16 abril,2024 4:34 am

El poeta de la paranoia y el terrorismo 

 

 

Federico Vite

 

La novela que enfatizó la apuesta literaria de Don DeLillo es The names (Londres, Picador, 1987, 406 páginas), la publicó antes de Ruido blanco (White noise, 1985), Libra (1988), Mao II y, por supuesto, Underworld (1997). The names ofrece una peculiar perspectiva a esa otra manera de tocar el mundo que tiene los Estados Unidos, me refiero a la industria de la guerra y las posibilidades de inversión que ofrece el negocio de la seguridad.

Con Atenas de fondo, con un mundo antiguo a los pies de un matrimonio extranjero, conocemos a James Axton, un escritor de medio tiempo que gana dinero como analista de riesgo en una empresa de seguros cuyo capital es enorme. Viaja constantemente y recorre el Oriente Medio y el mar Mediterráneo. Entiende que se deben ampliar los registros laborales de la empresa para la que trabaja, no sólo para documentar la prevención de secuestro o robos, sino para algo más, mucho más grande: la seguridad de un Estado.

Los escenarios principales de este libro son Grecia y la India, aunque los personas que aquí habitan han vivido en muchos lugares: Atenas, Teherán, Beirut, El Cairo, Chipre, Turquía, Kuwait, Pakistán, Jordania y Zaire. Son personas que hablan muchos idiomas y James se siente limitado, ignorante y ligeramente torpe, porque no conoce más que el inglés y en lugares como los mencionados, el inglés no sirve para nada. Bueno, sólo sirve para ser timado por los nativos de esas regiones. Gracias al aprendizaje de otros idiomas, los que de verdad son importantes en los sitios donde vive James, el imaginario del mundo se agranda y se expone la tesis de la novela: el lenguaje es lo único importante: abre mentes, logra negocios jugosos y agranda el horizonte del futuro. El lenguaje, finalmente, “es la rosa de los vientos de la memoria”. El problema es que la memoria, en personas como James, suele estar matizada por las contingencias y el terror de perder la seguridad.

James ve a los políglotas como si fueran parte de un imperio y él estuviera fuera de esos márgenes de gobierno simple y sencillamente por su ignorancia, por la manera en la que ha invertido su vida: mirando únicamente su entorno. A la par de esas revelaciones, empiezan a aparecer los cadáveres de gente que fue asesinada con violencia. Los diarios recogen esas noticias. Y lo que parecía una novela de viaje, a ratos una bildungsroman, se transforma en una novela noir.

Los responsables de los asesinatos están asociados con una secta que se desplaza sin una ruta definida entre Oriente Medio y la India. Son un doble oscuro de los ejecutivos multinacionales que deambulan por esa parte del planeta. La secta referida agrupa a los “fanáticos del alfabeto”, gente que se ha consagrado a la vida mágica de las letras, los símbolos ancestrales, la escritura y los nombres. Son amantes de la escritura que matan personas aparentemente al azar, eligen como víctimas a los enfermos o a los deficientes mentales. Las víctimas tienen las iniciales del lugar en el que fueron asesinadas. De ahí viene el título de la novela: Los nombres. Esa es la clave para resolver los homicidios. Esa secta es la otra versión de los estadounidenses que a principios del siglo pasado viajaban por el mundo con la intención de escribir, pintar y estudiar, para encontrar texturas más profundas. Después empezaron a hacer negocios y como una deriva, por aburrimiento o por un sin sentido de la vida, comenzaron a asesinar.

A pesar de la profundidad de un tema como éste, la seguridad de un país, De Lillo tiene la soltura de un gimnasta y pone en diálogos de apariencia sencilla la tensión de la trama: “Mi vida pasa, no puedo controlarla”, dice Axton, “nada cuadra”. Y esa insatisfacción, casi como un estribillo generacional, lo lleva a esa pasmosa cercanía con los asesinatos.

Todos los personajes se mantienen en una línea de flotación media, sin profundizar, pero gracias a esa relativa frivolidad no pierden la cordura. Sobre todo porque poco a poco comprenden que esa secta “sin contenido, sin vínculo, sin historia, sin un significado natural”, bien podría ser una institución moderna, diseñada sólo para eso: aniquilar.  Esa idea linda con la paranoia de James. Y es poderosamente atractiva.

The names es un libro que ahora no causaría tanto escalofrío en el lector, pero ayudaría a entender los mecanismos de violencia que caracterizan a ciertos grupos institucionalmente erigidos como “inversionistas”, quienes analizan los riesgos de seguridad. Y ese matiz, la seguridad como una empresa, es lo que permea toda la conversación de los personajes, incluso las charlas maritales, porque la seguridad en el matrimonio es un tema superlativo.

La esposa de James es la arqueóloga Kathryn; gracias a ella la novela se pone en marcha porque define el rumbo del relato. James se muda a Grecia por ella. La vida se abre y las posibilidades de crecimiento, en teoría, también. Aunque el influjo de esta novela está fundamente en un sólo hecho: el pasado de los hombres, el pasado de las civilizaciones, se reduce a una historia y esa historia se valora con la transparencia de las palabras elegidas para contarla.

Don DeLillo se ganó el mote de “El poeta del terrorismo” con este libro, porque la usual sorpresa de la vida se manifiesta como una sensible pregunta, ¿cuánto ganan los que quieren destruir nuestra seguridad? La respuesta es una cifra de varios ceros. “Algunas veces me pregunto a mí mismo, dijo Emmerich, ¿cuál es la función de un asesino? Es una persona que tú llevas dentro. Es la persona a la que acudes para confesarte”, señala el autor y de inmediato nos pone en perspectiva otro asunto, la comunicación con una entidad superior que habita en las iglesias o en nosotros mismos, en el interior arcano del alma: “Esto es lo que nosotros traemos al templo, no orar o cantar ni sacrificar algún carnero. Lo que nosotros ofrecemos es el lenguaje”. Enunciado esto desde el Acrópolis hay un matiz precioso en el relato.

De Lillo ofrece en este documento la materia prima que da fuego a otras de sus novelas: “¿Qué es un libro? ¿Cuál es la naturaleza de un libro? ¿Por qué debe tener una forma? ¿Cómo interactúa la mano con los ojos cuando alguien lee? Un libro proyecta una sombra, una película también proyecta una sombra. Nosotros estamos tratando de definir las cosas. ¿Entiendes?”.

 

*Como es habitual en este espacio, la traducción de los fragmentos entrecomillas es mía.