6 julio,2021 5:37 am

Disyuntiva ética

Florencio Salazar

Estoy flotante de curiosidad /

ávido de saber o de sufrirme.

Mario Benedetti.

 

Según Walter Benjamin “el derecho considera que la violencia en manos de personas individuales constituye un peligro para el orden legal”. En esta máxima radica uno de los fines esenciales del Estado: garantizar la vida civilizada imponiendo el arbitraje al conflicto social a través de las normas y del uso de la fuerza legítima. Al evitarse la anarquía por la expresión de la impunidad, se anula el derecho del más fuerte. La aplicación de la ley es un desafío constante porque implica la afectación de intereses; y la defensa de los intereses ilegítimos suele ser la más agresiva.

La ética plantea, entre otras, dos posibilidades para el comportamiento de la persona. En la República de Platón se habla del Anillo de Giges. El Anillo da el poder de hacer invisible a su poseedor, quien puede actuar con absoluta impunidad. Si se nos presentara la misma oportunidad que a Giges, sin temor a ser sorprendidos, “robaríamos y asesinaríamos para conseguir nuestros propios intereses”, porque “la gente se comporta moralmente por necesidad, porque favorece sus intereses hacerlo, no porque realmente quiera” (Ben Dupré).

La otra posibilidad es la observancia de la Regla de Oro. Esta se refiere a lo que todos ya sabemos: trata a los demás como quieres que te traten. En este caso, la implícita norma moral conlleva el compromiso de quererme, ser respetado y objeto de buen trato. Para lograrlo, debo obsequiar a los demás de la misma manera que deseo ser obsequiado. Así viviríamos en una sociedad en plena armonía. En esta condición no tendría razón de ser el Estado, ya que al cuidarme yo, cuidaría a los demás y todo transcurriría en paz.

Son polos opuestos el Anillo de Giges y la Regla de Oro. Paradójicamente el Anillo reprime el abuso, justificando el consenso general para la existencia de un código supremo. Es decir, nos portamos bien o sufriremos las consecuencias. La Regla de Oro, en cambio, es el apotegma ético por excelencia, pero condicionada al comportamiento de que otras personas compartan el mismo sentido moral.

Consideremos, entonces, que en la conducta del individuo pueden ocurrir simultáneamente las dos posibilidades: la tentación de incurrir en actos de abuso y violencia, que se evitan por el riesgo de ser públicamente expuestos; y asumir la conducta moral, que estimula el desarrollo del humanismo. Esto plantea el problema de la sostenibilidad de la misma conducta.

El tema de la conducta es amplio y complejo. Cada generación, a lo largo de las edades históricas, asume cánones éticos que en lo esencial pueden sostenerse en el tiempo, pero que se transforman de acuerdo a los cambios de costumbre y la evolución o características de la sociedad. Gilles Lipovetsky señala que el símbolo de nuestro tiempo es el Narcisismo, “convertido en uno de los temas centrales de la cultura americana”; pero no solo americana, también europea, como puede advertirse en la narrativa  de Michel Houellebecq, que reseña una sociedad vacía; una sociedad líquida, como advierte Bauman.

La política cuando se disocia de la ética se convierte en acción  represiva. Aunque se desdeñe la política y esta sufra la mirada despectiva de los jóvenes, debe quedar claro que sin convicciones democráticas –sistema de creencias plurales– para mejorar las condiciones colectivas, no se puede esperar nada bueno de quienes aspiren a ser invisibles.

Aun con lo iluso que pueda parecer hagamos el esfuerzo de aplicar la Regla de Oro. Siempre será mejor la aspiración de ser mejores.