12 octubre,2024 11:40 am

Ehékatl Arizmendi: “Soy de Guerrero y traigo mi desmadre, toda esta chilanguez que también soy”

“Ahora estamos de moda”, bromea el joven músico que tiene una legión creciente de seguidores en Cdmx, donde vive. La actualización de la música regional le ha favorecido. “Somos hijos de familias que migraron y aprendimos a tocar por nostalgia”, dice. Heredero de una saga de músicos tradicionales, compone temas que se nutren del entorno actual, como la violencia o los desastres naturales. “Somos tierra de huracanes. Uno dice que lo material no importa, que lo importante es estar vivo. Pero sí importa. Porque no es nada más dinero: son recuerdos, son historia”

El Sur / Ciudad de México, 12 de octubre de 2024. Al nacer decidieron bautizarlo Miguel, como su padre, como su abuelo: músicos los tres. En estos últimos años, sin embargo, el nombre del viento le ajusta mejor.

Es domingo y septiembre se encamina a sus últimos días. Ehékatl Arizmendi lleva un sombrero de ala ancha y curveada de los que usan en Tierra Caliente. El brillo de una esclava plateada asoma por debajo de su guayabera blanca, colgando del cuello. Sube al escenario apenas y el vozarrón de su pecho se torna ciclón: canta sobre la furia con que se nubla el cielo de la costa, de las trombas que crecen las aguas y hacen temblar a hombres y mujeres.

“Supongo que saben lo que está pasando en Acapulco –dice después al micrófono al puñado de chilangos que lo escuchan–. De ahí venimos, de ahí somos. Mi jefe está ahí ahorita. Él está a gusto, no se crea. Se sale a dar baños de huracán y todo. Porque no somos de mero Acapulco, estamos un poco más arriba. Pero el año pasado sí estuvo feo, perdimos mucho”.

Tiene 25 años, un bigote de Tin Tan que resalta su cara costeña y un creciente culto de aficionados que, al menos aquí, en la capital del país, lo siguen a todos lados fascinados por su destreza con la guitarra y por esa voz fiera que impacta a quien lo escucha como un aironazo macizo que toca tierra con versos altivos:

No me presuman que soy el grito / No se me asomen ni para ver /Parece que nunca me despido / Porque no aguantan tanto llover…

“El oficio de músico viene de parte de mi jefe –cuenta en entrevista con El Sur–. Epifanio Arizmendi Galeana, mi tatarabuelo, ya tocaba y componía, pero quién sabe quién le enseñó a él. Luego vino mi bisabuelo José Guadalupe Arizmendi Huerta, mi abuelo Miguel Arizmendi Dorantes, mi papá Miguel Arizmendi Herrera y yo, Miguel Arizmendi Alfaro. Todos hemos sido músicos”.

Cuando nació su familia hizo una ceremonia de “siembra de nombre” en Ixcateopan, al norte del estado y donde se supone que descansan los restos de Cuauhtémoc, el último tlatoani azteca. Fue el tonalpolhualli –la cuenta de los días y del destino en el mundo azteca– el que decidió que suyo sería también el nombre náhuatl del viento: Ehékatl.

El pasado domingo 29 de septiembre, el más joven de los Arizmendi se presentó en el Foro del Tejedor, en la colonia Roma. Para entonces el huracán John por fin comenzaba a ceder en las costas de Acapulco, dejando a su paso más de 39 mil viviendas afectadas nada más en aquel municipio; socavones que se tragaron restaurantes enteros en Puerto Marqués; el colapso de la red de alcantarillado y agua potable en varias regiones del estado; puentes que cayeron y dejaron comunidades aisladas sin agua ni comida. Veintitrés muertes y todo eso.

“Somos tierra de huracanes. Uno dice que lo material no importa, que lo importante es estar vivo. Pero sí importa. Porque no es nada más dinero: son recuerdos, son historia”.

