29 junio,2024 5:57 am

En el mar con mi madre. Es domingo

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA
Alan Valdez

Me he mostrado cual fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. Confiesa Rousseau en 1765. Aquí, un miércoles del 2024 en un balcón de junio, escucho a un Anambé Degollado insistir también en confesiones. Y lo que sea que esté tratando de nombrar ese sutilmente pequeño y copetudo Pachyramphus aglaiae lo creo como la gran explicación de Cuernavaca. Insiste en su canción una vez más, y al descubrir su silencio, pasa que una o varias ramas. Sus hojas. El verde. Y unas flores llamadas aves del paraíso. ¿Será este el paraíso?
No sé desde qué árbol se me advierte que ya es hora de mirar. Lo busco como quien ha buscado una verdad inútil. Detengo mi lectura de la autobiografía de Rousseau. Así que la tarde, y digo también la lluvia que me viene persiguiendo. Digo, pues, estoy en el centro de mi vida, he sido vil y generoso, bueno y despreciable, en ocasiones, todas a la vez sin miramientos.
Trato de anotar alguna idea que pueda explicar la sensación que me da oír pájaros sin saber nada de su taxonomía, sin embargo, todas mis impresiones son insoportablemente melancólicas por querer hablar de lo que no se ve. Y sin llegar a nada, decido mejor leer las escrituras anteriores que he ido guardando en mi libreta, y de ahí, la vida también anterior. Por ejemplo, ayer, creo, anoté que era domingo y pasaba el día con mi madre en Pie de la Cuesta. El mar estaba ansioso por acabarse. Y quisiera asegurar que también él entendió mi urgencia de lo mismo, pero cualquier vanidosa celebración de claridad, se me termina pronto al asumir esto que se preguntaba en polaco Stanisław Lem ¿Cómo esperan comunicarse con el océano si no son capaces de entenderse en lo más básico?
Abrazo, aún así, la idea que he cargado conmigo de que es más importante preguntar que la urgencia, a veces insensible, que implica el responder. Regreso entonces a otro libro, y finjo que entiendo el dolor del que habla, pero no por la ambición hacia el lenguaje del exilio y la guerra como una metáfora que adorne mis ideas de lo que puede la Literatura, sino más bien para agradecer por las cosas que no he vivido y que sería mejor nunca.
Rápido el que canta deja de ser el poema que fue escrito desde quién sabe qué orilla de Europa, para oír a un pequeño Luisito Bienteveo. Y no se trata de dos sentimientos encontrados, uno tratando de opacar al otro, en una sospechosa pelea por la belleza y lo terrible. La belleza, al fin y al cabo, es una terrible geografía sin agua, pero con hermosos atardeceres.
Me emocionan los nombres coloquiales de las aves, qué superior es encontrarse con un Verdugo Americano y gritar su nombre carnicero en vez de tomarse el tiempo de la nomenclatura tardada que implica acotar un mira, allá, sobre el exterior de un árbol de aguacate un Lanius ladovicianus.
Dicen, yo no estuve, que Adán fue el encargado de nombrar a los animales del cielo. Trabajo sencillo si pensamos que en ese momento el nombrar no estaba ligado con el acto de memoria. Y más fácil aún si terminamos por considerar que nadie se estaba preguntando qué tan arriba se encuentra el paraíso.
En 1753 el botánico sueco Linneo estableció las reglas para la nomenclatura binominal en su Species Plantarum. Se le agradece mucho su exhaustivo trabajo de sistematizar la fortuna y azar de las plantas y animales del mundo, sin embargo, Pyrocephalus rubinus agota rápido su anhelo latinizante por abarcar el color y el vuelo ante el maravilloso desorden de un Papamoscas Cardenalito.
También en 1753 Rousseau confiesa que el vuelo de una mosca lo asusta. Ya lo había aclarado Augusto Monterroso cuando dijo que solamente hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Después del miedo confesado de Rousseau a la Musca domestica, continúa relatando su vida para comunicarme que él solo necesita goces puros. Yo también los necesito señor Jacques. Y el oído se me termina de aclarar entre el trueno que resuelve las intenciones de lluvia en esta tarde en Cuernavaca y el sonido de un Tirano Pirirí que impone desde su anonimato los colores que no nos merecemos.
Las palabras vil y sublime se me anotan en la lengua y se resuelven una vez más en esta hora, al toparme con una anotación de algo que leí de Borges en quién sabe dónde, pero por lo apresurado de mi letra en mi cuaderno, intuyo que pudo ocurrir en medio de alguna carretera cuando iba de camino a la edad que tengo ahorita. Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades, yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna.
Cuando pequeño, recuerdo a mi abuela señalarme los codos, rápidamente después de un acto infantil y sumamente egoísta con mis hermanos. Arajo, chamaco, aprende a compartir o ‘ora sí se te van a llenar los codos de mezquinos. Nunca entendí porque a una verruca plantaris la relacionarían con la tacañería, pero debo confesar que desde entonces cuido de no subir los codos a la mesa cuando estoy comiendo.
