4 mayo,2021 5:58 am

El tren pegaso -ficción-

Florencio Salazar

 

El Tren Pegaso se aborda en el café, en la plaza, en la calle, en cualquier sitio. Los boletos aparecen en la palma de la mano, sin señalar hora ni asiento. Al final del trayecto se paga el costo. Los equipajes son idénticos: ojos, lengua, tres libros, libreta y lápiz. Las ventanas abren sólo por el deseo de quien quiera arrojar su equipaje al vacío; después vuelven a su carácter impasible. En el aire, ojos y lenguas son atrapados por aves carroñeras; los libros al caer destruyen las palabras; libretas y lápices se adhieren a rugosas superficies pétreas. Para mantenerse en el trayecto, es deber indispensable recorrer los pullman, comedores, coches de pasajeros y vagones de carga. Luego, sucios de polvo y hasta de estiércol, pueden acceder al vagón de lujo y disfrutar de los mejores menús, de los tragos más selectos, de las glamorosas relaciones. Los razonablemente limpios sólo disponen de asiento en el coche de pasajeros, sin faltar colados al vagón de lujo, quienes se apegan a los modos con la paulatina pérdida de sus sentidos.  Los menos, vuelven ensimismados a su lugar. En los vagones hay besos vivos, brebajes alucinantes, clavada de cuchillos. Algunos pasajeros son permanentes. Dorian Gray ha incrementado su fortuna representando a su retratista; el Dr. Frankenstein está harto de músculos y huesos de diferentes razas, sexos y edades; El Quijote abandonó a Sancho para batir ventiladores a sus anchas.

En el sur hubo trenes que jamás conocí. Salían regularmente de la Ciudad de México a Iguala, hasta que abandonaron la vía. Los rieles se quedaron sin oficio. Dijeron que mover trenes era empujar animales vacíos y hambrientos. La paralela metálica y los durmientes quedaron sin el peso del alivio. Pero no por mucho tiempo. Kilómetros de metal y madera desaparecieron de la noche a la mañana. Los burócratas nunca supieron qué pasó. El hecho me lleva a descubrir algo notable: las leyes de la física son mutables, pues igual que una gota de agua el acero puede evaporarse; de la madera ni qué decir, se hace humo. Desde entonces el lenguaje de los trenes se volvió lengua muerta en el territorio. El paisaje de montañas sucesivas apenas deja unos cuantos claros, unos cuantos recodos, para consentir casas y caseríos. Los ríos Balsas y Omitlán se atreven a entreverarse entre los elevados taludes y apoderarse de las tierras planas. Basta extender una hoja de papel apretada en el puño para conocer el sur. Ese mapa fue trazado por Ignacio Manuel Altamirano y se conserva en el Archivo General de la Nación, en donde puede ser consultado, previa cita, por geógrafos e historiadores. Declaraciones expertas afirman que el sur no es propicio para las ruedas del ferrocarril.

Datos complementarios sobre el agreste territorio pueden obtenerse en la compilación de crónicas y reseñas contenidas en Viajeros extranjeros en Guerrero de José Iturriaga de la Fuente, (Gobierno del Estado de Guerrero, 1999). Recoge textos de  44 personas, desde Cortés, Díaz del Castillo, Malaspina, Humboldt, Gabriela Mistral, Tennessee Williams y Ray Bradbury, entre los compilados. Otra fuente para confirmar las características del sur es Un drama en México de Julio Verne (Editorial Porrúa, S. A., Colección Sepan Cuantos… 571, 1988), donde se recoge, además, las costumbres de abandono de los habitantes de los pueblos. De los dos textos, únicamente Viajeros extranjeros en Guerrero se conserva en La Biblioteca de Babel. Hay motivos para suponer que Borges lo sustrajo de La Librería Universal, pues el manuscrito desapareció del catálogo de libros por escribir. Conste, el fichero aún registra su existencia. El autor de Ficciones vio a Verne sin verlo, pues era escéptico en cuanto a lo reescrito por el imaginador de Viaje al centro de la Tierra, quien para su Un Drama en México utilizó informes y observaciones de Humboldt; la comparación de los textos lo hace evidente. Borges era acucioso y creativo. En el copista no hay erudición ni originalidad.

En mi largo viaje he recorrido sinuosos caminos de tenaces subidas e imprudentes bajadas, curvas de rítmicos acechos y abismos ansiosos para asistir a las asambleas políticas; en la plaza pública hablar de la virtud de las promesas; creer que el duro suelo puede germinar. El sur que me habita lo he recorrido en otros aparatos sin saber siquiera del largo transcurrir reflexivo del tren. No supe de sus agudos silbatos ni de sus vaporosos arribos, de los amoríos nublados en las ocres imágenes de las estaciones. Entre selvas y salvas traté de llegar al paraje del falso júbilo de jubilado.

Próximo a la parada de la ruta escogida,  el guardagujas ha cambiado la vía dirigiendo El Tren Pegaso hacia mi temprana juventud. Miré mi boleto. Asiento numerado, horas precisas, destino claro. Asombro de relámpago: Voy “a explorar las soledades, a reconocerme entre un océano de trenes en el cielo de las locomotoras sobre montañas de cobre.

La pasión, el fuego interno, me impulsa hacia el universo presentido.