15 junio,2024 5:42 am

¿Cuántas veces ha renegado de su país en los últimos seis meses?

Alan Valdez

 

Después de que me avisan el retraso con el que viene mi camión, me resigno a la incomodidad azul de mi asiento en la apretadísima sala de espera. El ventilador del techo gira, si acaso, revolviendo un aire que de tan caliente hace que la respiración de cada uno de nosotros resuene al unísono, como el motor deteriorado de una aspiradora asmática. Caen gotas de sudor al suelo. Me entretengo contando, sobre todo, las del señor que está enfrente de mí. Van 30. Fuma con harto calor, pero aún así fuma. Una gota se junta en su lóbulo, atrás de esa gota hay otras más en hilera. Hacen fila, sin empujarse, hasta que les llega el turno hacia el mosaico tapizado en chicles. Su orden es un ejemplo de cultura cívica. Ellas, pacientes, esperan la caída. Nosotros, aquí en la central de camiones de Pistolas Meneses, no.

Hay un vendedor con los antebrazos cubiertos por unas mangas recortadas de otra camisa y una clásica mochila del Partido Verde en la espalda. Sodas, papitas, aguas, burritos de a 15, ya no torture la tripa. No pienso comprar nada, pero me inquieta la idea de tortura. De todas formas, hago cuentas de la morralla que cargo. Después de repetir su menú en voz alta sin recibir respuesta, se dirige al mediodía, desapareciendo por una banqueta llena de sol donde no cabe ni una sombra.

Llega un autobús, por supuesto, no es el mío. Se bajan algunos pasajeros, suben otros. Va con dirección a Parral. Recuerdo a Pancho Villa y a una morra que me gustaba en la universidad, pero solo brevemente, porque el autobús, a pesar de todo, prosigue sus andanzas sin tanta ceremonia. Dos minutos después, si no me equivoco, o quizá fueron tres, aparece una señora, bolsa en mano, huaraches desabrochados y un rollo de papel como pequeña bandera, ondeando su prisa por avisarle a quien sea que insinúe autoridad en ese atolladero en medio del desierto, que el autobús la ha dejado.

La señora se apresura a la ventanilla donde venden los boletos. Un mostrador donde solo puedes oír las voces de los vendedores, pero sin posibilidad de verles la cara, porque el cristal que separa a los pasajeros de ellos es un espejo enorme. Así que después de cierto rato de dimes y diretes de la señora contra la compañía de autobuses, lo que inmediato muestra la escena, es a una persona peleándose contra su reflejo. Quiero reírme, pero hace tanto calor, que la risa se vuelve un lujo para el que no traigo suficientes monedas.

En su desesperación habla con algunos pasajeros ahí en la sala. Conversa con otro vendedor de burritos, hasta habla conmigo. Me cuenta con suficiente detalle los pormenores de su ida al baño. Tengo varias dudas, pero quién soy yo para discutirle del placer de sentarse en un retrete público con los huaraches desabrochados. Uuuy, si yo le contara, señora. Pero solo lo pienso, no lo digo.

Fácil la conversación de su pequeño acontecimiento, se dirige a los pormenores de su viaje. Una madre enferma, la siempre familia y los hospitales, lo caro de las cosas y el tiempo, claro, ese tema no puede faltar en el centro de cualquier espera. Cuando estoy a punto de contarle mi vida y de explicarle las razones de mi viaje a Ciudad Juárez, llega mi autobús. Ya desde mi asiento la veo una vez más, sin haber soltado el rollo de papel de baño en ningún momento, acercarse a alguien, pero ya no escucho sus alegatos, el aire acondicionado del camión me cancela la empatía, y disfruto estar sentado en el lugar número 4 de un Ómnibus de México. Antes de que el camión por fin deje bastante atrás la ciudad y sus menesteres, me pregunto si la señora seguirá ahí, esperando lo que sea, una esperanza, una nueva vida, al menos una mísera nube que detenga el calor por un segundo, pero cualquier aspiración por inventarle alegrías y tristezas se termina cuando la pequeña pantalla frente a mi asiento comienza a transmitir la clásica animación de 20 Century Fox. Habrá película, yo no tengo nada qué hacer por cuatro horas, y el aire acondicionado vuelve dócil hasta al más incrédulo de los melancólicos.

El autobús se detiene cerca de Villa Ahumada. Es un retén. Ingresan en el compartimento de pasajeros unos guachos con el pretexto de la rutina. Algo buscan, pero nada encuentran, aún así no pierden la oportunidad de amedrentar a un hombre que viene de Oaxaca. El pasajero es obligado a explicar sus intenciones de viaje en voz alta, ya no sé si para que lo escuchen los solados, o Dios mismo, porque con esos uniformados nunca se sabe. Pasan varios minutos, por fin terminan su excesiva inspección y me queda la gran duda de no saber desde cuándo es tan necesario explicar qué tan mexicano es un mexicano.

Antes de llegar a la central de autobuses, leo en una barda un anuncio político. Vota dos de julio Roberto Madrazo. Vaya madrazo. La pasajera que va a mi lado comienza a acomodar sus cosas, recoge la basura de una bolsa de Sabritas, checa la hora en su celular, intercambiamos dos, quizá tres palabras, todo, importante decirlo, es sobre el calor. ¿Dé qué más habla uno con los desconocidos?