Me distraigo de Borges para someterme a la tarde pausada y a la lluvia que llega. Pero ya no intento ni la mínima escritura sobre el árbol, sobre el Zanate Mayor que cruza prevenido para escabullirse del agua. Y cuando siento que ha sido suficiente contemplación porque ya no se puede fingir más mundo, los ojos son breves y las palabras aún más, recojo mis cosas, acomodo la silla, dejando todo como si nunca hubiera estado, para que las formas de la naturaleza continúen, amplias y graves, y que ya lejos de la mezquindad de mis metáforas, puedan ser eso que yo tanto deseo, pero que obviamente nunca he podido.
En la mañana, un Saltapared Barranqueño avisa de la humedad traducida en musgo y del sol lagañoso, pero, de todas maneras, preciso. Repito un ritual nada exigente. El lavabo, la orina, la ropa limpia, el espejo y el párpado. Preparo mi café, acomodo la silla y me dispongo a observar la infinita variedad de lo que oscila entre lo animal y lo vegetal. Quiero, por supuesto, escribir algo. Algo que se parezca a un pez maravillosamente seguro de su lugar en la trama del océano, pero no me alcanza la imaginación. Para llegar ahí primero tengo que descartar el exceso de pasado con el que despierto desde hace unos días después de visitar a mi madre en Acapulco. Y vuelvo, era predecible, a mis notas:
En el mar con mi madre. Es domingo. Los niños con un balón, juegan a ganar y perder. Mujeres se toman fotografías acostadas en la arena. No sé dónde dejaron la sombra remojada. Un camastro. Otro camastro. Un coco que ni va ni viene. Un vendedor con las pantorrillas de acero fuma mientras balancea una charola con fruta en la cabeza. Otro coco indeciso de su origen terrestre o marino. Una palmera. Un zanate desubicado. Otro vendedor, pero este ya no fuma. No distingo bien qué vende. Una cuatrimoto con música de fondo. Otra, sin música, pero igual de estridente. Un hombre bebiendo cerveza junto con otro hombre que también bebe. Una ola más grande que la anterior.
Al leer varias veces la lista de los objetos involucrados en el día de playa, me acuerdo de los pormenores de una conversación con mi madre. Pero ya no indago, y me paso las conclusiones sobre la vejez y la enfermedad con un trago de café ya más bien frío.
Me pierdo en la mañana en consideraciones distraídas sobre mis motivos en la escritura. Llego a unas modestas resoluciones. Y continúo tratando de encontrar un gesto en mis notas que me permita decir algo.
Hacer gala de incomprensibles extravagancias apunta una de las anotaciones. En 1736 Rousseau se entretenía tirándole piedras a los árboles para probar su suerte metafísica, Voy a tirar esta piedra contra el árbol situado en frente de mí: si le toco, será señal de salvación; si yerro, signo de condenación. En ese justo momento al terminar de leer ese pasaje me apeno de no tener buena puntería.
Un Mirlo Dorso Canela se aparece entre el insistente alegato de varios zanates. De nuevo su canto viene, pero sin ubicar al mirlo de entre tantas ramas. Aprendo que mirar no necesariamente se trata de entender lo que está allá afuera. Pienso, así, en las imágenes de mi último tránsito. Llegar a Acapulco. De noche. Mirar la tristeza evidente de los huecos que dejaron los árboles desenterrados después del aire. Comercios aún cerrados. Fachadas incompletas y gente, sobre todo, también incompleta, volteando a ver cualquier ventisca como pronóstico de lo que no sabe gobernarse.
Una última vez, se los juro, comienza a llover. Pero desisto de mi excesivo personaje que intenta conmoverse por todo y de ahí ocurrir en la escritura. Desisto de los pájaros huidizos, me distraigo de cualquier explicación sobre toda cosa anterior, me quedo callado ante las muestras de abundancia que hacen que uno reconozca que está frente a la naturaleza y no ante una máquina contenida. Escucho, pero ya sin pensarme como parte de un espectáculo bien organizado, donde mi papel es una tarea sencilla: borrarles el nombre a las criaturas. Ya no insisto. No me alejo ni me acerco a ningún horizonte por más seductora que prevalezca su música. Me dan ganas de aventar mi libreta y los libros. Me dan ganas de olvidarme de una vez por todas de la materia como causa y consecuencia. Y ya en el borde, justo en el momento en que parece ser que me atrevo a cualquier manía, si ninguna razón, ninguna aparente razón, vuelvo al libro que, casi como si me hubiera reconocido, me regala una predicción.
Trato de existir haciendo cosas dice Úrsula K. Le Guin. ¿Qué cosas son las que he hecho? Las enlisto. Soy minucioso desglosando los acontecimientos de una vida. Insisto cada vez más en los detalles, y me apuro para saltar de una edad a otra, hasta que me doy cuenta que mejor empiezo del presente hacia atrás. Y comienzo a describir lo que precisamente estoy haciendo en este momento. Y todo empieza a ser tan redundante, porque todo se trata de decir que escribo de que estoy escribiendo, que decido, por fin decido, más bien vivir, y entonces vivo, se los juro que vivo, y deja de llover, y llaman los pájaros, y ocurren los árboles y escucho risa de niños y amo, y muero y creo, creo que pasa una mosca, pero yo no tengo miedo, de verdad que no.