Costeño bravo y con acento ñero

Llegó a Ciudad de México a los 12 años. Su padre –quien, aparte de ser músico, estudió ingeniería química y daba clases en el Instituto Politécnico Nacional– vivía ya en el Centro Histórico. Iba y venía de Ciudad de México a Guerrero y viceversa.

Así que Ehékatl creció también en los barrios bravos de La Merced, Tepito, La Lagunilla. Pero bravo ya eran él y su sangre caliente. Más de una vez se trenzó a golpes con algún compañero, tuvieron que cambiarlo de escuela y buscar la forma de apaciguar a ese muchacho broncudo. La secundaria le interesó poco hasta que se topó con la Casa de la Música Mexicana Daniel García Blanco, hoy cerrada debido a malos manejos financieros. Allí pasaba cada tarde, perdido en el sonido de leonas y jaranas, guitarras y marimbas, talleres de zapateado, de canto popular.

La música lo dominó a él. Pronto se acostumbró a la ciudad y sus ritmos, adoptó un acento chilanguísimo –“ñero”, define él– que mezcló con esa cadencia costeña que todavía le brota a cada risotada. Aprendió a andar de novio, a bailar cumbia en los sonideros que tomaban las calles de madrugada.

“Ahora con esto del corrido tumbado –dice en referencia a compositores como Natanael Cano o Junior H que, desde Los Ángeles, han rescatado y reformado el corrido norteño–, me doy cuenta de dónde estamos. Esta actualización de la música regional me hace pensar en mí. Porque yo soy de Guerrero pero también soy del centro. Y traigo mi desmadre: toda esta chilanguez que también soy, pues”.

Hoy habita el mismo departamento que hace años rentaba su padre en el Centro Histórico. Es un espacio de muebles antiguos, instrumentos musicales, antiguas máscaras de tigre y de parachicos en los muros. Una escultura en madera de San Miguel Arcángel luchando contra una serpiente sobresale encima de la caja de un piano vertical.

“Allá en Guerrero tenemos los fandangos: fiestas comunales donde todos tocan y los que no tocan, bailan. Yo pronto entendí que acá es lo mismo pero en la calle, tomando el espacio público. Los sonideros son el fandango de esta ciudad”, equipara.

Pero sí hay verdaderos fandangos tradicionales en Cdmx. La música de los estados ha construido su propio ecosistema en medio del escándalo urbano y son comunes los talleres de requinto jarocho, de son huasteco, de acordeón norteño. Poco a poco se han ido construyendo foros o restaurantes donde suena música tradicional y festivales como Son Para Milo que llegan a durar dos o tres días al hilo. Allí la música guerrerense –chiles fritos, chilenas, corridos, sones, gustos calentanos o tlapeños– resuena cada vez con más frecuencia gracias a Yolotecuani, La Mixanteña de Santa Cecilia o Las Hermanas García, entre otros proyectos culturales.

“Ahora estamos de moda –ríe Ehékatl consciente de que algo está creciendo–. Hubo un momento en que, con los procesos de migración, mucha gente ya no tenía necesidad de tocar estas músicas; la gente ya no estaba en el campo sino en un laboratorio o en una oficina, como mi jefe. Con la diferencia de que él nunca dejó de tocar. Somos hijos de esas familias que migraron y aprendimos a tocar por nostalgia. Ahora nosotros somos una generación que comenzó también a reivindicar esos otros aspectos de la cultura: lo moreno, lo no fino, lo popular. Para mí siempre fue un orgullo todo esto, pues, pero ahora es distinto, las circunstancias sociales han cambiado”.

Pero sí hay verdaderos fandangos tradicionales en Cdmx. La música de los estados ha construido su propio ecosistema en medio del escándalo urbano y son comunes los talleres de requinto jarocho, de son huasteco, de acordeón norteño. Poco a poco se han ido construyendo foros o restaurantes donde suena música tradicional y festivales como Son Para Milo que llegan a durar dos o tres días al hilo. Allí la música guerrerense –chiles fritos, chilenas, corridos, sones, gustos calentanos o tlapeños– resuena cada vez con más frecuencia gracias a Yolotecuani, La Mixanteña de Santa Cecilia o Las Hermanas García, entre otros proyectos culturales.

