2 marzo,2021 5:19 am

Dos siglos medidos por escenas

Federico Vite

 

Como quien se acerca a una carta escrita por un amigo de mayor edad, así debe asomarse uno a Los testamentos traicionados (Traducción del francés: Beatriz de Moura. España, Tusquets, 2003, 302 páginas), de Milán Kundera. En especial, se deben tomar algunas de las reflexiones sobre la novela. Hago hincapié en el apartado 4 de la Quinta Parte, En busca del presente perdido.

La escena, afirma Kundera, pasa a ser el elemento fundamental de la novela (el lugar del virtuosismo del novelista) desde el principio del siglo XIX hasta la fecha. Walter Scott, Balzac, Fiodor Dostoievski componen la novela con su decorado, su diálogo, su acción, afirma Kundera, pero todo lo que no es escena está considerado y sentido como secundario, incluso superfluo (descripciones, reflexiones, etcétera).

La novela parece un guión muy rico, ironiza el autor checo. Y concluye la idea señalando lo siguiente: “En cuanto la escena pasa a ser elemento fundamental de la novela, queda virtualmente planteada la cuestión de la realidad tal como se manifiesta en el momento presente. Digo virtualmente, porque en la obra de Balzac o de Dostoievski, lo que inspira el arte de la escena es más una pasión por lo dramático que una pasión concreta, más el teatro que la realidad”.

Dicho de otra manera, lo que señala Kundera es justamente el artificio, la cantidad de abalorios que se colocan en una novela para convertirla en un producto más de los insumos culturales. Un producto, obviamente, de fácil acceso para las masas. Pone el ojo en un asunto sustancial: la dificultad de representar la realidad sin las muletas de lo artificial.

Palabras más, palabras menos, el autor de La broma comenta que las novelas están repletas de esos artilugios que “decoran” algunos aspectos del relato, los convierten en historias que bien podrían considerarse guiones perfectos de una película hollywoodense (ya sabe usted, un sitio para la secuencia de acción, para el beso, para la escena sexual, etcétera), pero justamente ese hecho inhibe la naturalidad en la representación de lo real.

Kundera encuentra algunas características a la novela del siglo XIX, con mucha vigencia actualmente, que bien podrían definirse en la siguiente reflexión escalonada:“Se manifiesta el carácter teatral de una composición, una composición concentrada en a) una única intriga (contrariamente a la práctica de la composición “picaresca”, que consiste en una secuencia de intrigas distintas); b) en los mismos personajes (dejar que los personajes abandonen la novela a medio camino, como era normal para Cervantes, se considera hoy un defecto); c) en un corto espacio de tiempo (incluso si entre el comienzo y el final de la novela transcurre mucho tiempo, la ación se desarrolla tan solo a lo largo de unos cuantos días elegidos; así, por ejemplo, Los endemoniados, se extiende a lo largo de unos meses, pero toda la acción extremadamente compleja se distribuye en dos días, luego en tres, luego en dos y por último en cinco)”.

Es el abc, digamos, de los tópicos usados con recurrencia por los autores de esa época (aún vigentes) y para finalizar la argumentación vuelvo a citar a Kundera: “En esta composición balzaquiana o dostoievskiana de la novela, toda la complejidad de la intriga, toda la riqueza del pensamiento (los grandes diálogos de ideas en la obra de Dostoievski), toda la psicología de los personajes, deben expresarse con claridad exclusivamente mediante escenas”.

Atestiguamos con este párrafo las articulaciones de un molde novelístico, claro, bastante sólido y bien estructurado. La escena era el caballo de batalla para todos aquellos autores del siglo XIX, supongo, porque el teatro era la cumbre de la expresión escrita. Para nosotros, el cine (a recientes fechas las series) es la cima y desde ahí, tal vez ramplonamente, se explique la literatura contemporánea estilizada en secuencias (suma de escenas).

La novela en el siglo XIX estaba perfectamente encorsetada, muy sana y sumamente viva; bastaría agregar algunos nombres y títulos para fortificar esa aseveración. Piense por ejemplo en Madame Bovary (1857), de Gustave Flaubert; en Moby Dick (1851), de Herman Melville; en Bleak house (1859), de Charles Dickens; en The turn of the screw (1898), de Henry James; en la obra de Balzac, Thomas Hardy, Mark Twain, Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe, Sara Grand, Aleksandr Pushkin, Louisa May Alcott, Charlotte, Anne y Emily Brontë, entre otros notables novelistas. Pero la piedra filosofal de la novela (un artefacto rebosante de herramientas narrativas más allá de la escena) es un libro cuya estructura posee una plasticidad sugerente, cuya riqueza expresiva supera los cánones de la “composición dramática”. Se trata de un verdadero magisterio sobre los senderos estéticos de un poeta. Me refiero a Ulysses (1922), del divino James Joyce. Esta lista de autores y de obras nos conducen a un aparente más allá de las reflexiones de Kundera, pero mantienen la esencia del señalamiento del checo, pues la literatura actual está más allá de la “dramatización” de la novela, pero no del todo. Pervive la unidad nuclear: la escena.

Incluso en las estructuras novedosas de la novela contemporánea se mantienen los abalorios para dotar de artificialidad la narración. ¿Por qué? Me temo que para ello debemos traer a la conversación al buen Kurt Vonnegut con un asunto que él llama “La forma de las historias”. El narrador estadunidense analiza en un plano cartesiano algunos libros (por ejemplo, La cenicienta o La metamorfosis) y en la medida que esas historias tienen más curvas (las curvas describen los rodeos del los personajes para llegar a los puntos esenciales de la narración; también debemos llamar a las curvas abalorios), los autores están más lejos de recrear la vida sin afectaciones.

Para Vonnegut, el ejemplo más puro de una historia sin artificios es Hamlet, de William Shakespeare. No hay curvas en la trama de esa historia. Básicamente la describe como una serie de líneas rectas. En esa obra, expone, todos los hechos se concatenan sin afectación, de tal forma que un escritor de verdad aspira a crear historias con estas características: sin artificialidad. Obviamente Vonnegut pone varios ejemplos, con ello varias gráficas, pero queda en la mente del lector la misma sugerencia que hace Kundera en Los testamentos traicionados, ¿puede la novela oponerse al artificio para aceptar con suma contundencia la representación de lo real?

Me temo que no. La novela requiere del artificio; de lo contrario, perdería la consagración de su forma. Quedaría desnuda.  Y la desnudez, más que pudibunda, es bochornosa.