19 junio,2023 5:37 am

Educación para la no violencia activa

 

(Primera de dos partes)

Jesús Mendoza Zaragoza

Muchos desafíos tenemos hoy para la construcción de la paz en México. Uno de los mayores es el educativo, que poco se ha atendido, tanto en el ámbito público como en el privado y el social. Es penoso que aún no se comprenda que la educación puede darnos lo que no nos podrán dar las fuerzas armadas y que, como consecuencia, el tema educativo tiene que pasar a primer plano en cuanto a la construcción de la paz. Para construir la paz, hay que poner condiciones objetivas, tales como la fortaleza y la salud de las instituciones públicas, un sistema de seguridad eficaz, un sistema de justicia competente, la gobernabilidad y la fortaleza del tejido social, entre otros. Pero también se requieren condiciones subjetivas que se construyen a través de la educación, pero no de cualquier educación, sino de aquélla que construya personas con las competencias necesarias para vivir en paz.
La educación para la paz tiene su propia textura. Busca construir en cada persona una cultura de paz, que implica una transformación personal con los conocimientos, actitudes y habilidades necesarias para que cada persona pueda convertirse en constructora de paz. Es preparar la mente, el corazón y las manos para esa gran tarea.
Ahora quiero referirme a tres casos que ponen de relieve la necesidad de incluir la educación para la no violencia como parte de la cultura de paz.
Primer caso: La revolución nicaragüense. El sacerdote Miguel D’Escoto, quien fue el primer canciller del gobierno sandinista de Nicaragua e, incluso, llegó a presidir la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 2008, lamentaba hondamente la “necesidad histórica” del recurso a la guerrilla armada para poder derribar al tirano Somoza en el año 1979.
Al respecto, escribía que “tenemos que reconocer que, como Iglesia, jamás hemos enseñado la noviolencia activa y creativa como forma de vivir el profetismo colectivo o individual a que hemos sido convocados. Pero lo más triste es, no sólo que no consideramos la lucha no violenta como un elemento constitutivo en la proclamación del mensaje de Jesús, lo peor es que ni siquiera nos atrevemos a denunciar, con la debida firmeza, la violencia institucionalizada que es la que provoca la violencia revolucionaria de los oprimidos” (P. Miguel D’Escoto, Antiimperialismo y no violencia).
La posición del padre D’Escoto era de que, si la Iglesia hubiera enseñado el Evangelio en toda su hondura, no habría sido necesaria la lucha armada para vencer al tirano, pues del Evangelio se desprende una educación para la no violencia. Por ello, el virus de la violencia de la revolución nicaragüense tuvo como resultado una nueva dictadura, quizá peor que la de Somoza.
Segundo caso: Un relato colombiano. John Paul Lederach, conocido teórico y activista en procesos de paz y reconciliación en distintos países, relata en su libro La imaginación moral (2007), un caso que nos puede ayudar a entender la relevancia de la no violencia para la transformación social. Josué, Manuel, Héctor, Llanero, Simón, Oswaldo, Rosita, Excelino, Juan Roy, Miguel Ángel, Sylvia y Alejandro compartían varias cosas que los unieron entre sí para siempre. Vivían a lo largo del río Carare en una zona conocida como La India, en las selvas del Magdalena Medio en Colombia. Eran campesinos. Se consideraban gente corriente. Y afrontaban un reto extraordinario: cómo sobrevivir a la perversa violencia de los numerosos grupos armados que atravesaban sus tierras y les exigían lealtad. Por su territorio fluyen grupos de la guerrilla, traficantes de drogas, paramilitares y, por supuesto, los militares. En el año 1987, un capitán del ejército colombiano convocó a más de dos mil campesinos y les dio un ultimátum para escoger un bando en el conflicto: “o se arman y se unen a nosotros, o se van con la guerrilla, o abandonan la región, o se mueren”.