“Ahora estamos de moda –ríe Ehékatl consciente de que algo está creciendo–. Hubo un momento en que, con los procesos de migración, mucha gente ya no tenía necesidad de tocar estas músicas; la gente ya no estaba en el campo sino en un laboratorio o en una oficina, como mi jefe. Con la diferencia de que él nunca dejó de tocar. Somos hijos de esas familias que migraron y aprendimos a tocar por nostalgia. Ahora nosotros somos una generación que comenzó también a reivindicar esos otros aspectos de la cultura: lo moreno, lo no fino, lo popular. Para mí siempre fue un orgullo todo esto, pues, pero ahora es distinto, las circunstancias sociales han cambiado”.

Tocar para demostrar que eres perro

Además de su voz de vendaval, Ehékatl Arizmendi toca la guitarra con un rasgueo enloquecido. Su bordoneo –un requinteo grave con el que adorna el principio de cada canción o el final de cada estrofa– se ha vuelto célebre entre los músicos de la capital que no alcanzan a entender cómo logra ese sonido recio que, por momentos, puede sonar a una refriega de balas disparada en mitad de la noche o al cascabeleo de una serpiente enroscada.

Esa pizca de violencia no es fortuita, admite él. Es parte del lenguaje de ciertos ritmos de Guerrero que requieren tocarse con arrojo y coraje para que las cadencias impongan su propia fuerza. Los versos de chilenas, corridos y sones calentanos están cargados de historias plenas de detalles sobre el calibre de un arma, las peleas de gallos, historias de guerrilleros, crímenes y traiciones.

“Hubo un tiempo en que a nuestras propias familias nos prohibían asistir a los fandangos porque siempre terminaban en balazos –dice–. Esta música tiene algo de eso: aprendes a tocar para demostrar que eres perro, que eres mejor que los demás. Yo siempre que toco termino así, caliente, como después de unos mezcales, enviolentado”.

Es difícil evadir la violencia con la música que nació y se ha desarrollado, hasta nuestros días, en un contexto lastimado por crímenes de Estado y grupos criminales dominando cada plaza. El 2024, por ejemplo, ha sido el año más sangriento de los últimos seis, con 319 carpetas de investigación abiertas por homicidio doloso sólo en el primer semestre.

“Yo soy de un pueblo donde no hay policía ni alguna fuerza institucional, por ejemplo –menciona Ehékatl–. Estas gentes (del crimen organizado) se encargan de la seguridad. ¿Qué haces con algo así? Es inevitable que los morros prefieran entrarle a ese negocio que a la música, que está en el aire y no existe como opción de vida. Para estudiar cualquier carrera allí, los morros tienen que gastar 100 pesos en pasaje de ida a Acapulco y otros más de vuelta. Y si eres músico, tarde o temprano te invitan a tocar para ellos. Nosotros hemos llegado a tener jales con esa gente, para tocar en sus fiestas. Están en todos lados: son vecinos, son familiares, están ahí a la mano”.

De eso habla El cabrón, una de sus canciones más célebres en la comunidad de músicos tradicionales de Ciudad de México. Dice que es el corrido para un amigo que murió. Pero podría ser la historia de cualquiera de esos jóvenes que, por puro orgullo y por perseguir el sueño de rodearse de plata y plomo, le entran “la maña”, con el obvio desenlace.

