27 agosto,2020 5:29 am

El señor diputado

Anituy Rebolledo Ayerdi

Quinta parte y última

 

Las elecciones

Don Luis Bedoya, el señor diputado, regresa de una nueva visita al urinario. Pregunta:

–¿Por qué será que al paso de los años todo se achica en el cuerpo? ¡Vaya, ni la vejiga se salva!

–¿Ahora sí, señor, podemos reanudar la entrevista?, se adelanta el novel reportero del diario Trópico, y sin esperar la respuesta, lanza la pregunta. ¿De veras, señor diputado, ha habido alguna vez elecciones democráticas en México?

–¡Absolutamente! –responde un Bedoya enfático y dando volumen a su grave vozarrón. Bien recuerdo que para mi elección se instalaron catorce casillas, siete en la ciudad y un número igual de foráneas. Las de la ciudad se ubicaron en la casa de don Ramón Córdova, en el Zócalo, la número 1, distribuyéndose el resto en el barrio de La Playa, la calle Independencia, esquina con una vereda llamada Vicente Guerrero; 5 de Mayo, en Barrio Nuevo y no recuerdo las dos que faltan. Las de fuera en Dos Arroyos , Cacahuatepec, La Venta. La Sabana, Kilómetro 30 y Pie de la Cuesta. Personaje en todos los procesos electorales fue don Gustavo Cobos Camacho, Cobitos, auxiliado por don José Girón. Manejaba el padrón electoral sin permitir que manos extrañas lo manosearan.

Doroteo Lobato, el popular Doroche, dueño de la taberna La Marina , pregunta a la mesa si algo se ofrece y el señor Bedoya le responde que no, moviendo el dedo índice

–¡Prosigo! –anuncia aquél manifestando con el gesto la interrupción. Elecciones, hay que decirlo, difíciles e inciertas porque no se contaba con el voto femenino, la total indiferencia de los jóvenes y de los burócratas, además de los patrones hispanos y sus empleados. El partido, por su parte, cumplía únicamente con la postulación, recayendo todo el gasto y el trabajo electoral en el candidato, su oferta política, su simpatía personal, su arraigo, y sus amigos.

–¿Violencia?

–¡ Claro!, la violencia estaba latente en todo el proceso, obligando al candidato a andar siempre rodeado de parientes y amigos armados. A Dios gracias yo nunca tuve problemas, el único, quizás, con una viuda del medio rural que quería que la indemnizara porque uno de apellido Bedolla, con doble ll, había matado a su marido. No pariente mío, por supuesto.

“¡Y termino!”: El Colegio Electoral se integraba con los presidentes de las 14 casillas a cuyo frente estará el presidente de la casilla del Zócalo. Se reunía entonces en la escuela del barrio de La Fábrica, para tener el respaldo y seguridad de sus trabajadores.

 Los Dragos 

Lobato vuelve a la mesa y es abordado directamente por el señor diputado.

–Querido Doroche, te voy a pedir que por favor me resuelvas una duda. Ahora que nos contaste sobre los primeros boxeadores acapulqueños mencionaste el cerro de Los Dragos, residencia de uno de ellos. ¡No me vayas a salir conque en Acapulco hubo dragones!

–No, don Luis, si bien no han faltado en el puerto quienes echen fuego por la boca. “El cerro de los Dragos” fue el nombre de la elevación conocida hoy como de La Pinzona, en la que se levanta el hotel Casablanca, llamado así por estar cubierto con árboles de ese nombre, “dragos”. Un árbol de espeso follaje e intensa floración amarillo salmón, traído de América del Sur en tiempos de la Colonia para plantarse a la vera del Camino Real (Acapulco-México). Ideal, porque el drago no necesita de riego, pues posee una raíz que “draga”, de donde le viene el nombre. Lo hace muy profundo en el subsuelo hasta encontrar una filtración de agua o corriente subterránea, haciéndola brotar a la superficie formando aguajes.

–¡Asombroso! –es el comentario general de la mesa.