De Ciudad Juárez sé pocas cosas. Las suficientes para saber que es un lugar tristísimo hasta la decadencia. Horas antes había pensado que en Chihuahua capital estaba haciendo calor, pero aquí, con sus apenas tres árboles por kilómetro cuadrado, mi idea de lo calcinado, la sombra y el dólar, mi percepción de estar mirando un hueso violentamente descubierto, se inaugura.

La razón de mi llegada es mi cita en el consulado gringo. Arreglar papeles. Explicar por qué soy un ser humano decente que merece unos minutos para ser juzgado en burocracia por sus agentes aduanales. Mi cita es mañana. Me tomarán una fotografía. Datos biométricos. Información de la que ni yo estoy enterado.

El hotel donde paso la noche está al lado de un edificio visiblemente desocupado. En ninguna parte de la infraestructura encuentro señas visibles que me digan qué clase de actividades ocurrían en ese lugar. Sin embargo, en la sombra de su entrada principal hay un perrito, un perrito celador que sabe cosas que quisiera preguntarle, como, por ejemplo, ¿confías en el robustecimiento del peso frente al dólar?, o quizá, más bien, ¿cuántos ladridos son necesarios para mover una montaña?

Suena mi alarma sorprendentemente en punto. Vuelvo a revisar mi vida acumulada en documento. Mis intenciones las tengo bien amaestradas. En mi pasaporte veo mi fotografía de hace 10 años y luego regreso al espejo para acomodarme la huella y la firma. No hay más, lo que ven es lo que hay. Y salgo, con la carpeta bajo el brazo cargando una vida, que es mi vida, pero sabiendo, sobre todo, que han pasado más cosas que las que una copia se permite.

Llego a la fila que se recorre por, al menos, cien metros afuera del consulado. Gente muy esforzada en su atuendo. Camisa y saco, corbata incluso para llegar al banquete del sueño americano. Yo, a decir verdad, solo tengo sueño y entre un bostezo y otro siento que me invité solo a este cotorreo al que llego mal vestido. Escucho murmullos donde se cuentan historias de familiares en algún lugar de la infinita Texas, de lo barato que costó aquel automóvil versión americana, de lo caro que cuesta levantarse tan temprano para levantar de este lado una casa y todo eso, para que justo antes de ingresar por las puertas policiacas del consulado te digan, la hoja con la DS160 visible y el pasaporte abierto en la página de la fotografía.

Pasamos el control de aeropuerto. Y de una fila, transitamos a otra fila. Concluyo, sin mucho esfuerzo, que mi vida ha estado marcada por grandes esperas. Y casi, casi, me conmueve la idea coqueta de que la vida es una gran espera, pero se me olvida que yo no creo en la vida después de la muerte así que la burocracia a la que me he sometido solo me parece una distracción demasiado obscena para un martes en la mañana.

Cada fila se inquieta por el avance de otras filas, porque a falta de relojes y la prohibición de celulares prendidos, la medida del tiempo es el transcurrir, exitoso o no, de los que avanzan a pesar de nosotros. Parados en el jardín del consulado, a la usanza de unos honores a la bandera, una paloma disfruta de la búsqueda de comida entre las plantas, envidio, sí, su agilidad en las intenciones de su vuelo, pero, sobre todo, envidio, sí, su falta de carnet de identidad.

Sobre nosotros hay unos ventiladores enormes apagados y cámaras dispuestas en cada esquina. Me intimida la vigilancia, no solo por la comezón que me cargo en la nariz y que invita a mi dedo índice al rascado porque no quiero quedar en los registros de seguridad estadounidense como un hurgador profesional, sino porque siento que cada cosa que piense está siendo, de alguna forma, monitoreada.

Un muchacho enfrente de mí me pide cuidarle su portafolio en lo que va al baño. Siento una responsabilidad enorme de que llegue un aire indómito y se lleve su pasaporte, las escrituras de su casa, su título profesional y cualquier otra evidencia que ratifique su amor a México, pero regresa como si nada, visiblemente más relajado. Comenzamos una conversación gracias al clima, me habla de su porvenir en Veracruz en la industria petrolera y cuando me pregunta a qué me dedico, así sin más, contesto que a escribir. Al principio no me dio pena mi respuesta, sino hasta que el muchacho ya solo sonrió para no volver a decirme nada, fue cuando entendí que debe ser incómodo estar atrapado en una fila eterna con un escritor que quién sabe qué clase de mentiras acabará fabulando sobre la vida, los documentos y las improbables palomas.

En el último tramo de mi travesía consular oigo, sin discreción alguna, el interrogatorio de los otros postulantes antes de que sea mi turno. ¿A qué te dedicas? ¿Estás casada? ¿Cuántos hijos tienes? ¿Has tenido problemas con la ley? ¿Amas a tu país? ¿Darías la vida por México? ¿Si pudieras volver a nacer, elegirías a México como primera opción para adiestrar el llanto? Comienzo a practicar mis respuestas. Ya frente al oficial escucho en un español de academia una sola pregunta, ¿es usted Alan Valdez?

Sigo practicando mi respuesta.