Era de noche, yo sólo pensaba / en las camionetas que me iba a comprar / dándome un pase por la desvelada, / mi novia mirando su celular. / Llegaron dos hijos de la chingada / de ésos que mucho no van a durar. / Mientras uno de ellos se la llevaba / el otro me empezaba a disparar / y de ella aún no saben en donde está… / Perdí mi vida, viví mi derrota / cuando mi cuerpo fueron encontrar / sobre el playón bajo de la parota / donde nos juntábamos a jugar…

Sabía que esta sería mi vida, no había plan B

“Yo siempre digo que no vengo solo… –dice Ehékatl, de nuevo ante el micrófono, en el Foro del Tejedor –. Detrás de mí hay bastantes”.

Se refiere, por supuesto, a los músicos de la costa a los cuales siempre rinde homenaje con sus canciones. Pero también a su sangre: a la dinastía Arizmendi que le heredó ese mundo de sonido, ritmo y versos. Su abuelo, Miguel Arizmendi Dorantes, llegó a ser director de la Biblioteca Alfonso G. Alarcón –la primera del puerto de Acapulco–; dirigió programas de radio y televisión e incluso ocupó un puesto gubernamental como promotor de cultura. Pero sobre todo, a su abuelo se le recuerda como compositor de algunos de los himnos de la región: boleros como Acapulco, nosotros y el mar, corridos como Vicente Guerrero, gustos calentanos como el que le compuso a Ciudad Altamirano.

“Él hizo con sus hermanos, mis tíos abuelos, un conjunto muy famoso en la región: Los Hermanos Arizmendi –recuerda durante la entrevista–. Ellos le entraron a los boleros románticos en la época del Acapulco recio,  el de los cincuenta, los sesenta, imagínate”.

Y es que si José Guadalupe –bisabuelo de Ehékatl– tocaba el violín en las danzas de santiagueros y parachicos del pueblo, sus hijos Lucio, Raúl, Benito, Isidro y Miguel encontraron una forma de vida y de sustento en la composición e interpretación de boleros románticos en grandes hoteles y  del Acapulco turístico y globalizado. Eso los volvió famosos en el puerto y también en Japón, donde eran contratados por temporadas de hasta seis meses por año.

“Yo crecí rodeado de música –dice Ehékatl–. Mi primer juguete fue un violincito y me aferré a él desde que era un bebé. Pero no sólo estuve rodeado de música. Fue algo que elegí. Yo supe que éste era mi oficio desde muy morro. Supe que esta iba a ser mi vida, que esta iba a ser mi apuesta y que más me valía hacerlo bien, porque no tendría alternativa. Nunca tuve un plan B”.

El 29 de septiembre, el joven guerrerense se presentó en el Foro del Tejedor con un breve ensamble compuesto por Yoloxóchitl Flores en las percusiones, Lucía Torres en coros y zapateado, Efrén Vargas en el bajo. Según el calendario católico, ese domingo fue el día de San Miguel Arcángel, el huracán John retiraba por fin su furia de Acapulco.

Entre el repertorio de corridos, boleros y hasta danzones que interpretó Ehékatl también resonó La Calandria, una chilena que compuso en 2022, un año antes de que el huracán Otis destruyera medio Acapulco, incluida la casa de los Arizmendi, hoy convertida en un centro cultural para niños y niñas de la comunidad. La canción narra la historia de una mujer que, con el dinero que le envía su padre desde Estados Unidos, construye poco a poco la casa familiar.

Ya con un techo nuestra casita se veía el tiempo de ver llover / Te enviaba fotos y era bonito verla entre el campo reverdecer / Cierro los ojos y en nuestro cuarto se oye el estruendo de aquel ciclón / Luego recuerdo estar sujetando el único muro que no cayó / Pero caray, pero caray, pero caray se me apareció/ Una calandria que también cantaba mi dolor / Y en el ciruelo el picos-picho me acompañó / Y así cantándote esta chilena se nos inundaba el corazón…

Durante todo el mes de octubre, Ehékatl musicalizará la obra de teatro La Llorona que se escenifica en los canales de Xochimilco.

Texto: Carlos Acuña