–Ahora va el nombre de La Pinzona –ofrece Doroche y se lanza. Fue en ese cerro, cuando era “el aguaje de los Dragos” donde el generalísimo José María Morelos y Pavón instaló su cartel general durante la toma de Acapulco. Allí , por cierto, había estado a punto de morir alcanzado por un cañonazo proveniente del Fuerte de San Diego. Quien sí muere es su lugarteniente, coronel Felipe Hernández, tan cerca de él que su sangre baña al señor. También se salva el general Eutimio Pinzón, de Corral Falso, en la Costa Grande quien, terminada guerra, adquiere parte del cerro, incluido el aguaje, para asentarse allí con su familia. Muerto don Eutimio, su hija mayor, Estéfana Pinzón, asume la jefatura familiar y será entonces cuando los acapulqueños bauticen el sitio como el Cerro de La Pinzona, que ella asimiló de buen grado.

–¡Amigo Doroche, el lunes mismo hablaré con el alcalde Baltazar Hernández Juárez para que te nombre historiador oficial de Acapulco!

–¡No me chingue , señor diputado, perdonando el exabrupto.

–El periodista de Trópico, cuyo primer número fue voceado el 9 de septiembre de 1939, pone sobre la mesa un tema escabroso para dos personajes de aquella reunión. El escandaloso garito-cantina-prostíbulo instalado en la plaza Álvarez durante la Semana Santa de 1934, impidiendo las peregrinaciones propias de la celebración en torno al Zócalo. Un reto franco a la autoridad eclesiástica y abierto desprecio por fe cristiana de todo Acapulco. La carretera México-Acapulco cumplía siete años de su apertura y entonces ya era importante la afluencia vacacional, procedente principalmente de la Ciudad de México. Los visitantes disfrutaron entonces de un inesperada estancia en Las Vegas con el pilón de playa-sol y algo muy importante, la libertad para el disfrute de la chamacada.

La gente menuda, a propósito, tendrá acceso sin costo al juego de la lotería , la de “buena con el diablo”, con una gran variedad de premios consistentes en juguetes y artículos para el hogar. No faltarán el tiro al blanco, los títeres ni los payasos. Ahora que para la gente grande se ofrecieron la ruleta con su sentencia admonitoria de “nadie va más” y toda la gama de juegos desplumatorios con cartas y dados . Desde el clásico “pócar” hasta el regional chiquichiqui , jugado con dados diminutos.

–Quien aparece como concesionario de aquel pecaminoso tugurio al aire libre es un veracruzano de nombre Jorge Martínez, dedicado a esa actividad a lo largo y ancho de la República. Un hábil empresario que involucrará en su negocio a los más conocidos tahúres de la región, a dos hoteles del centro, Miramar y Monterrey, ¡y a la taberna La Marina, de Doroteo Lobato! –deletrea y enfatiza el reportero, como si hiciera un descubrimiento sensacional. ¡Y voy por más! Usted, don Luis, en aquellas fechas todavía era diputado y la pregunta es hoy: ¿no tuvo usted nada que ver con aquella autorización?

–¿Ya terminaste tu catilinaria, muchacho? – interroga al punto don Luis. Yo reservo mi respuesta para después de escuchar lo que tenga que decir Doroche, ahora que vuelva.

Lobato regresa y ofrece su versión:

–A mí , como a muchos acapulquños, aquél garito nos pareció una enorme falta de respeto para los días santos y una ofensa para los católicos de Acapulco, entre los que me cuento yo y mi familia. Sucedió que no tuve otra alternativa ante la amenaza, por parte del tal Martínez, de cerrarme la taberna si no aceptaba entrarle al negocio. Se notaba que tenía atrás a personas muy poderosas y ni “pepe” ¡Esa esa es mi verdad neta!

–Dice bien, Doroche –interviene Bedoya , el concesionario veracruzano era un alfil de los poderes superiores de Guerrero y por esa razón yo – y esto es para ti, periodista– yo que era y soy un pobre venadito, no pudo intervenir en aquel atentado contra Acapulco. Pero ahora lo puedo decir con todas sus letras: fue un sucio negocio de generales, el general Gabriel R. Guevara, gobernador del estado, y los generales comandantes militares de Guerrero y Acapulco. Ellos vendieron la plaza por la que recibían diariamente talegas de billetes y costales el mero Domingo de Ramos.

–Algo así se sospechó en aquel momento, pero nunca con los nombres y detalles que hoy revela señor diputado –comenta Doroche, quien abandona la mesa para atender el llamado de su cocinero.

