20 julio,2020 5:38 am

¿De regreso al semáforo rojo?

Jesús Mendoza Zaragoza

 

¿Y qué esperábamos? ¿Que quienes no respetamos el semáforo del tráfico vial, respetáramos el semáforo de riesgo epidemiológico? ¿Que quienes acostumbramos romper reglas de todo tipo para la sana convivencia, nos pusiéramos el chip para asumir las medidas de prevención señaladas para la entrada en el semáforo naranja? ¿Que quienes vivimos despreciando el valor de la ley, de un día para otro fuéramos capaces de reconocer su importancia para resolver nuestra vida? ¿Que quienes carecemos de una autonomía ética nos atreviéramos a generar actitudes de cuidado que no tenemos? ¿Que quienes no sabemos actuar más que por miedo a los castigos, nos animáramos a cumplir recomendaciones cuando no nos están vigilando? ¿Esperábamos eso, de verdad?

Es cierto que esto no sucede con toda la población. Afortunadamente contamos ya con una ciudadanía muy responsable y participativa, que ha desarrollado capacidades de juicio, de percepción, de análisis, de colaboración y de responsabilidad social. Pero aún tenemos una mayoría silenciosa que responde a estímulos externos para poder actuar y asumir responsabilidades.

Regresar al semáforo rojo de riesgo epidemiológico significará un retroceso en todo sentido. Un retroceso político, económico y también social, que derivará en altos costos. La cuarentena se va desplazando hacia el futuro porque no supimos afrontar la pandemia con disciplina y responsabilidad. Pero tenemos, también, una ocasión para percatarnos de las carencias que han impedido la responsabilidad necesaria. Carencias que son parte de una trama cultural.

A las condiciones de carácter cultural, tenemos que añadir otras más, que hacen materialmente difícil que toda la población colabore en las actuales circunstancias de alto riesgo de contagios. Una de ellas es la escasa confianza en las instituciones del Estado. La relación entre gobierno y sociedad ha estado mal construida, ya que en la práctica no ha funcionado para bien ni de la sociedad ni del Estado mismo. Si la razón del Estado es el bien común, éste no ha sido percibido por la población. Abusos, corrupción, simulación, impunidad es lo que puede esperarse de las autoridades, según el sentir de muchos. Por ello, la voz de ellas no es muy apreciada ni respetada. La población, en general no le concede credibilidad a las explicaciones y a las recomendaciones que vienen de las autoridades.

Otro factor de la conducta irresponsable de amplios segmentos de la población está en el largo historial de simulación democrática en el que la voz y la participación de los ciudadanos no ha contado para el funcionamiento del poder público. Si tenemos una democracia formal o simulada, también la participación de los ciudadanos lleva ese toque de simulación. Por ello, el ciudadano no valora su propia participación y llega a hacer de ella una decisión arbitraria. Le da lo mismo participar que no participar, y en este caso, lo más cómodo es no participar en el esfuerzo por remontar los estragos de la pandemia. Esta simulación democrática ha llevado al ciudadano a que después de no creer en las instituciones supuestamente democráticas, llegue a no creer en sí mismo y tampoco en su colaboración en los asuntos públicos.

Otro más y, quizá el más determinante es la situación de extrema pobreza de gran parte de la población. Esas condiciones de marginación y de exclusión afectan radicalmente la mentalidad, el comportamiento, la conducta y las actitudes ante la vida. Pero, sobre todo, afecta a su situación material en cuanto a precariedad de la vivienda, en cuanto al subempleo o desempleo, en cuanto a alimentación, salud y educación. Los pobres están condenados a vivir en la zozobra del hambre, de la enfermedad y de la inseguridad social. Y afecta también la baja calidad en su desarrollo humano, que impide estar en condiciones de colaboración en situaciones de emergencia como la que estamos enfrentando. Como los más pobres han sido siempre utilizados en la política y en la economía, suelen perder la noción de la participación en la vida pública. Tanto así que ya no creen ni en sí mismos ni en sus potencialidades y por ello se marginan a sí mismos de toda participación.

Si los contagios siguen creciendo y acumulando, muy posiblemente tengamos que regresar al semáforo epidemiológico rojo, con todas las implicaciones económicas y sociales. Pero nos queda la gran tarea de comprender ese complejo fenómeno de irresponsabilidad social con el correspondiente análisis de sus factores para irlos transformando.

Hay que señalar, para terminar, que esa subcultura de la irresponsabilidad social incide en todo. Ahora lo estamos experimentando en el asunto de seguridad sanitaria, pero lo mismo sucede en todos los demás temas de interés público. ¿Por qué esa aparente apatía social ante la violencia, ante la corrupción pública, ante el calentamiento global, ante la pobreza extrema y ante todos los estigmas que nos acompañan? Esa pregunta necesita respuestas atinadas si queremos avanzar en términos de desarrollo sostenible, de democracia participativa y de cultura de paz.

Porque somos lo que somos. Y eso no contribuye al avance del país y a crear mejores condiciones de vida para todos. El recurso más importante del país son las personas, que no han sido valoradas como tales y no han contado con un desarrollo humano integral. Ese es el reto.