recurrió a ciertos artilugios narrativos para disfrazar sus reiterativas parodias de la vida eclesiástica de mero cotorreo alrededor de las ocurrencias de un viejo hidalgo loco, hablantín e irreverente, pero al fin de cuentas cristiano. Con frecuencia, dijimos, en algún diálogo o discurso, el autor presenta una opinión “comprometida” que aliviará presentando enseguida su contraparte convencional.
La discusión que don Quijote sostiene con el caballero Vivaldo (¿a quién se encomiendan primero los caballeros en sus andanzas: a Dios o su dama?) muestra el uso del “repliegue equívoco” que Cervantes repetirá en su novela las veces que quiera, escudado en el supuesto trastorno mental de su personaje.
Los frailes, el rosario, las oraciones, los santos…
Después de que Sancho aguanta los maltratos de los mozos de los frailes benedictinos y la paliza que los yangüeses le dieron junto a su amo, luego de que éste fuera nuevamente atormentado por el cuadrillero de la Santa Hermandad que se encontraba en la venta donde habían llegado, aparece el bálsamo de Fierabrás, cuyos mágicos efectos se debían a la combinación de aceite, vino, sal y romero, y, para juntarse con la del ventero armando caballero a don Quijote, la escena de sesgo cómico a costillas de la liturgia religiosa donde “Don Quijote pidió luego alguna redoma para echarlo [el bálsamo] y, como no la había en la venta, se resolvió de ponerlo en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero hizo paternósteres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendición…” Para entonces, por cierto, circulaba la leyenda de que con el que con el bálsamo que don Quijote llama de Fierabrás fue ungido el cuerpo de Cristo cuando lo bajaron de la cruz.
Cuando, solitario, desnudo, en Sierra Morena, mientras Sancho va a darle un mensaje de amor a Dulcinea, don Quijote compara la “simple ausencia” de Dulcinea con el desdén con que Oriana hizo sufrir y llorar a Amadís, supone que con rezar y encomendarse a Dios podrá sustituir las lágrimas del mítico caballero De Gaula, “Pero [se pregunta], ¿qué haré de rosario que no lo tengo?”.
“En esto le vino al pensamiento cómo lo haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa que andaban colgando, y dióles once nudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías”.
Mauro Olmedo recuerda que cuando el ama ve llegar a Sancho y teme una tercera salida de don Quijote, el bachiller Sansón Carrasco murmura que “no tenga pena… y de camino vaya rezando la oración de Santa Apolonia [patrona de los dentistas]…”, en irreverentemente analogía al erasmismo que criticaba a los supersticiosos que rezaban para librarse de la mala muerte, a San Jorge para evitar la peste y a Santa Bárbara para no caer en manos del enemigo.
“–Cuitada de mí –replicó el ama– eso fuera si mi amo lo hubiera de las muelas; pero no lo ha sido sino de los cascos”.
El conjuro más eficaz
En su ensueño de la cueva de Montesinos don Quijote encontró a un anciano (a Montesinos) “que no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los diezes asimismo como huevos medianos de avestruz”. El rosario, improvisado con retazos de camisa, pintorescamente comparados con nueces y huevos de avestruz, también sirve a don Quijote para llevar la cuenta de los azotes que Sancho se dio contra un árbol para desencantar a Dulcinea.
Diferencias entre frailes y caballeros andantes
Sancho, que acaba de renunciar a su ínsula, cae en una sima con su rucio, pide auxilio a gritos que el alucinado don Quijote escucha pero, como ignora de dónde y de quién provienen las “voces”, manifiesta: “conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano, que me digas quién eres… que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, sufragios tiene la santa madre la iglesia católica romana, bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare”… Esto último se refiere a la eficacia con se sacaban las almas del purgatorio si se entregaban bienes terrenales a la Iglesia.
En su plática con el “discreto” caballero Vivaldo, que en noble y provocativamente reconoció que “vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra” al de la Triste Figura, aunque, agregó, “tengo para mí que la de los frailes cartujos no es tan estrecha”.
“–Tan estrecha podría ser –respondió don Quijote–, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponerlo en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que el mismo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puesto por blanco de los insufribles raros del sol en el verano y de los erizados hielos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por los que se ejecuta su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando excesivamente, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios que favorezcan a los que poco pueden”…
Luego, con la misma cautela, Cervantes hace que Sancho proponga “que nos demos de ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos”, pues “más vale ser frailecico, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas; ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos”.
“–Todo eso es así –respondió don Quijote–; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo; religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria”. “Sí –respondió Sancho–; pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes”. “Eso es –respondió don Quijote- porque es mayor el número de religiosos que de caballeros”. “Muchos son andantes”, dijo Sancho. “Muchos –respondió don Quijote-; pero pocos los que merecen el nombre de caballeros”.
“Gente endiablada y descomunal”…
Qué bueno que en la pozolada cervantina anterior citamos el ilustrativo testimonio del erasmista español (Juan Maldonado) que aseguró que los canónigos llegaban al puesto por favor, dinero o intriga, que se enriquecían a costillas de su pueblo y se paseaban “en mulas bien enjaezadas, rodeados de servidores”, porque el episodio donde don Quijote se enfrenta con los benedictinos cae al asunto como anillo al dedo:
“Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de san Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que los acompañaban y dos mozos de mulas de a pie… Mas apenas los divisó dijo a su escudero:
“–O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deber ser y son, sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es necesario deshacer ese tuerto a todo mi poderío”.
“–Peor será ésta que la de los molinos de viento –dijo Sancho, que inútilmente pidió a su señor que mirase bien que aquéllos eran frailes de San Benito y los que venían en el coche sólo eran pasajeros, que mirase bien lo que veía, “no sea que el diablo lo engañe”.
Pero don Quijote está convencido de que está frente a “gente endiablada y descomunal”, y “yo os conozco, fementida canalla” dice, sobre el lomo de Rocinante, antes de arremeter contra los frailes, lanza en ristre. Uno de éstos huye, y luego que sus mozos muelen a “coces” y trancazos a Sancho, el segundo fraile picó, a caballo, tras su compañero, ambos “siguieron su camino, haciendo más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas”.
Para Olmedo, este episodio es muy importante en la novela, pues, para engatusar mejor a los lectores de la Inquisición, está rodeado de subterfugios cautelosos, confundido entre dos episodios “puramente paródicos sin contenido transcendental” (el de los molinos de viento y la batalla contra el vizcaíno), como para distraer a los censores de la Inquisición y evitar que se concentren en la irreverencia con que su manchego y “cómico” personaje combatió a los frailes benitos.
Las monjas o al buen entendedor…
En el confuso y barroco relato que don Quijote hace de su descenso a la cueva de Montesinos hay una alusión a la vida poco edificante de los conventos de monjas: “Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos acompañados de profundos suspiros y acongojados sollozos. Volví la cabeza y vi, por las paredes de cristal, que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosas doncellas, todas vestidas de luto… Al cabo y fin de las hileras, venía una señora, que en gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas que besaban la tierra… Era cejijunta y de nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes… mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado y entre él… un corazón de carne momia, según se veía seco y amojamado”…, o al buen entendedor pocas palabras, dijera Cervantes.