Josué, un líder comunitario, respondió de manera contundente al militar: “Vea, capitán, ¿cuánta gente armada hay en Colombia? Haciendo un cálculo por lo bajo, tenemos que hay unos 100.000 militares, otros tantos policías, quizá 20.000 guerrilleros, paramilitares, autodefensas, sicarios, y mafias ni se sabe, y ¿me quieren decir ustedes de qué ha servido todo eso? ¿qué han arreglado con eso? Nada se ha solucionado, mejor dicho, en Colombia hay más violencia que nunca. Nosotros hemos llegado a la conclusión de que las armas no han solucionado nada, de modo que no tiene objeto que nos armemos nosotros también. Lo que necesitamos son créditos, herramientas, tractores y volquetas para mover la tierra. Usted, como miembro del ejército nacional, en vez de incitarnos a que nos matemos los campesinos entre nosotros, tendría que cumplir con lo que está escrito en la Constitución, que es defender al pueblo colombiano… nosotros tenemos que buscar nuestra propia solución”.
En esa región, las comunidades campesinas se organizaron en la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. Practicaron la resistencia civil sin armas, siguiendo unos principios clave, tales como: ante el individualismo, solidaridad; ante el silencio, hablar alto; ante el miedo, el diálogo; y ante la violencia, hablar y negociar. Con gran creatividad, esta organización pudo lograr la reducción de la violencia en su región, mostrando el gran potencial de los grupos locales con capacidades de resistencia civil, dejando un mensaje firme: las soluciones sin violencia son posibles.
Tercer caso: Las autodefensas en Guerrero. Desde el año 2013 aparecieron en Guerrero las así llamadas “autodefensas” o policías “ciudadanas”, como una respuesta social al abandono del Estado que padecen pueblos y comunidades rurales en diversas regiones del estado de Guerrero. Posteriormente se han desarrollado en otros estados del país. Ciudadanos y ciudadanas sensibles ante las violencias generadas por la delincuencia organizada han tomado la iniciativa de defender y proteger a sus familias y comunidades tomando las armas en sus manos ante la incapacidad del Estado para dar seguridad. Han surgido en contextos de desesperación como medida de “autodefensión”. El problema está en la decisión de grupos civiles de defenderse con las armas, pasando al territorio de la violencia de sus agresores. Una vez armados, estos grupos están a merced de las dinámicas violentas generadas por la delincuencia organizada y de las fuerzas armadas, puesto que es complicado un proceso de desarme en estos contextos violentos.
¿Qué ha sucedido con las autodefensas a diez años de su surgimiento? Creo que, en diversos casos, han representado otro problema más para la pacificación de los pueblos, por algunas razones. En unos casos, dependen de sus propios liderazgos que utilizan a estos grupos para otros intereses extraños a la autodefensión de sus pueblos y, en otros casos se han vinculado con las bandas de la delincuencia organizada.
Hay que señalar que la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias -Po-licía Comunitaria (CRAC-PC), se creó hace 28 años como una manera de responder a los derechos de los pueblos indígenas, con una organización y reglamentación que establece un vínculo firme con sus comunidades y con sus autoridades comunitarias. En este sentido, a la CRAC no la podemos incluir como una organización de autodefensa sino como una organización indígena que resguarda a las comunidades con las que tiene una vinculación firme a través de sus autoridades comunitarias.
En el caso de las autodefensas, al optar por una pacificación armada, se han metido en un círculo vicioso del que les es muy difícil salir. Ya no pueden desarmarse porque se quedarían indefensas ante los demás actores armados. Por ello, tienen que permanecer en el mismo territorio de los violentos a partir de la lógica de las armas y del control de los territorios.
Así las cosas, la no violencia activa, que evita el recurso a las armas, introduce en una dinámica de paz ligada a la razón, a la verdad y a la justicia para la defensa de los pueblos. Por eso, hay que entender el dinamismo interno de la no violencia, que tiene un alto potencial de pacificación desde una cultura de paz.