Caguama

La ausencia de Lobato es aprovechada por el señor diputado para comentar que el marisco se baja pronto y que ya hace hambre. El habanero Ripoll empieza a trepárseme –acepta– y no es cosa, pues, de que tenga uno que salir gateando. El consumo de licor de aquella mesa, según el último reporte del cantinero, era de cinco botellas de aguardiente de caña.

Doroche se aparece cual genio de la lámpara. Como si hubiera escuchado el lamento del legislador, va seguido por un mesero portando en la cabeza, sobre un yagual colorado, una charola enorme de aluminio.

–Está científicamente comprobado –explica el anfitrión– que esta botana quita la borrachera como por encanto. No me pregunten cómo y por qué, pero la quita. ¡Y vaya que ustedes la necesitan!

El diputado Bedolla, el reportero y los dos funcionarios trajeados se lanzan sobre la charola como chamacos sobre los restos de la piñata rota. Ausentes, por el alcohol, formas y convenciones, usan las manos y chacualean al masticar. Sin que nadie le haga caso, Lobato prosigue su disertación:

–Lo que están devorando se llama pecho tatemado, y corresponde a una receta tradicional del puerto. Es, como su nombre lo dice, pecho de caguama asado a las brasas previamente condimentado con especias. Cuando ha llegado al punto de dorado se rocía con vino blanco y se sirve para comerse sin cubiertos, como ustedes lo están haciendo por pura intuición. ¿Qué les parece?

La falta de respuesta es asumida por Lobato como un elogio para su sorpresa culinaria y decide entonces ofrecer una nueva al señor diputado y a sus acompañantes.

–Esto es verdaderamente milagroso –exclama el diputado Bedolla. Me siento perfectamente bien e incluso se me quitó lo estropajoso de la lengua. Ustedes dos, por ejemplo, ya roncaban por la peda y aquí al amigo periodista lo pillé sobándole las nalgas al putito que nos atiende. Ora sí que el amigo Doroteo se voló la barda con esta delicia de botana.

–Qué bueno que les haya gustado –ataja Doroche, que ha escuchado la ofrenda de Bedolla. Para mí, señor, es un placer servir a los amigos. Lograr que ellos estén contentos es mi máxima felicidad.

Brinche

Y diciendo y haciendo. Lobato chasquea los dedos para que el mesero, a quien todos en el lugar llaman La Cayeyona ( caderona, porque en efecto se las carga), se acerque a la mesa portador de una charola tan suculenta como la anterior.

–¡Paella! –exclama el siempre despistado reportero de Trópico.

–No precisamente –responde el anfitrión. Es en efecto arroz guisado, pero sin azafrán, y contiene exclusivamente trozos pequeños de callo de lapa y caracol del conocido como burgao. Lo llamamos brinche.

¡Que cosa, hermano Doroche! –habla el señor diputado. Cuando estuve en México como diputado federal asistí a muchos restaurantes, desde fotingos hasta casas de postín como L’Escargot y el Tupinamba, pero te juro que en ninguno saboreé las exquisiteces con las que hoy nos has colmado. Me nace por ello del corazón, hermano Lobato, obsequiarte como prueba de amistad y agradecimiento mi credencial de diputado a la XXXV Legislatura federal. No tiene ningún valor, como bien sabes, pero no dudes que te servirá para apantallar con el charolazo a más de un cabrón inspector del gobierno que quiera beber o comer gratis. Gracias amigo Doroche.

–¡Oiga, señor diputado, ¿cuándo terminamos la entrevista? –persigue el reportero de Trópico al líder Bedoya.

–¿Todavía quieres más, chamaco? –responde aquél. Con lo que escuchaste hoy aquí, mi amigo, puedes escribir una novela como las de Luis Matín Guzman. Suerte y no te me “desapendejes”.

Sobre lo que fue La Marina de Doroteo Lobato se levantará poco tiempo después un hotel de cuatro pisos, bautizado también con el nombre de La Marina. Su propietario, el camionero y banquero Antonio Díaz Lombardo, será director del Instituto Mexicano del Seguro Social durante el gobierno del presidente Miguel Alemán Valdés. Cuando alguien insinue que para construir la hospedería se desviaron recursos destinados a un hospital de primer nivel, el político capitalino exigirá ¡pruebas, pruebas, pruebas! Pasará por alto, como muchos a través de los años –hoy mismo– una de las muchas sentencias del señor diputado:

–¡Se les acusa de rateros, no de pendejos!